Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Busaniche
Libros
Un ánimo perplejo
HISTORIA ARGENTINA, por José Luis Busaniche; Hachette, 1965; 784 páginas, 980 pesos.
En 1960, Rafael Alberto Arrieta reveló en La Prensa que el historiador santafesino José Luis Busaniche, muerto el 18 de abril del año anterior, había dejado en sus manos un ambicioso compendio de historia, desgraciadamente incompleto. Desde entonces, el libro póstumo de Busaniche se convirtió en uno de los tabúes más excitantes de la cultura nacional; cosas terribles se decían de él; varias decenas de estatuas de próceres se echaron a temblar. Esa morbosa expectativa podría desengañar a los lectores que ella había cautivado: es lo que suele suceder. Pero sería injusto.
Una de las más curiosas anomalías argentinas es el odio retrospectivo. En Francia, por ejemplo, se puede compartir las ideas del filósofo liberal Benjamín Constant y, al mismo tiempo, acompañar a Napoleón en su empresa nacional y revolucionaria. Fueron adversarios, pero uno y otro hicieron a Francia, y la hicieron tal como a los franceses de hoy les gusta que sea. Aquí, en cambio, se es todavía absolutamente rivadaviano o dorreguista, rosista o unitario, urquicista o mitrista, roquista o radical, como si ciertos personajes fueran infalibles, como si hubieran seguido un proyecto rectilíneo y el mejor argumento contra sus ideas no se cifrara, a menudo, en sus propios actos. Así como es de contradictoria y borrosa la política de nuestros días, así lo fue siempre, y no existe una fecha cierta a partir de la cual la historia habría degenerado en política.
El libro histórico se vende hoy en la Argentina como en ninguna otra época. Cada mes, el mercado absorbe decenas de trabajos monográficos; sobre todo, se buscan afanosamente las obras de conjunto; las de Vicente Sierra, José M. Rosa, Abad de Santillán, prometen seguir los pasos de la que compuso una década atrás Ernesto Palacio (hoy en 5ª edición). Sea cual fuere el grado de probidad intelectual de estos autores, no hay duda de que se los lee con espíritu partidista. En sus libros, los argentinos buscan razones y más razones para oponerse a otros argentinos; como las fuerzas armadas los separan, les impiden destruirse mutuamente, quieren vivir, al menos en tiempo pasado, las funestas emociones de la guerra civil.

La revisión liberal
“¿Busaniche? Un liberal típico que se pasó al rosismo”. Era la frase que
circuló durante cinco años, cohibiendo a sucesivos editores y aguijoneando el apetito de cierto público. En esta frase hay no menos de tres errores. El autor no fue un liberal típico, no hay ruptura entre sus libros anteriores y éste, el puerto a que llegó no es el rosismo.
Nada, en sus 65 años de vida, autoriza a clasificarlo como “hombre del régimen”; su padre y otras personas de su familia actuaron en política (mitristas, alvearistas), pero él apenas si ocupó —muy joven— una subsecretaría de Instrucción Pública en su provincia y, en los últimos años, formó parte de la Comisión Nacional de Museos y Monumentos Históricos. Fue, simplemente, un profesor de historia; a esa vocación sacrificó su título de abogado, su temprano interés por la literatura y el arte.
Su obra escrita —pocos libros, muchos trabajos académicos, ímprobos desvelos de traductor y editor— no creció a la sombra de la cultura oficial, de la “historia subvencionada”, como él solía decir; sólo una vez, en 1940, elegido para escribir sobre Santa Fe en la Historia de la Academia, su nombre figuró en el elenco de la ortodoxia; pero su artículo, de espíritu federalista, desentona gratamente en el conjunto.
No es novedad, por otra parte, que un historiador de ideas liberales enjuicie valerosamente al liberalismo argentino ; por el contrario, es la norma. Los primeros revisionistas fueron Mitre, Sarmiento, Alberdi, que rectificaron o desmintieron en la edad madura sus afirmaciones más tendenciosas, y les siguieron Saldías, Ernesto Quesada, David Peña, formados en la ideología iluminista. Hacia 1930, con Ibarguren, aparece un revisionismo antiliberal, que por otra parte coexiste con el otro, desde las primeras osadías de Ravignani o Gandía hasta el reciente apóstrofe de Jorge Mayer.
Este último nombre facilitará, por contraste, una adecuada caracterización del pensamiento de Busaniche. Mayer es liberal antidemocrático, puesto que postula un gobierno de minoría, aunque devoto de las garantías individuales y de la iniciativa privada. En el otro extremo, los antiliberales son naturalmente demócratas, en cuanto ensalzan el poder coactivo del soberano —rey o pueblo—, que identifican con el espíritu nacional. No es pequeña paradoja la de tantos nacionalistas de filosofía reaccionaria que adhieren a Rosas, único gobernante argentino del siglo pasado con incuestionable apoyo popular. Busaniche disiente con unos y otros: es un liberal demócrata.
El gobierno de Rosas no podía seducirlo: “La democracia, si no es temperada por el liberalismo político y tiene por base la libertad, engendra la injusticia y el despotismo (página 527). El Gobernador de Buenos Aires no creía en la libertad política como autonomía de la persona humana”. Rivadavia sí, pero no se puede alabarlo por ello sin cometer “fraude de ocultación”. “No se dice que lo intentó dando la espalda al país argentino y haciendo de Buenos Aires una ínsula...”
“¿Qué se imponía, lo primero? ¿Cultivar el jardincillo en una parcela de tierra argentina para imitar desmañadamente lo europeo en su cultura, en su política y en su economía, o asegurar y afirmar los límites de todo el país argentino, la soberanía del país argentino, la personalidad exterior del país argentino? El liberalismo argentino de minorías se inclinó siempre por lo primero y lo glorifica hasta hoy. La democracia argentina de mayorías optó siempre por lo segundo.” El esfumado radicalismo de Busaniche era una voluntariosa síntesis de ambos valores.
No se puede negar la coherencia de esta filosofía, a la que Busaniche fue constantemente fiel. El único reparo es el que le achacaría un carácter utópico: ella permite explicar el pasado, pero no conducirse con eficacia en el presente. No está demostrado que el progreso sea homogéneo —progreso hacia la libertad y hacia la democracia a la vez— ni mucho menos que Jo fuera en los albores de la nacionalidad. Busaniche parece admitir esta crítica: “El ánimo queda perplejo —confiesa en la misma página— si ha de contestar categóricamente a esta pregunta: ¿Era necesario el despotismo para asegurar la democracia mayoritaria en el interior y la soberanía nacional en lo exterior?” En todo caso, “pudo intentarse” conciliar los dos valores, y Rosas “no podía”, descreído de la libertad política como atributo inalienable de la persona.

