Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

edgar bayley
Viaje y vigilia de Edgar Bayley
Abre despacio la puerta de su departamento, en Rodríguez Peña y Rivadavia, mientras afuera el sol de la tarde enloquece a Buenos Aires. “Me he quedado solo —se disculpa por el leve desorden de los cuartos—. Estaba veraneando en el Uruguay con mi familia, y un par de gestiones me obligaron a volver.” Camina tratando de apartar el sueño que le encapota la cara: es que Edgar Bayley, uno de los máximos poetas vivos de la Argentina, no durmió casi nada la noche anterior. Olvidó las llaves de la casa, y para no despertar al portero resolvió apoltronarse en el hotel más cercano pero no el menos ruidoso.
Al filo de los cincuenta años, y a un mes de la aparición de El día —su tercer libro de poemas, el último de una travesía escrupulosa—, Bayley es la contrafigura de la solemnidad. Lleva cortado al rape el pelo canoso, y los ojos, más azules y profundos a medida que avanza la tarde, le instalan en la cara una sombra de melancolía. Al reírse, la borra.
Desde 1945, cuando recopiló en un folleto algunos poemas, un manifiesto y un cuento con el título común de Invención 2, no ha dejado de escribir. Si quisiera, podría reclamar para sí el blasón de Adelantado Mayor de la Vanguardia Argentina. Pero no lo hará. No le importan esos juegos.
“Mi padre se llamaba Tomás Maldonado —prefiere narrar—; era un farmacéutico diplomado pero jamás ejerció. Eso sí: como inspector general se encargó, durante buena parte de su vida, de que las farmacias cumplieran estrictamente con las leyes y decretos de la sanidad argentina.”
Su madre —de quien tomó el apellido de guerra— se llama Margarita Bayley, es hija de ingleses y tuvo tres hijos varones. Tomás, el arquitecto, pintor y diseñador industrial, “que siempre pasa por ser el mayor, sin que yo lo desmienta nunca”, fue delfín de Walter Groppius en la Bauhaus y jefe de diseño en Ulm hasta que el presupuesto se redujo; ahora se lo disputan las Universidades de Princeton y de Milán. Héctor, el menor, un biólogo, es otra víctima de la fama: pasa la mitad del año en el Centro de Investigaciones de Venezuela y la otra mitad en la Universidad de Londres.
“Aprendí a leer y escribir —memora Bayley— en una escuela pública de Palermo. En el Carlos Pellegrini me recibí de perito mercantil y un mes más tarde me convertía en Bachiller, luego de dar las equivalencias.” Atravesó la Facultad de Ciencias Económicas durante un año, y durante dos la de Filosofía y Letras. “Luego me dio un ataque de manía ambulatoria y me fui al Brasil: quizá Godo Iommi, un tipo muy itálico, muy brillante, muy vital (casado en primeras nupcias con la primera mujer de Vicente Huidobro y tío de los escultores Claudio Girola y Enrico Iommi), tuvo algo que ver con mi partida: unos meses antes, él y un grupo de amigos me habían precedido.”

Aventuras en común
El año y medio de Brasil, entre 1942 y 1943, sació su hambre de vivir “hacia adentro y hacia afuera” y, sobre todo, lo puso en contacto con una humanidad desenfadada y pintoresca, con los Grandes Pícaros internacionales: tímidos ingleses, aventureros argentinos, conspiradores brasileños, mujeres prostibularias. Algunas se transmutaron en personajes de sus cuentos, de sus poemas y hasta de sus ensayos teatrales, “como aquella muchacha que trabajaba en una cafetería de la avenida Rio Branco, de
la cual me enamoré y a quien dejé cristalizada en mi primer relato, Aracy recorta los himnos. Aracy padeció luego otro avatar: se llamó Dulioto, una pieza de teatro que Mario Trejo y Miguel Brascó siempre estuvieron a punto de montar. No los dejaban. Una y otra vez fracasaban por falta de sala o de empresarios”.
Cuando recuerda que para sobrevivir en Río tuvo que integrar el coro de Rigoletto, estalla en una carcajada pantagruélica y sacude un corpachón que ya debe haber pasado el cabo de los cien kilos. “Como no había plata para pagar los vestuarios del coro, los integrantes salíamos en traje de calle mientras los protagonistas gorjeaban enfundados en viejos trajes de época”, dice, tomándose la cabeza.
Uno de esos días en que ser lava-copas de un restaurante, en la rúa General Cámara, era para Bayley lo más parecido a la vida, asomó por allí José Luis Torres, el desaforado periodista que durante el Gobierno Perón alentó el proceso a los Bemberg por evasión de impuestos: iba en busca de pruebas para acusar a Raúl Damonte Taborda por trata de blancas. No las consiguió, pero al menos conoció, de la mano de Bayley, los burdeles lujosos de la rúa Conde de Lage, “una paradoja, porque Lage había sido un terrible Jefe de Policía en la época del Imperio”.
A principios de 1943, en el Casino da Urca, se hizo amigo del doctor Tulipán, un personaje escapado de las novelas de Céline. Decidieron irse juntos a San Pablo, donde Tulipán editaba la revista Trigo nacional, defensora del autoabastecimiento. “Era un gran jugador —recuerda Bayley—; apostaba de ojito y de prestado, sin que su mujer consiguiera arrancarle los escasos 'contos' que lograba ganar. Un día, Tulipán decidió esconder el dinero de las apuestas en un tarro de frijoles. Su mujer vació el contenido por la noche y el pobre doctor y, sus invitados devoraron la feijoada más cara del mundo.”
La aventura brasileña, que terminó cuando Bayley liquidó su último reis y agotó la gama de profesiones que había inventado para comer, estuvo a punto de convertirse en una novela: Salir - Memorias de Pantaleón González. Pero otras obsesiones la postergaron: apenas logró borronear algunas carillas.
“Volví a Buenos Aires pocas semanas después del golpe de Rawson y Ramírez”, dice, entrecerrando los ojos para fijar con precisión la fecha. Pero al poco tiempo salía rumbo a Chile, como representante de una casa de importación y exportación. “También estuve en el Perú y en Ecuador, donde lo único que no hice fue ocuparme de negocios. Preferí tirarme de cabeza en la poesía.”
Santiago fue la escala más memorable de su peregrinaje: conoció allí a Vicente Huidobro, a quien entregó el único número publicado de la revista Arturo, a la que cinco años más tarde los jóvenes poetas argentinos alzarían como bandera de combate. “Quiero destacar —puntualiza Bayley— que el Movimiento Invencionista nacido de Arturo, si bien le debe mucho a Huidobro, no es una simple extensión de su creacionismo; en todo caso, si hay que admitir una influencia es la de Pierre Reverdy.”

Caminar hacia el día
Arturo es para Bayley el principio de la vigilia: hasta entonces había publicado sólo textos aislados en revistas. A partir de 1944 comienza su búsqueda de una orientación personal dentro del arte de vanguardia. “A mi vuelta del Pacífico —narra—, la vida caótica acabó por cansarme; tenía conciencia de que esa línea de dispersión y exaltación gratuita iba a desembocar en un callejón sin salida.”
Un año después de aparecer Invención 2, Bayley se incorporó al grupo Arte Concreto-Invención. En 1949 publicó En común, “algunos de cuyos poemas me gustaría difundir de nuevo: proponían un dadaísmo que buscaba trascenderse”. El trabajo creador lo atrapa; Bayley, que nunca quiso negarse a ningún hipnotismo, lo asumió con devoradora intensidad.
Para sobrevivir se hizo periodista: “Ya no me acuerdo en cuántos diarios y revistas trabajé”. Era la época en que el afán de innovar lo tironeaba hacia un lado y el respeto a los evangelios de la Gran Poesía lo arrastraba hacia el otro. Por aquellos días empezó también a interesarlo la pintura: para quitarse la obsesión de encima publicó algunos ensayos sobre el arte concreto. Fueron años de búsqueda y difusión que acabaron cristalizándose en Realidad interna y función de la poesía, un texto de 1952 que incluiría, catorce años más tarde, en un libro homónimo.
La efervescencia de la creación lo asaltaba por todos lados: hacia 1951 ensayó sus fuerzas en el teatro, con la farsa Burla de la primavera. “La representaron tanto —cuenta Bayley— que ya no consigo acordarme más que de las funciones en El Álamo, una sala de Belgrano.” Al año siguiente, el trabajo lo desbordaba: poco después de aparecer el primer número de Poesía Buenos Aires, una revista a la que acercó su sabiduría de gurú y sobre cuyos colaboradores hizo sentir su influencia durante una década entera, se ejercitó como director teatral con Padre, de Augusto Strindberg, e intentó algunas aventuras de teatro circular.
Esas caminatas por el otro lado del espejo lo divierten menos, ahora, que los tirones de orejas propinados a la solemnidad de esos tiempos: “Fuimos los pioneros del happening —se pavonea, como un chico—. Nos reuníamos todas las semanas en mi casa de Ituzaingó, a unas treinta cuadras de la estación, donde una enorme ventana francesa servía de escenario. El público, instalado en la vereda, se embobaba viéndonos imitar los ritos de la Commedia dell’Arte e improvisar sobre cualquier tema que los espectadores proponían”.

El humor, marca de fábrica
Su encuentro con Oliverio Girondo, en 1954 (“que fue para mí fundamental por la intensidad humana y la aptitud para la vida que irradiaba Oliverio”), le desencaja la cara, le barre de un envión el aire adolescente sobre el que había hecho equilibrios hasta entonces. Luego, al reseñar su concepto de la poesía, se le desprende solo el primer botón de la camisa a cuadros, que plagia la de los cowboys italianos: “Creo —dice— que la función de la imaginación no consiste en extraer imágenes de la realidad sino en crear imágenes que la superen. El problema de la realidad es el problema por excelencia de la poesía, con la aclaración de que no hay nada más ajeno al oficio de poeta que la transcripción lisa y llana de lo que perciben los sentidos. El poeta no puede decir nada que no esté sostenido por la realidad, pero al mismo tiempo tiene la misión de trascenderla”. Uno de sus poemas, tal vez el más fulgurante de los que ha escrito, previene sobre esas torpes zonas de detención de los sentidos y declara que hay relámpagos por explorar más allá del gusto, de lo que ven los ojos o de los olores de una esquina. El titulo de ese poema es también un verso perfecto: “Es infinita esta riqueza abandonada”.
La tarde y el sueño han hecho saltar a Bayley por encima de algunos datos cotidianos. Es él mismo quien se apresura a ofrecerlos, desplegando ese humor ruidoso y socarrón —a veces irrepetible— que ha campeado sobre todo el diálogo y que es, quizá, la más evidente de sus señas particulares. “Hace veinte años que estoy casado con Matilde —sonríe, desde atrás de sus ojos azules—. Tengo dos hijos: Susana, de 18 años, y Edgar, de 15. Me gusta el fútbol y soy hincha de Independiente. No olvide esos datos. A lo mejor algún día los necesitan para la sección Transiciones de la revista.” ♦

recuadro en la crónica
UNA JARRA DE VIDRIO VERDE
Hace veinte años, en el poema que inauguraba En común, Bayley supuso: “Los hombres querrían reinventar el mundo”. La versión expurgada, que más tarde incluyó en La vigilia y el viaje (1961), suprimía toda duda: “Es necesario reinventar el mundo / iluminar los ojos / ver la extensión abierta a nuestro impulso / la alegría de las conversaciones ingeniosas / el contagio de los sentidos ..
Aquel verso y su enmienda posterior acaso basten para hallar el sentido de la obra de Bayley, una de las más escasas en un país donde los poetas oficiales no dan abasto para hilar sus solemnes balbuceos, y una de las menos consideradas en un país donde los panegiristas jamás están desocupados. Tres libros en dos décadas, un centenar de textos: a través de ellos, Bayley ha levantado una poesía que asombra por su nobleza, conmueve por su vitalidad, perdura por su defensa de la condición humana.
Reinventar el mundo. Media docena de ensayos dedicó el autor a demostrar, con una erudición sin arrogancia, cómo la poesía sólo puede conducir a ese objetivo, cómo lo hizo desde sus comienzos. En abril de 1966, al prologar sus reflexiones, declaraba: “La capacidad, por una parte, de negar toda salida en este o en cualquier mundo, de rechazar los valores y la ideología del conformismo y el miedo, de asumir, en suma, hasta sus últimas consecuencias, la rebeldía y la desesperación, y, por otra, la voluntad de no disolver la propia voz en el desprecio y la agresividad, de afirmar una difícil esperanza, un modo de estar entre los hombres y las cosas, continuarán signando, como hasta ahora, la vida y el trabajo creador del poeta”. Pocas definiciones han sido tan certeras.
Sin embargo, la lucidez de tales ensayos acaba superada por los frutos líricos; ya En común, aunque viciada de inútiles adornos (el poeta luchaba entonces contra la insignificancia del lenguaje), señala esa avidez de comunicación que desencadena la obra entera de Edgar Bayley: “No he perdido las miradas de esta multitud / están junto a las calles / sosteniendo las manos y las luces / pero se hace necesario convertir cada uno de sus pasos ...” “ ...nos hemos encontrado en el mismo desafío y en la misma batalla”.
Vigilia no es sólo la aceptación del desafío; también, la batalla por reinventar el mundo. Se trata, nada más y nada menos, de erigir una nueva realidad, un nuevo idioma para que los hombres lo compartan. Todo ello, descubre Bayley, está cerca del poeta y dentro de él, porque “esta mano no es la mano ni la piel de tu alegría / al fondo de las calles encuentras siempre otro cielo / tras el cielo hay siempre otra hierba playas distintas / nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada”. El poeta debe distribuirla.
En síntesis, “no es preciso razón ni palabra”, “nada más que el aire / la ventura de estar vivo / en los canales, del verano / y un nuevo viento / y despertar / navegante del día presente / después de la adversa mañana”. Al cabo de la batalla, “has mezclado tu acento / en el tumulto / y has perdido o ganado tu silencio / un lugar entre los hombres”. He aquí los “quehaceres de la poesía: hacer innecesaria toda justificación”. No en vano el último —y el más hondo— libro de Bayley se llama El día (ver Nº 314, pág. 51), que ya no es la unidad cronológica sino ese mundo reinventado a partir de sus elementos naturales, que Bayley se obstina en emplear, nunca en nombrar, a cada instante. Allí, Pepe —su hijo, acaso— “será distinto tendrá mejoras sonreirá”. En cuanto al poeta, continúa forjándolo para los demás: “Entro en la cocina / con radichón lechugas / coloco mortero sobre la mesada / y miro por la ventana hacia el parque vecino”; “una jarra de vidrio verde / es todo lo que tengo pero la conozco bien / por una vez / los dos / nos comprendemos / en el reposo de ser / cada uno / por su lado”. ♦

Revista Primera Plana
4/2/1969
 

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