Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

abelardo arias
DIEGO BARACCHINI entrevista
EL GRAN VALIENTE
ABELARDO ARIAS

ABELARDO ARIAS, PREMIO MUNICIPAL DE PROSA; ABELARDO ARIAS, PREMIO MUNICIPAL DE ENSAYO; ABELARDO ARIAS, PREMIO DE LITERATURA DE MENDOZA; ABELARDO ARIAS, PREMIO PALAS ATENEA; ABELARDO ARIAS, PREMIO FONDO DE LAS ARTES; ABELARDO ARIAS, LLEVADO AL CINE; ABELARDO ARIAS, TRADUCIDO; ABELARDO ARIAS, EN LA ANTOLOGIA DE ATLANTIDA.

Arias: Esta, ¿también?
Sí, todas. Y ahora basta de revolver y manos a la obra. ¿Serías capaz de mostrarme tu vida?
A: ¿Cómo?
Si. Cualquiera puede pedirte que se la cuentes. Yo quiero que me la muestres.
A: Me parece muy bien en esta época del audiovisual.
¿Empezamos por aquí?
Atrás dice: “Jesús Abelardo a los seis meses de edad”. ¿Qué sensación te causa esta fotografía?
A: Me da una sensación de ternura. Yo tengo ternura por mí mismo. ¿Quién no experimenta un raro placer al contemplar, entre sonriente y burlón —pero en el fondo con un dejo de ternura en el que a menudo se oculta la nostalgia—, esas fotos de bebés que todos tenemos? A veces me quedo con esta foto en la mano tratando de penetrar en los ojos de ese chico, que ya me cuesta creer que soy yo —salvo por lo nervioso: está contrayendo los dedos de los pies—, tratando —literato al fin— de descubrir si en esos ojos hay algo distinto que en los ojos de otros bebés que han tenido una vida menos complicada, una vida menos tremenda que la de un escritor, o en todo caso más cómoda.
La tuya no es la postura más clásica en fotos de bebés...
A: Acaso por temor anticipado a la censura me pusieron una especie de toga o de clámide griega y me acostaron en la cama del fotógrafo.
Para reafirmar así la sentencia de Voltaire: “Todos los humanos son iguales; no es la cuna, es la virtud lo único que los diferencial”.
A: No creo en la virtud de esa edad; mucho menos si miro detenidamente la fotografía: ya no era virtuoso.
Vos naciste en.. .
A: En 1942; cuando salió Álamos talados.
¿A la literatura?
A: Claro. Antes no existía. Cuando un día mi madre me mostró esta foto y me dijo que ese bebé era yo, te aseguro que me llevé una gran sorpresa. Hay una foto de mi infancia. . .
Esta. Tengo aquí cinco artos. Aparezco montando en Nerón, ese gran danés que mi recuerdo imagina inmenso, casi tan grande como lo muestra la fotografía. El séptimo capítulo de Álamos talados comienza así: "Nerón levantó su pesada cabeza, me miró con la expresión bovina que tenía en aquel retrato de diez años atrás, y en el cual yo aparecía montado en su lomo; bostezó, para luego dejarse caer desganadamente”. Esta es quizá la primera foto singular que yo he conservado: es la primera vez que, en la cara de este chico, me parece descubrir algo distinto, algo extraño.
¿Estás en Mendoza?
A: Sí. En San Rafael. En ese
mundo que yo elegí para nacer. Porque yo no nací en San Rafael. Nací en Córdoba, en un invierno de turismo.
¿Por qué elegiste San Rafael?
A: Porque allí íbamos todos los veranos: mis recuerdos felices son de San Rafael.
¿Qué sentís frente a esta foto?
A: Experimento el deseo de decirle a Abelardo, con esa voz entre tierna y comprensiva con que los grandes nos dirigimos a los chicos: "Pobre pibe, pobre chico, cuántas penas, cuántas alegrías, cuántas ilusiones y desilusiones te quedan por vivir o, mejor dicho, tienes que vivir!”, y de revolverle el pelo con un tierno movimiento, que es la forma con que los tímidos expresamos nuestro amor, nuestra ternura.
Entre los recuerdos felices de San Rafael, ¿cuál es el más feíiz?
A: Cuando descubro el amor.
¿El mismo amor que describís en Álamos talados?
A: Sí, exactamente. Los dos amores: el amor-amistad y el amor carnal, en el despertar de la adolescencia, en el tremendo despertar de la adolescencia. Mirando esta foto se me ocurre, en este momento, que ese perro tan fuerte, tan poderoso, podría representar mi destino: yo estoy montado en él, pero con miedo de que me derribe. Fíjate en mis ojos asustados. Todas mis fotografías de esa época reflejan ese temor en los ojos, como si ya ese chico estuviese viendo, estuviera intuyendo, lo que le va a suceder.
¿Cuáles eran tus miedos infantiles?
A: Tenía miedos raros. Todos los chicos temen a las tormentas. A mí me encantaban los truenos, Los rayos. Me gustaba salir a la galería para escucharlos: eso me daba una extraña fuerza interior. En cambio tenía temor de estar encerrado o de que me dejaran solo. Pero no mucho. Me acuerdo de un día en que mis padres creyeron que me habían robado los gitanos. Fue muy gracioso. Yo me había quedado dormido en el escritorio de mi padre. Tenía entonces seis años. Había estado mirando en una Historia Universal figuritas de Grecia. Ya me interesaba entonces Grecia. Una sirvienta había cerrado la habitación y no me había visto durmiendo en el fondo de uno de los grandes sillones (en ese tiempo ocupaba poco espacio; todo lo contrario de lo que me sucede ahora). En mi casa todo el mundo se movilizó al enterarse de que los gitanos habían pasado por allí hacía muy poco. Yo permanecí completamente solo hasta el día siguiente bajo la égida del busto de Schiller, que mi padre tenía en la biblioteca. Ese fue, quizás, mi primer contacto con la literatura.
¿Y el segundo contacto?
A: Fue también en esa época. Vivíamos entonces en Buenos Aires, en una casa ubicada frente a la mansión de Enrique Larreta: yo iba a jugar a sus jardines.
¿Ya escribías?
A: Escribí desde los nueve años. Tenía un diarito llamado "Las Noticias”.
¿Querías ser periodista?
A: No. Entonces quería ser bombero. Yo había conocido a uno de los que prestaban servicio en el cuartel que estaba cerca de mi casa de Belgrano: él me mostraba frecuentemente los pesados carros dorados, los complicados uniformes. De allí surgió mi primera vocación.
¿Tus padres qué aspiraban para vos?
A: Mi padre era militar, pero, cosa rara, no quería que yo lo fuera. Mi madre era hija de un francés, del ingeniero Julio Balloffet, que es quien trazó Mendoza después del terremoto de 1861. La hermosa ciudad que es hoy Mendoza se la deben a mi abuelo. Mi madre quería que yo estudiara abogacía.
¿Y estudiaste abogacía?
A: Sí. Esa fue mi segunda vocación.
¿A qué edad viniste a estudiar a Buenos Aires?
A: Tenía 17 años.
¿Esta es la foto?
A: Sí. Es la foto del adolescente que está escribiendo Álamos tala, dos: un adolescente que oculta la timidez y la innata inseguridad con la jactancia de la adolescencia.
¿Te reconocés en él?
A: A este muchacho le tengo y no le tengo simpatía; acaso le tengo envidia. El tiene 17 años y está escribiendo poemas, poemas que, por suerte, nunca publicará. Es un adolescente bastante "pillado” que empieza, también, a escribir su primera obra, es decir, comienza a relatarse a sí mismo, mientras está viviendo su segunda novela: La vara de fuego.
¿Dónde vivía este provinciano?
A: Como era estudiante de ingreso a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales vivía en un hotel que, por supuesto, estaba en la Avenida de Mayo: el hotel Lutecia, uno de los edificios más personales de la avenida de los españoles y los provincianos. Poco después, como la familia había comenzado a talar los álamos para poder vivir, el provincianito abandonó la habitación cuya ventana daba al hermoso frente del Hotel Majestic (hoy la Dirección General Impositiva) y tuvo que trasladarse a una minúscula pieza, con un ventanuco que se abría sobre la terraza de una casa de la calle Rivadavia.
¿De qué imagen nació tu novela?
