Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Kerouac
Los años locos
EL VIAJERO SOLITARIO, por Jack Kerouac; Logada, 1965; 154 páginas, 800 pesos.
“No tengo planes / ni fechas, / ni citas con nadie. / Por eso exploro ociosamente / almas y ciudades.” Parece el mejor retrato de Kerouac, y a él le pertenece: está contenido en su improvisado libro de versos México City Blues (Grove Press, 1959). Hace quince años, cuando los diarios y las revistas todavía batían el parche con la Beat Generation, su jefe, el exaltado Kerouac, publicó El viajero solitario; en la misma época, un sensible conocedor de sediciones literarias como el francés Maurice Nadeau, entronizó en su revista Les lettres nouvelles (8ª serie, Nº 4), y con increíble entusiasmo, a los ruidosos beatniks.
Ya era tarde. En 1960, sólo una encrespada espuma quedaba de aquellos muchachos revoltosos y blasfemos, capaces de asustar a sus semejantes a golpes de alcohol y drogas, pero bondadosos y tiernos en el fondo. En 1957, cuando editó On the Road (En el camino; Losada, 1959), la biblia del movimiento, un periodista preguntó a Kerouac qué buscaban: “A Dios —respondió este ex alumno de los jesuítas—. Quiero que Dios me muestre su cara”. Una ola de incendios y amenazas corrió por los Estados Unidos, los beatniks no daban respiro a sus temerosos contemporáneos: necesitaban mostrar al mundo que el libre albedrío era un derecho y una panacea; se sintieron acosados por la sociedad, eligieron sus ídolos entre fantasmas célebres (Dylan Thomas, James Dean, Charlie Parker) y se pusieron a escribir novelas feroces y poemas escandalosos.
Los Estados Unidos acababan de salir de la sangría coreana, la Guerra Fría erizaba el globo, una tercera contienda universal llamaba a las puertas de las grandes potencias. Pero los beatniks no se interesaban por la política, salvo alguna broma al Presidente Eisenhower. Il faut étre absolument moderne, les seguía gritando Arthur Rimbaud desde su temporada en el infierno. Y ellos se embriagaron de bebop y rock, de budismo Zen y de psicoanálisis. Eran unos nihilistas incurables, unos puritanos consuetudinarios, unos redentores desempleados.
Llegó un momento en que dentro y fuera de los Estados Unidos los críticos tomaron en serio a este puñado de divertidos conspiradores, quizá porque la literatura norteamericana se había estancado y más valía volver los ojos a las humosas noches de San Francisco donde los beatniks sorprendían a los burgueses con sus literarios pitos catalanes. Hubo quienes cayeron en la trampa y dedicaron largos ensayos a los socios de Kerouac. Al otro lado del océano, los Angry young men ingleses les hacían competencia sacándole la lengua a Churchill y a la Reina.
La historia dirá, sin duda, que gracias a este estallido de la década del
50, los Estados Unidos brindaron después la pléyade de novelistas que hoy acapara la atención del mundo con menos estruendo y menos consumo de heroína, pero con más genio y más sólidos objetivos. Si esto dice la historia, deberá agregar que los turiferarios de San Francisco fueron sólo una anécdota, una transición colorida y de almanaque. El fuego que eligieron para quemarse era un fuego de artificio, se creyeron profetas pero sólo tenían pasta de charlistas; su revuelta coincidió con la implantación en los Estados Unidos del servicio militar obligatorio.
El caso Kerouac es todo un símbolo. Quince años atrás podía advertirse que sus obras apenas pasaban de la crónica y que, a fuerza de repetirse, falto de imaginación y de talento, terminaba por fatigar. Lamentablemente, las editoriales argentinas, que pronto se sirvieron del boom de Kerouac, olvidaron detenerse en William Borroughs, tal vez el más rico y profundo creador de la Beat Generation. Prefirieron la abundancia y el palabrerío de The Subterraneans (El ángel subterráneo; Sur, 1958) o The Dharma Bums (Los vagabundos del Dharma; Losada, 1960). Es que también en USA la moda era Kerouac y su pelo revuelto.
Desde el día en que descubrió “la prosa espontánea”, la literatura se convirtió de vocación en profesión y Kerouac no perdió tiempo en ajustarse a los 30 consejos que luego impartiría a sus colegas, entre los cuales figuran máximas tan chistosas como éstas: “Escribe para ti solo, en el recogimiento y el asombro”; “Cree en las santas apariencias de la vida”; “Escribe para que todos sepan lo que piensas”; “Ama tu existencia”.
Sería injusto pasar por alto la frescura v la belleza de muchos fragmentos de Kerouac, su insolencia simpática, los hallazgos de lenguaje que algún comentarista exagerado comparó con Joyce y Hemingway. Pero más injusto sería afirmar que sus libros perduran, que sirven a otro fin que no sea el narcisismo pasajero. Las autobiografías, la transmisión de experiencias personales, no son por sí solas las garantías de la victoria artística. El periodismo suele ofrecer un campo más apto para esas disquisiciones; el periodismo o la tradición oral. Los Diarios de Kafka no son importantes por el mero hecho de que Kafka los llevaba.
Agotado el primer fervor por los emotivos desplantes de El ángel subterráneo o Los vagabundos del Dharma, por esas odas a la vida disipada y esa angustia metafísica de utilería con que los beatniks quisieron mostrar que se interesaban por algo más que tirar piedras; a pesar del cambio que prometieron Doctor Sax o Maggie Cassidy (las dos de 1959), los libros de Kerouac amontonaron evidencias: la ingenuidad de sus tiradas filosóficas era tan desdeñable como su verborragia.
Por otra parte, ese sentimiento del espacio americano vibra con más hondura en los versos de Walt Whitman o en las narraciones de Thomas Wolfe; el anticonformismo de Theodore Dreiser, de John Dos Passos, de John Steinbeck o de Sinclair Lewis, era más virulento y concreto. La poesía del vagabundeo y las licencias sexuales tuvo más chispa y lirismo en las primeras obras de Henry Miller. El idioma directo, imaginista, cuajado de argot, rindió mejores frutos en las novelas negras de James Hadley Chase o Dashiell Hammet o Raymond Chandler, en los cuentos de Ring Lardner o Damon Runyon. Hasta Jack London —cuya influencia confiesa Kerouac— sabía explotar la aventura física con mayor firmeza.

