Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Truman Capote
Una tragedia americana
Truman Capote

El hombre que hace seis años se descolgó con su automóvil alquilado en un motel de Kansas, recordaba a aquellas intrépidas damas victorianas que se aventuraban en las selvas de Borneo. Los habitantes del remoto Pueblito de Holcomb, altos y parsimoniosos, fruncieron el ceño ante Truman Capote, ante su castrense gorra de visera, su saco de piel de oveja, sus mocasines, su voz infantil y aguda, su eterna sonrisa.
No podían saber que ese hombre de un metro sesenta, que traía el baúl del coche atestado de vino francés y cigarrillos rubios, iniciaba un inspirado capítulo en la historia de la literatura norteamericana. Quizá tampoco él lo sabia a fondo, quizá sólo ahora lo sabe, cuando el éxito lo zarandea y corona la obra comenzada entonces, un libro de 343 páginas que acaba de lanzar la empresa Random House: In Cold Blood.
En noviembre de 1959, Capote leyó una breve noticia en el New York Times: dos ex convictos entraron a robar en una granja de Holcomb y mataron a sus ocupantes, Herbert Clutter, su mujer Bonnie, y los hijos Kenyon y Nancy. A los dos meses, los detuvo la policía. La noticia bastó para que el bon vivant Capote cambiara su confortable vida en la costa oriental de los Estados Unidos por la desolada tundra del medio oeste. Así pasó tres años entrevistando gente, indagando, viajando, y consumió otros tres en ordenar las seis mil carillas de notas que recopiló durante su terca investigación.
Los últimos párrafos de In Cold Blood (A sangre fría) quedaron listos en abril de 1965, cuando los dos asesinos, después de vegetar un lustro en la antesala de la muerte, fueron ahorcados en la Penitenciaría Estatal de Kansas. Según su autor, el libro inaugura “una nueva forma literaria: la novela periodística”; hay quienes no piensan lo mismo, aunque ningún comentario dejó de aplaudirlo. Pero apenas llegado a Holcomb, apenas divulgado el intento de Capote, una expectativa sin parangón aguardó la obra.
Primero apareció seriada en el semanario The New Yorker, que aumentó su tiraje; un mes atrás, In Cold Blood invadió las librerías de USA y a partir de ese instante demolió records. Ya para esa época, Capote se había resarcido de su paciente orfebrería: dos millones de dólares entre derechos de impresión, porcentaje sobre las ventas, ediciones en rústica (la New American Library pagó medio millón) y cine (otro medio millón de la Columbia Pictures, más un tercio de las ganancias).
Semejante avalancha financiera es el producto de uno de los actos de voluntad y trabajo más sorprendentes en la vida de cualquier escritor. Desde que vio las fotos de los asesinados (“Es raro encontrar dos ojos que nos miran desde el nivel de la boca. Bueno, así miraba el señor Clutter”) hasta que uno de los criminales besó la mejilla de Capote, le dijo “Adiós, amigo”, y se encaminó al cadalso, el reportero-novelista no dejó rincón sin husmear, rostro sin estudiar, personaje sin dragar. El resultado se traduce en una fervorosa epopeya.
Cuando Capote se embarcó en su histórica expedición, llevó consigo a una amiga de la infancia, Harper Lee, que venía de terminar un incipiente best seller. Matar al ruiseñor. “El crimen intrigaba a Truman, y a mí me intriga el crimen”, dice Lee, una ' atrayente morena de pelo corto. Tomaron el tren hasta Saint Louis, alquilaron un automóvil y llegaron al sombrío distrito de Garden City.
"Era como si el caso jamás fuera a salir del misterio —describe Harper Lee—. Los vecinos se recelaban, imaginaban que los culpables estaban entre ellos, tan sin motivo parecían los asesinatos. Las luces de los porches no se apagaban en toda la noche. La ciudad hormigueaba de periodistas; al principio, nos hicieron el vacío, les extrañaba la presencia de Truman, lo trataban como a un ser de otro planeta.”