A: Nació de la imagen de un gato echado en la gruta del pesebre, en lugar del Niño Jesús, en el Nacimiento que para Navidad levantábamos todos los artos en la finca de abuela, en San Rafael, junto al río Diamante. El gato, imagen del diablo, de mandinga, imagen mítica desde la época de los egipcios, espantó y horrorizó a doña Pancha, la cocinera. Escribí un cuento y éste, como me ha sucedido casi siempre y desde entonces, se transformó en una novela.
¿Esta es doña Pancha?
A: Sí. A doña Pancha, esa criolla que en realidad se llamaba doña Francisca Contreras, y a cuyos cuentos, narraciones y sucedidos tanto debe mi imaginación de niño, a ella también le debo, quizás, algo de mi estilo: esos sabrosos arcaísmos que tanto asombraran en mi lenguaje a Paco Luis Bernárdez, y que son, en realidad, nuestros regionalismos y modismos provincianos. De la imagen de ese gato, del mundo de los sucedidos de doña Pancha, del fantástico y medieval fortín construido por mi abuelo francés en tierras de mi abuela Aurora Suárez —que el gobernador intendente de Cuyo, general San Martín, le hizo merced en ilusorio pago de joyas entregadas al Ejército de los Andes—, nació esa especie de tiernas memorias de mi adolescencia y de la adolescencia de todos, a juzgar por las cartas que recibo de los puntos más apartados de América. El original está escrito, en parte, en ese hermoso papel timbrado que tenía la biblioteca de la Facultad de Derecho, en donde yo me empleé, sin carta de recomendación alguna, cuando mi familia no pudo seguir talando álamos para vivir.
¿Qué futuro esperabas para Álamos talados?
A: Ninguno. Cuando terminé de escribir el quinto original me pregunté: "¿Y a quién le puede interesar esto?” Entonces estuve a punto de tirarlo al cesto de papeles. Fue un amigo quien me convenció de llevarlo a una editorial. Y así comenzó el recorrido por muchas otras. En ninguna me lo aceptaron. Guillermo de Torre, de Losada, por ejemplo, me dijo que era un libro que no tenía el mínimo interés, y pensaba, como yo, que no podía importarle a nadie.
Fue un grupo de amigos, en el que se encontraba Carlos de la Cárcova, el que me ayudó a editarlo. Es por eso que, en agradecimiento, muchas veces posé para de la Cárcova.
¿Es ésta una de las obras para las que serviste de modelo?
A: Sí. Y para muchas otras. Yo era muy amigo de él y de la familia.
¿Tenés la portada de la primera edición?
A: Sí; es ésta.
¿Qué significan las siglas C.A.I. D.E.?
A: Creo que Compartía Argentina Impresora y Distribuidora. Es la librería Huemul de hoy. Fue precisamente allí donde conocí a Guillermo Dávalos, que es quien, ahora, reedita La vara de fuego, en una nueva versión.
¿A qué otras personas conociste entonces?
A: Yo era muy plástico. Mis amigos los buscaba entre los escultores y pintores: Libero Badii, Chula Molina Salas, Raquel Forner, Bigatti, Spilimbergo. De allí viene todo mi conocimiento de la plástica nacional, que me posibilitó escribir 'Ubicación de la escultura argentina en el siglo XX.
¿Nunca te dijeron que en esta foto te parecías a Robert Donat?
A: Sí, me lo dijeron. Tengo allí 18 años. Estoy viviendo La vara de fuego. Soy estudiante aún. Dávalos la eligió para la portada de esta última edición porque es una fotografía muy típica de la época, de esa época que uno tiene tan pocos años que le parece muy importante parecerse a un actor de cine.
¿A qué le tenías miedo entonces?
A: Creo que al amor.
¿Habías tenido ya frustraciones?
A: Sí. Álamos talados es la historia de una frustración. Fijate que mis novelas son, generalmente, novelas del desencuentro. No es que a mí me haya ido mal; no, todo lo contrario; yo he sido muy feliz: he tenido grandes amores y amores que me han durado muchos artos. Terminaban, quizás, porque yo exigía demasiado.
¿Y eras capaz de dar lo mismo que exigías?