Desde Santa Fe
Es curioso que las interpretaciones de Mayer (ver Nº 87) y Busaniche, diametralmente opuestas en algunos puntos, coincidan en otros. En la crisis de 1827 uno opta por Rivadavia y otro por Artigas; uno proviene del unitarismo porteño, otro del federalismo litoral. Pero ambos denuncian con energía los atropellos del Brasil y los perniciosos designios de Lord Pensonby contra la unidad de los países del Plata. En el período de la organización nacional, en cambio, el acuerdo entre ambos historiadores es perfecto: Urquiza contrajo compromisos desdorosos para la Nación y abandonó la causa federal por menguados intereses; las dos presidencias siguientes no fueron liberales ni democráticas; tampoco pacificaron al país, si por ello se entiende la transacción; la guerra civil no se apagó por obra de Mitre ni de Sarmiento, sino por el recurso de exportarla al Paraguay.
La Historia de Busaniche se interrumpe en 1865 : el autor murió cuando el relato llegaba al año de su nacimiento. El hecho es tanto más lamentable cuanto que podía esperarse un rico aporte de tradición oral. Entre los historiadores argentinos, él descuella en el grupo de los provincialistas; esto es, los que construyen su imagen del pasado a partir del minucioso conocimiento de las vicisitudes locales. Especialista en la figura y los tiempos de Estanislao López —nadie hizo tanto como él para enaltecer no sólo al Patriarca de la Federación, sino también a Candiotti, los Cullen, Leiva, Oroño—, es claro que hubiera narrado desde un ángulo privilegiado el proceso de la organización nacional, que tanto debe a Santa Fe.
Quizá no sea casual que la Constitución se haya debatido y firmado allí; provincia escindida de la antigua Intendencia bonaerense, era la más sensible a las causas económicas del antagonismo que enconó a Buenos Aires con el resto del país. Es notoria la benevolencia de Busaniche para con los hombres de su terruño, y no faltará un cordobés que lo encuentre demasiado severo con Paz, un sanjuanino desconsolado por la evidente antipatía que dispensa a Sarmiento. Faltaría saber si el historiador comete o no el pecado de racionalismo: a saber, si adjudica a sus personajes un sentido demasiado claro de sus propios actos, como sólo puede abarcarlo el que los analiza ulteriormente.
También se puede deplorar la falta de proporción entre los diversos períodos y la confusa redacción de los últimos capítulos, que sin duda esperaban una nueva escritura. Todo ello no obsta para que la corriente democrática liberal de la historiografía argentina haya encontrado en Busaniche, con esta obra de conjunto, a su más preciso y valiente expositor.
Revista Primera Plana
11.01.1966

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