¡Abajo la policía!
El viajero trabaja sobre los viejos moldes; la diferencia es que el autor no se disfraza con seudónimos. Es Jack Kerouac, nacido en Lowell, estado de Massachusetts, el 12 de marzo de 1922, hijo de un impresor, deportista, hombre de mil y un oficios, “místico católico, solitario y loco”, según se define en la página 9, quien informa de sus andanzas en México, su actividad como guardafrenos del ferrocarril (sueldo: 600 dólares mensuales), pinche de cocina, guardabosques en Seattle, visitante de Europa, marinero frustrado.
Puesto que ha elegido su propia vida como tema de sus escritos, todo dato le parece imprescindible. Y agobia el texto de horarios, precisiones técnicas sobre ramales de trenes, rutas, parques forestales o rincones neoyorquinos. Desventajas de la “prosa espontánea”, menos entretenida que la “escritura automática” de los surrealistas. Hay momentos más cautivantes, el primer capítulo por ejemplo, donde Kerouac relata su espera y encuentro con Denny Blue, que viene en un navío en el cual él aspira a embarcarse; o sus visiones del interior mexicano y de los Estados Unidos, a menudo lúcidas, crudas, pintorescas. Desde luego, la obligatoria Corte de los Milagros —borrachos, prostitutas, picaros, delincuentes, bohemios— se instala a la menor provocación del autor.
Hacia el fin, él mismo entona su elegía al vagabundeo; la culpa —explica— es del aumento de vigilancia policial, de la televisión y los reactores. El mismo tuvo que renunciar, hacia 1956, porque la desconfianza por los linyeras puso en celo a las autoridades y llenó de obstáculos los caminos. Nadie sabe si a esa frustración quiso responder Kerouac ampliando su bibliografía.
Revista Primera Plana
11.01.1966

Mágicas Ruinas en Facebook clic aquí

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba