Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

witold gombrowicz
LIBROS Y AUTORES
NO LO SE; DEJAME EN PAZ
Witold Gombrowicz llega a la Argentina, procedente de Polonia, el 22 de agosto de 1939 y parte, de regreso a Europa el 19 de marzo del ’63. Entre ambas fechas, su vida es una retahila de empleos burocráticos, anonimato, pensiones baratas, viajes por el interior; un breviario de incomodidades a las que despoja de todo patetismo, munido de un humor payasesco, demoledor. Él divide su tránsito por estos lares en tres etapas de ocho años cada una: la primera se compone de, “miseria, bohemia, despreocupación, ocio”; la segunda, “siete años y medio en el Banco —el Continental, donde se dedica a pegar sellos—, vida de oficinista”; la tercera, “una existencia modesta pero independiente, un prestigio literario en ascenso”.
La decisión que lo hará recalar veinticuatro años en este país es azarosa; un día Gombrowicz encuentra en el “Zodiac”, un café de Varsovia, a Czeslaw Straszewicz, escritor amigo suyo, que le espeta: “Me voy a América del Sur”. “¿Cómo es eso?”, interroga Witold. “Dentro de un mes —informa el otro— leva anclas para Buenos Aires el nuevo transatlántico Chrobrsy, será su primera travesía. He sido invitado para publicar algunas crónicas en los periódicos.” “Oigame —arriesga Gombrowicz—, ¿no podrían invitarme a mí también?” Resultó.
Al día siguiente de su llegada, los telegramas disparados por Moscú y Berlín publicitan el pacto de no agresión firmado entre ambos países. Es la guerra; una semana más tarde, la aviación nazi cae sobre Varsovia. El capitán del Chrobrsy, donde viven Gombrowicz y su colega, decide regresar a Inglaterra, dada la imposibilidad de atracar en Polonia. Los dos amigos celebran un consejo; el segundo opta por la vuelta.
La actitud de Gombrowicz le vale el título de desertor; él se defiende del estigma ambiguamente: “Cuando en Inglaterra —aclara hacia 1968 al escritor Dominique de Roux— se comenzó a formar un ejército polaco, me presenté ante la comisión de reclutamiento de la Legación en el traje de Adán ... En una palabra, en el plano formal me hallaba perfectamente en regla”.
Su fortuna asciende, entonces, a doscientos dólares; vive con ellos seis meses. En marzo del ’42, el dueño del hotel en que se hospeda le reclama enérgicamente los meses que adeuda; la noche posterior, un vecino de cuarto, don Alfredo, lo ayuda a escapar alcanzándole su equipaje por una ventana. Sin saber qué hacer, Gombrowicz se desploma en un café; allí encuentra a un periodista polaco, afincado en la Argentina, llamado Taworsky, quien le ofrece, como habitáculo, un pequeño taller de tejidos, que comparte con cinco socios en Morón, mientras advierte: “Si penetra alguien en la casa por la noche, no haga nada, no dé señas de vida”. Las sombras en cuestión aparecen completamente borrachas; arrebatan las lámparas y arrancan los plomos de la cañería. La operación se repite varias veces; Taworsky revela, más tarde, el enigma: son un par de ex socios suyos que no pudiendo vengarse de él ni expulsarlo de la finca se dedican a hacerle la vida imposible. Taworsky, sentenciado a prisión y con libertad bajo palabra, está incapacitado para protestar.
Seis meses vive Gombrowicz allí alimentándose con carne ahumada y maíz; en Morón su figura es popular; juega con los parroquianos al billar y el ajedrez, trenza amistad con un mozo de pizzería que le prepara sandwiches —cuya lonja de jamón tiene el espesor de un bife— por veinte centavos. Al poco tiempo, el suplemento literario del matutino La Nación publica un artículo con su firma; acto seguido ingresa al Banco y el resto es una historia harto publicitada.
Pero si interesa rescatar del olvido esta serie de anécdotas triviales es porque ellas dan origen a una de sus obras más enloquecidas: Transatlántico (Barral Editores, Barcelona, 1970, 149 páginas). La presencia de alteración en el título —el verdadero es Trans-Atlántico— debe ser rectificada: “Mi Trans-Atlántico —dice Gombrowicz— no es un barco, sino algo como «a través del Atlántico», una novela que mira a Polonia desde la tierra argentina”. De sus libros es, en todos los países, el último en traducirse; hay razones para ello: el arcaísmo rebuscado de su estilo, los juegos verbales, son quizá las más elocuentes.
Esta bufonada divierte a Gombrowicz; después de todo, ella marca el instante de una ruptura y anuncia las orillas de otro comienzo. Pesimista respecto al destino posbélico de su patria, que implica para él sólo, “el cambio de los verdugos de Hitler por los de Stalin”, se pregunta: “Si Polonia, por el hecho de su situación geográfica y de su historia, se veía condenada a ser desgarrada eternamente, ¿no era posible cambiar algo en nosotros mismos, los polacos, para salvar nuestra humanidad?”
¿Es, en consecuencia, Transatlántico un ajuste-de-cuentas-con-la-conciencia-nacional-polaca? Por supuesto; pero no es precisamente este hito el que agota todos los sentidos del texto porque: “Transatlántico —se escurre Gombrowicz— no contiene ningún tema, fuera de la historia que allí se narra. No es sino un relato, un mundo relatado ... que tendría validez sólo a condición de parecer alegre, multicolor, revelador y estimulante... Cualquier cosa, en fin, que brille y refleje una multitud de significaciones”. ¿Qué es, en definitiva, esta novela formidable? “Un poco de todo —responde—: una sátira, una crítica, un tratado, un divertimento, un absurdo, un drama ..., pero nada de eso en forma exclusiva, porque, en definitiva, no es otra cosa sino yo mismo, mi vibración, mi desahogo, mi existencia”.
