Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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ARTES Y ESPECTACULOS Oliverio, el Príncipe de los Poetas Hacía más de cinco años que su voz estruendosa no repicaba como antes, entre una catarata de saliva, colándose por la barba como por un túnel. Hacía más de cinco años que no gruñía al reírse, que sus ojos no soltaban las mismas chispas. Poco a poco se fue quedando sin vida, él que siempre la derrochó como si tuviera siete o cien. Un auto lo había atropellado cuando salía de una exposición de pintura; entonces lo trepanaron, igual que a Apollinaire, uno de sus ancestros. Desde ese momento salió cada vez menos de su casa, el sombrero al tope de su cabezota, el enorme nudo de la corbata firme en medio de las anchas solapas del traje. Apenas si repetía, con la misma fruición de otros tiempos, aquellas anécdotas —inventadas a veces— de su juventud: José Ingenieros volando por los techos del hotel París, en la avenida de Mayo; Leopoldo Lugones confundido por un matrimonio francés con el Embajador de Japón, mientras pronunciaba un discurso cerca del Arco de Triunfo; Ricardo Güiraldes y sus clases de tango en Europa, Oliverio Girondo pudo recordar en ese lustro opaco estos versos que publicara en 1942: “Cansado, / sobre todo, / de estar siempre conmigo, / de hallarme cada día, / cuando termina el sueño, / allí donde me encuentre, / con las mismas narices / y con las mismas piernas”. O estos otros, de la misma época: “Solo, / con mi esqueleto, / mi sombra, / mis arterias, / como un sapo en su cueva... / Solo, / con la ventana / abierta a las estrellas, / entre árboles y muebles que ignoran mi existencia, / sin deseos de irme, / ni ganas de quedarme / a vivir otras noches...” Sin ganas de quedarse, pero se fue quedando. Hubo que poner un ascensor en su casa de la calle Suipacha al 1400, al lado del Museo Fernández Blanco, donde las noches solían volverse infinitas entre el humo de los cigarrillos (los que fumaba Girondo llevaban sus iniciales en una punta), el tintineo del licor, el relámpago de las discusiones. Oliverio tronaba con sus epítetos, su vasta cultura, su refinamiento y también con su desparpajo. En los últimos tiempos, le costaba salir de su letargo, aunque salía de él finalmente, como si de golpe se le amontonaran todos sus viajes, todas sus aventuras, la rebeldía que no había cabido en sus poemas. Porque, además, es “bastante deprimente / saber que sólo somos un pálido excremento / del amor, / de la muerte”. El martes pasado, al caer la tarde —a la hora en que normalmente tomaba su aperitivo con anchoítas portuguesas, a doscientos metros de los trenes de Retiro que a menudo le invadían la memoria—, se le paró el corazón. La Argentina perdía al Príncipe de sus poetas. En verdad, lo venia perdiendo desde la década del 40, cuando los escritores consagrados por la crítica y la crítica consagrada por los escritores se alejaron de él, de miedo a contagiarse de su perpetua inquietud. Así se explica que la reedición de sus primeros tres libros haya esperado treinta años, que todavía la esperen los cuatro restantes. Casi no llega Girondo a enterarse que Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932), tomaban a ganar la calle. Fueron presentados el 19 de enero, noventa y seis horas antes de que su autor muriera, en el centro de una Buenos Aires que él conoció aldeana, ruidosa y hasta poética (*Los otros: Tierras de la memoria y Por los tiempos de Clemente Colling; ver Nº 194). ‘"Sólo reverencio la Pasión” En el centro nació, el 17 de agosto de 1891, en la casa que Juan Girondo y Josefa Uriburu tenían al 1035 de Lavalle, un sitio donde hoy engorda la avenida Nueve de Julio. “Soy hijo de toda la literatura francesa del momento”, admitía Girondo, como disculpándose. Sin embargo, se preocupó por ser hijo de su país; y del siglo que se asomaba: el huevo de avestruz que le tiró a su profesor, don Calixto Oyuela, viene de ese impulso. También, su Campo nuestro (1946), uno de los más conmovidos y bellos tributos entregados a la Pampa argentina. No obstante, a los veinte años “era un niño elegante, displicente”, dolido por la muerte de su gato de Angora. Era —porque debía llevarlo en la sangre— un catador de horizontes. Estudiante en el colegio Epson, de Londres, y en el liceo Albert le Grand, de Arcueil, se puso a dirigir después en Buenos Aires un periódico artístico-literario, Comoedia, estrenó una pieza de teatro, La madrastra (escrita en colaboración con Raúl Monsegur, la representó Camila Quiroga), y pactó con su padre: a cambio del título de abogado, un viaje a Francia, Italia, España. Nunca ejerció la abogacía, pero gracias a Europa se le ensanchó el alma. Los viajes iban a ser una manera de respirar: en los sótanos del Museo del Capitolio, en Roma, encontró “la Venus más humana y más carnal”, preservada de la Gran Guerra entre bolsas de arena y paja de establo; en Tetuán vio despedazarse a españoles y marroquíes; en París fue a los actos surrealistas con Jules Supervielle. Sus amigos Je inventaron una copla: “A veces rotundo, / a veces muy hondo, / se va por el mundo, / girando, Girondo”. De Europa trajo su Maítre Moulins del siglo XV, la imagen de Darío Nicodemi rodeado de perros o los gritos de un vendedor de callicida que operaba en Lisboa; y su barba, al filo de los años ’30, tan renegrida que Ramón Gómez de la Serna