Rudy Valenzuela, un fotógrafo del lugar, que colaboró con Capote, añade: “Primero pensé, ‘A este hombrecito lo van a pisotear los periodistas’. Pero a medida que lo iba conociendo, me desorientó su delicada inteligencia. Hoy, aquí, lo admiran hasta sus detractores”.
Capote no fue pisoteado por los periodistas; en definitiva, se asombraron de sus largas charlas en las que nunca anotaba detalles. El novelista se siente orgulloso de esta habilidad. "Tomar notas —explica— crea una atmósfera negativa, falsea los papeles. Me entrené hace unos años, con un amigo que me leía el catálogo de una tienda. Yo trataba de repetirlo frente a un grabador. Al principio, sólo memoricé un 40 por ciento; a los tres meses, el 60 por ciento. Ahora retengo el 90 por ciento. ¿Y a quién le importa el otro 10?”
La mayoría de los habitantes, en Holcomb y Garden City, se dedica a la agricultura y la enseñanza. “Generalmente —declara Capote— iba a la granja de alguno de ellos, a eso de las cuatro de la tarde, y mantenía extensas entrevistas. Después, de regreso en el motel, redactaba mis apuntes y me iba a dormir. A la mañana siguiente, las pasaba a máquina. Mis conversaciones eran, casi siempre, en el living room, y casi siempre con la televisión a todo vapor.”
Wilma Kidwell, madre de la mejor amiga de Nancy Clutter, cuenta los encuentros de su hija con el novelista. “Le preguntaba mil veces las mismas preguntas. Cuando ella se cansaba, no insistía. A veces venía a casa sólo para averiguar una pequeñez.” El policía Al Dewey acota: “Le pedí su credencial de periodista y me mostró el pasaporte. Dijo que venía a escribir un cuento y no le importaba si el crimen se aclaraba o no. Luego, se me presentaba para preguntarme: ‘¿Conoce esto o aquello?’ y me asombraba con sus descubrimientos”.
La esposa de Dewey comenta: “Tuvo que arreglárselas solo. Probablemente, fue la única vez que ser Truman Capote no le alcanzó para que le sirvieran las cosas en bandeja de plata, como en Nueva York. Él enriqueció nuestras vidas”. Myrt Clare, la prostituta de Holcomb, tiene su punto de vista sobre el escritor, a quien llama “Coyote”: “Les saqué el jugo a los artículos. Para mí, eran perfectos, pero mucha gente de aquí se enojó. Sintieron que ‘Coyote’ describía el pueblo como un lugar estancado, provinciano. Es que el pueblo es así”.
Pero Stuart Awbrey, director del diario Hutchinson News, resumió mejor que nadie la actitud de los vecinos al editorializar: “Conocimos al autor, un hombre con gracia e intelecto. Ajeno a nuestras costumbres y a nuestra tierra, con fama de sofisticado, el extranjero se sumergió en los alrededores y su rara intuición consiguió arrojar luz sobre una realidad que hasta nosotros mismos ignorábamos”.
Sin embargo, la más asombrosa relación de Capote se trabó con los propios victimarios, Perry Edward Smith, (31 años en 1959), medio indígena, que tenía “el torso macizo de un levantador de pesas”, y Richard Eugene Hickock (28 años), cuya cara “parecía compuesta de pedazos mal encajados”. Los visitó a lo largo de sus cinco años de cárcel, antes del juicio, en tiempos de las infructuosas apelaciones y en el momento de la ejecución.
“Los vi por separado. Como no les permitían estar juntos, pude controlarlos, saber cuándo mentían —dice Capote—. Me costó dos meses entablar un trato cordial, pero finalmente me escribían dos veces a la semana, lo máximo que toleraban las leyes.” La mayor corriente de amistad fue lograda con el amargo Smith. “Perry juró que si yo tergiversaba las cosas, él abandonaría su tumba para matarme”, refiere el novelista.
Un día intentó conocer la vida sexual del quizá puritano Perry (evitó que su compañero violase a Nancy Clutter, aunque la mató de un balazo), y el asesino desafió a Capote para que él hablara de su propia vida sexual. “Lo hice, le conté honestamente todo cerca de mí mismo. Algunos de. mis problemas coincidian con los suyos. Su única reacción ante mis revelaciones fue una simple palabra: ‘Fascinante’.”
También Harper Lee halló “algo conmovedor” en Smith, autor de los cuatro crímenes. “Creo que cada vez que Truman veía a Perry, regresaba a su niñez.” Como Perry, Capote proviene de un hogar destrozado. Su nombre verdadero es Truman Streckfus Persons, y Capote el apellido de su padrastro. Los padres del escritor se divorciaron y, según palabras de Lee, “Truman anduvo de pariente en pariente”. Cuando la madre volvió a casarse, se llevó al hijo a vivir en Nueva York.

La segunda oportunidad
Capote no terminó los estudios secundarios. “Nunca fui buen alumno —memora—. Odiaba la escuela y el director me odiaba a mí; quería echarme. Yo escribía desde hacía tres años, y para mí eso no era chiste. Menos mal que en la escuela había una mujer admirable, Catherine Wood, que fue algo así como mi tabla de salvación.”
La profesora Wood, que hoy reside, jubilada, en Connecticut, no ha olvidado al diminuto adolescente que “vino a visitarme un nevoso domingo, con su mejor traje, y ¡en pantuflas! Es que, Truman no era como los demás. La madre y el padrastro eran muy buenos con él, pero los dos estaban preocupados. ‘¿Qué será de este muchacho?’, me preguntaron. Les contesté que Truman sería algo fuera de lo común”.
Miss Wood, una anciana de piel rosada y pelo blanco, conserva algunos de los cuentos que Capote escribió entonces. Ya lo atraían lo esotérico, lo deprimente inclusive. En uno de esos relatos expresa: “Ella buscó los avisos fúnebres; leerlos le daba un raro placer”. La madre de Capote no vive, y en cuanto a su padrastro, el novelista bromea: “Es un hombre excelente, pero se ha vuelto a casar dos veces, ¿y cuántas madrastras necesita uno?”
Joseph Capote gozaba de una holgada posición; su chofer solía buscar a Truman a la salida del colegio. “A veces le pedía que parara en un almacén y me comprara una botella de whisky. La bebía más tarde, en mi cuarto. Cuando bajaba a cenar, y mientras me esforzaba por mantenerme de pie, los invitados decían: ‘Si no lo conociéramos, creeríamos que este chico está borracho’. Era jocoso y triste al mismo tiempo.”
Fue su genio de escritor lo que salvo a Capote de la tristeza: “Toda mi vida supe que podía tomar un puñado de palabras y que al tirarlas al aire descenderían en el sitio apropiado. Soy un Paganini semántico”. A los 17 años de edad, en el mismo día, tres revistas le compraron tres cuentos. Entró a trabajar en el New Yorker, ganó dos premios O. Henry por sus relatos, y en 1948, a los 23 años, se encaramó a la gloria con su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, un hermoso poema barroco sobre el fin de la infancia. No hubo crítico que no quemara incienso ante la inesperada obra maestra.
Casi tan insólita como la novela fue la foto publicitaria de Capote que recorrió el país entero. En ella aparece reclinado lánguidamente en un sofá, como un fauno de ojos húmedos y chaleco cuadriculado, con un deliberado mechón de su pelo rubio sabré la frente. Un lector envió, a causa de esa foto, una carta a la editorial en la que acusaba al joven escritor de ser “un vagabundo de hotel barato, desplomado en una silla después de una orgía nocturna con alcohol. Es una locura creer que este pelele llegará a alguna parte”.
No obstante, Capote llegó a alguna parte. De hecho, llegó a todas partes. El frágil nativo de Nueva Orleans, que fue redactor de discursos para un político de tercera categoría, estudió adivinación con la Acey Jones y se ganó la vida como bailarín y pintor, se convirtió en el niño mimado del éxito internacional. Su bibliografía creció con lentitud: un tomo de cuentos (A Tree of Night), dos novelas cortas (El arpa de pasto, Desayuno en Tiffany’s), Un libro de viajes (Local color), y Se oyen las musas, el mordaz informe acerca de la gira a Rusia de la troupe de “Porgy and Bess”.
Sibarita, sofisticado, Capote terminó por ser más famoso que sus libros. Con A sangre fría alcanza el tope de su carrera y una cuantiosa fuente de . ingresos. Será un hombre rico, cree que ha revolucionado la literatura con su nuevo estilo y superado la difícil transición del artista prodigio al artista maduro. Según su juicio, “la tragedia de los escritores norteamericanos es que se queman por no arriesgar, por reincidir en lo que les salió bien. No tienen una segunda oportunidad. Pero yo me di a mi mismo una segunda oportunidad. Fue durísimo, uno se acostumbra tanto a capitular. ..”
“Me fastidiaban mis obsesiones —prosigue—. Quería olvidarme de mi propio ombligo. Y ahora, por fin, me he librado de mi personalidad, me he desembarazado del jovencito de los mechones rubios. Se evaporó, simplemente se evaporó. Ese jovencito me gustaba. Hizo falta un tremendo esfuerzo de voluntad, porque no me costaba nada ser ese personaje excéntrico, exótico. Pero tuvo que desaparecer.”
No todos aceptan que la nueva ruta de Capote sea una ruta artística. Stanley Kauffman, en The New Republic, afirma: “Esto no es literatura, es investigación”. Quien lo acepta, y sin falsas modestias, con una comunicativa seguridad, es Capote mismo: “No envidio a ningún escritor norteamericano viviente —proclama—. Pude haber escrito tres novelas en el tiempo que me tomó hacer este libro, y las hubiera escrito mejor que cualquiera de ellos. Necesité toda la imaginación y el coraje del mundo para lanzarme a esta aventura”.
Algo es incontestable: el libro continuará desatando tormentas de controversia. No le faltarán, además, lectores, desde los fanáticos del género policial hasta los pensadores preocupados por el futuro del hombre, los expertos en criminología, los exquisitos de la literatura. Entretanto, Capote vuela de reportaje en reportaje, de la firma de ejemplares al rodaje de un documental sobre su última obra.
Aunque su preocupación principal es decorar su nuevo departamento de cinco cuartos en Manhattan, Nueva York. La opulencia y el lujo son importantes para el Capote mundano; no para el “valiente hombrecito” que rastreó un cuádruple asesinato durante seis años, sino para el gregario intelectual que hace unas semanas, al mudarse, suspiraba felizmente: “Bueno. De vuelta al sexo y al pecado”. El mismo que sin quitarse su gorra militar mostraba a sus amigos cómo decoraría su casa que domina el East River (le cuesta 600 dólares mensuales) : “Es como escribir un libro”.
Las formas y los colores, igual que en suntuoso cuadro de Vuillard, presiden la decoración: una alfombra verde con un tapiz de Besarabia, amarillo y naranja, colocado encima; paredes beiges cubiertas de seda en el living; paredes azules cubiertas de seda en el dormitorio; mesas antiguas, un sillón Directorio, terciopelos tiesos, gatos de porcelana, docenas 'de pisapapeles franceses, una rosa de Meissen.
Capote, que tomó lecciones de cocina del célebre chef James Beard (“Hago maravillosos soufflés”), disfruta al poder estacionar su verde Jaguar XK-E en el edificio donde vive. Disfruta, también, de los parties, la compañía de la alta sociedad, la francachela desenfrenada, con una intensidad similar a la que pone en su labor literaria. “No puedo dividirme —confiesa—. O me concentro en mis libros, o salgo con mis amigos. Cualquier cosa que haga me agota: trabajar con exceso, jugar con exceso, vivir con exceso. Me muevo en todos los mundos; no soy snob, pero me gustan las personas terriblemente brillantes o terriblemente divertidas o terriblemente bonitas.”
Revista Primera Plana
08/03/1966

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