Una trampa perfecta cuya ejecución parece, a simple vista, irrealizable; para llevarla a cabo con éxito, para lograr fundir en un solo discurso autónomo esa avalancha de niveles se requiere un parodiador de estirpe. Es decir: Witold Gombrowicz.
Nacido en una familia de la nobleza polaca, cercado por los artificios y el protocolo de su clase, el autor de Ferdydurke vive estos privilegios como una pesadilla que lo condena a la irrealidad.
Los vagabundeos adolescentes por los suburbios de Varsovia, su relación con obreros y marginados tienen, en los primeros años, el aura de los viajes iniciáticos: espera llegar, merced a aquellos sondeos, a la carne de la realidad. Pero es imposible borrar el origen de un papirotazo; hábil, Gombrowicz decide encontrar la realidad también en sus propias zonas, en los vericuetos de esa conciencia que habla en él, alimentada por el pasado social. Es inútil; pese a los esfuerzos no llega a tocar “el fondo de las cosas”; la coartada que elige para superar tal imposibilidad abraza la contradicción: “No era capaz —confiesa a de Roux— de otra cosa que de hacer parodia. Aquí —habla de su obra—, el estilo es la parodia del estilo. El arte juega al arte y lo imita. La lógica del despropósito es una parodia del sentido y de la lógica. Y mi pretendido éxito fue una parodia del éxito”. Posteriormente recalca: “Si me apoyo en las formas tradicionales es porque son las más perfectas y porque el lector ya está habituado a ellas. Pero hágame el favor de no olvidar —es importante— que en mí la forma es la parodia de la forma. La utilizo pero me arranco de ella”.
Esta fe modela las páginas de Transatlántico convirtiendo cada hecho de una anécdota mínima en un galope de significados que atropellan los mojones esclerotizados de la razón y la lógica, para colocar, en su lugar, el orden vigoroso de una moral desprovista de pacatería. El libro comienza con la llegada del autor a Buenos Aires, da cuenta de su deserción, sus relaciones con la comunidad polaca en busca de empleo y con el consulado del país natal que, con el fin de levantar el ánimo a los combatientes, lo decreta un escritor genial apresado en el exilio. En una reunión en la cual, se supone, el artista debe probar, frente a extraños, su talento, conoce a Gonzalo, un pederasta. Este lo lleva a conocer los aledaños de la Estación Retiro y, a pocos metros de ella, el desaparecido Parque Japonés; en un salón, espeso de humo y alcohol, Gonzalo divisa a un efebo al que acompaña su padre, un vetusto militar polaco. Confiesa a Gombrowicz su amor por el muchacho, le asegura que no se detendrá ante nada para conseguirlo. Un acto de Gonzalo irrita al militar, quien lo reta a duelo; truco mediante, el lance se realiza. Pero, en medio de los disparos, Gonzalo salva de las garras de unos mastines al muchacho; el padre lo perdona y acepta la invitación del pederasta; van, entonces, a festejar el hecho a una residencia provincial. A partir de allí, la seducción por parte de Gonzalo es arrolladora; para poner fin al asunto, el militar decide matar a su hijo; el anfitrión, por su parte, ha decretado ya la muerte del padre en manos del vástago. Lo que sigue es una carrera frenética —que entrelaza las acciones de otros personajes— en la que se astilla la retórica del valor polonés, y queda al descubierto la vaciedad de una multitud de existencias incomunicadas por el parloteo de los dogmas, refranes, patrioterismo, religión y consignas. Un juego, en suma, cuyo centro será el parricidio o el filicidio.
Este tema central de la problemática de Gombrowicz —abordado ya en su cuento “Crimen Premeditado”— se agudiza en Transatlántico hasta la desnudez. La matanza del hijo por parte del padre no hará más que rubricar un fatalismo inherente al progreso de la civilización; el rito inverso, por el contrario, tiene un signo revulsivo: la imagen paterna, lejos de ser simplemente un lazo de sangre, es el emblema total de una cultura que se yergue al tiempo que reprime toda necesidad real de los individuos, obligándolos a reproducir sin descanso el sistema por el cual ha de perpetuarse.
Compulsados por esta exigencia, los protagonistas de Transatlántico son sólo cuerpos vacíos, lenguajes hueros, una pantomima de la vida que se confunde con la vida misma. La baraúnda final que cierra el libro, esa carcajada histérica que relega al suspenso ambos homicidios, anuncia, en su inacabamiento, los territorios en los que han de desplegarse La seducción y Cosmos, dos piezas maestras.
Pero Witold Gombrowicz es enemigo de las conclusiones; percibe en ellas la amenaza de la Forma, su antigua enemiga. Consciente de ello, al retornar a Europa, simula un diálogo. En él, una voz indaga: “¿Con qué regresas? ¿Quién eres ahora?” “Yo —decide el narrador— le responderé con un gesto de perplejidad y las manos vacías, con un encogimiento de hombros, quizá con algo parecido a un bostezo: «¡ Aaay, no lo sé, déjame en paz!»” Es imposible hallar un epitafio más conmovedor. ©
29/11/72 • PRIMERA PLANA Nº 474
 

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