opinaba que los pelos le salían teñidos a Oliverio. Se conocieron en 1922. Ramón recibió los Veinte poemas y se dispuso a palparlos en el tranvía 8, de Madrid, que iba del Hipódromo a La Bombilla; no le alcanzó el trayecto y pidió al guarda “un billete hasta el último poema”. Fue tan entusiasta el juicio de Gómez de la Serna que Girondo saltó de París a Madrid para conocer a su admirador. Tan entusiasta como los elogios que Pablo Picasso dispensara a los dibujos, del propio Oliverio, que acompañaban la edición. En 1931, cuando Ramón desembarcó en Buenos Aires por primera vez, Girondo volvió de Europa para encontrar a su amigo. Una noche, en un banquete del PEN Club —cuyas deliberaciones presidía Manuel Gálvez, quien dedica a Oliverio una lluvia de flores en sus Memorias—, ese mismo 1931, Girondo encuentra a Norah Lange, con quien se casó en 1943, y Ramón a su inminente esposa, Luisa Sofovich. Y cuando decide afeitarse la barba; el peluquero se niega. En 1932 apuesta sobre la importancia de la publicidad; con su ayuda, se anima a vender los 5.000 ejemplares de Espantapájaros. Encarga un gigantesco muñeco de papel maché (con galera, pipa, monóculo, y un par de aves negras picoteándole los brazos) y lo hace pasear por la ciudad, montado en una carroza fúnebre tirada por seis caballos y servida por cocheros y lacayos de librea. El libro se agotó en un mes, y el muñeco todavía está a la entrada de su casa, al tope de la escalera. Ya entonces había pasado la gloriosa tempestad de Martin Fierro, una revista a la que Girondo prestó sus nervios, su talento y su espíritu. Ya Girondo había evitado que Lugones desafiara a Borges, ya había anudado una ferviente amistad con Macedonio Fernández, ya había divulgado a Pablo Neruda, a García Lorca, ya se había atiborrado de Rimbaud y Jarry, de Petrus Borel y de Nerval, de Lautréamont y Tristan Corbiére, de lo que él llamaba “hombres vivientes”, ajenos a escuelas y capillas. Como el propio Girondo. Por eso no tuvo discípulos ni continuadores. Él era su escuela y su capilla; una fuente inagotable de enseñanza, pero también un explorador del asombro. Por eso, despreciando a tantos colegas con quienes nada tenía que ver —literatos empeñados en conservar sus posiciones, en negarse todo inconformismo—, se acercaba a los recién llegados, los buscaba en sus cafés, en sus revistas, en algún teatrito donde se reunían a leer sus versos. “Sólo reverencio la Pasión, y tú, joven, eres ella”, escribió Macedonio en el prólogo de No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Girondo pensaba lo mismo: “Si de algo he renegado 03 de la indiferencia , proclama en Persuasión de los días (1942). Y renegaba a fuerza de humor y de poesía. Un humor feroz, una poesía revolucionaria que no tiene parangón en las letras argentinas. Hay que adentrarse en los Veinte poemas para derribar las teorías en boga según las cuales este libro es el de un dandy que aventaba el ocio plagiando las greguerías del maestro español. En sus metáforas, cunde un poder de invención y una sensualidad cautivantes: “Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros, y cuando están arriba ponen el lomo para que las palmeras les den un golpe de plumero en la azotea”. Sin embargo, esto sería lo de menos, un rasgo de ingenio. “Lo cotidiano.., ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo?”, se preguntaba Girondo. En esa dirección trabajan ¡os Veinte poemas y las Calcomanías; el poeta mira a su alrededor —los paisajes, las cosas, los seres humanos— y no se contenta con copiarlo o embellecerlo: quiere desenmascararlo, ahondar la realidad. Lo atraen el misterio, el absurdo, universos donde el poeta puede residir con más derechos y obligaciones que en la Tierra. La actitud no es nueva (en el caso de Oliverio, una guerra venía de triturar órdenes y valores), pero quienes eligen este camino deben ser valientes, necesitan arañar el futuro. “Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua”, declara el poeta. Esto es, Girondo se embarca en el “continuo vivir”. Sus dos primeros libros se lanzan sobre los objetos; Espantapájaros, sobre las sensaciones, en un ensueño que —como el preconizado por Macedonio Fernández— no cierra los ojos. Persuasión de los dios, sobre el hombre, el mismísimo Girondo, dispuesto a investigarse hasta el último poro, con su mezcla de crueldad y piedad. “Nunca sigo un cadáver / sin quedarme a su lado. / Cuando ponen un huevo / yo también cacareo. / Basta que alguien me piense / para ser un recuerdo.” Su auto de fe es tan intenso que él se transforma en espectador de sí mismo: “No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas”. Pocas veces se dan testimonios tan lacerantes y ceñidos como el de Persuasión; quizá porque había llegado hasta el fondo de su ser, Oliverio se permitió un regreso a la nada: eso es Campo nuestro, oda tibia, dulce, melancólica, homenaje a la pureza. Los dos versos finales dan la clave: “Tú que estás en los cielos, campo nuestro. / Ante ti se arrodilla mi silencio”. Y, entonces, se vuelve contra su única arma, su única defensa: el lenguaje. En la masmédula (1956), una orgía de combinaciones verbales, un esplendor idiomático jamás conseguido en la literatura española, cierra la angustiada y jubilosa búsqueda de Girondo. Su muerte física podía no haber llegado nunca: él ya estaba más allá de todo eso. [R. de C.] Primera Plana 31.01.1967 |