A: No sé, no sé. Creo que uno de mis grandes defectos de entonces era el orgullo, la vanidad. Más tarde aprendí a ser más modesto.
¿Estabas muy seguro de tu físico?
A: Sí. Y para mí era una lucha tremenda con la gente: me perseguía. Por eso digo en La vara de fuego que una de las cosas que más le molestaban a Bernardo, que también es una transposición de mí. mismo, era la manera en que lo perseguían las mujeres. Y no hay cosa más desagradable que las mujeres lo persigan a uno, cuando debería ser todo lo contrario.
¿Vivían tus padres entonces?
No. Mi padre murió cuando yo tenía 10 años. Mi madre vive todavía. A ella, que cuenta que viajaba en sopanda al fortín de su padre, ahora le encanta viajar en Caravelle.
¿Esta es tu madre?
A: Sí.
¿Cómo recibió ella Álamos talados?
A: Tres veces pasé a máquina la novela, preocupado por la idea de si debía cortar o no, por pudor, ciertos pasajes; un pudor que siempre tenía presente la imagen de mi madre, lo que ella diría de ese libro que en cierta manera era la historia de su familia. Todavía, dice ella, “hay partes que no quiero leer".
¿Cómo sabe tu madre lo que no debe leer?
A: Eso se lo pregunta siempre mi hermana mayor. Ella, entonces, le contesta: “Se arregla uno”.
¿Y vos sabés lo que no quiere leer?
A: Ella es muy católica, muy señora de antes. Supongo que es la parte de la posesión, la primera vez que el chico está con una mujer. Me parece ése uno de los pasajes más lindos de la novela: “Había estado por primera vez en el cuerpo de una mujer”. Es la única frase del libro que sé de memoria. ¿Y sabés cómo nació?
No.
A: El libro ya estaba en pruebas de página. El gerente del taller El Tala (más tarde por la simpatía que me tomaron los obreros cambiaron su nombre por el de Los Álamos), el poeta José María Castiñeiras de Dios, cuando leyó la parte de la posesión me dijo: “No está muy claro que haya sucedido algo”. Yo me quedé pensando y pedí una lapicera: entonces escribí aquella frase sobre la prueba de página.
Y ahora tu madre ¿cómo sigue los éxitos de su hijo?
A: Está muy contenta. Ya no se acuerda que me faltan cuatro materias para recibirme de abogado y repite: “Para qué te vas a recibir; abogados hay tantos”. Mi madre es una mujer extraordinaria. Ella mantiene el tren de la familia, como lo hizo la abuela, su madre. Aquí tienes su foto. Es la famosa abuela de Álamos talados.
A: En nosotros todo viene por línea materna. Los hombres mueren antes que las mujeres en América. Mi abuelo hizo una vida tremenda, de trabajo.
¿Cuántos hermanos tenés?
A: Cuatro. Un hermano, Juan, que vos ya conocés, y tres hermanas, exactamente igual que en mi novela.
Las razones de tu éxito como modelo quizás podemos encontrarlas en esta foto de Abelardo Arias, a los 18 años, campeón de barra y paralelas. . .
A: Quizás. Era socio, en ese tiempo, del Club Gimnasia y Esgrima. Aquí está la foto de mi carnet.
Aquí estás un poco más crecidito: “Abelardo, en el estudio de Carlos de la Cárcova, en Florida, 1946”.
A: Estaba pasando La vara de fuego, que aparecería en 1947, en editorial Ulyses, cinco años después de Álamos talados, de la que
en un año ya habían aparecido tres ediciones y por la que había recibido tres primeros premios de literatura.
Fuiste, en cierta manera, el Truman Capote argentino.
A: Sí. Y fijate qué curioso: hay quienes me dicen que Álamos talados evidencia la influencia de Capote, cuando éste publicó Otras voces, otros ámbitos varios años después de Álamos.
¿A quién admirabas entonces?
A: A un padre de quien mucha gente reniega: Oscar Wilde. Yo le debo mucho a él, le debo mucho a Verlaine y le debo mucho a los clásicos griegos. Yo tenía a Aristófanes en la cabecera de mi cama y a mi otro padre: Montaigne.
¿Son las mismas predilecciones que tenés ahora?
A: Sí. Siguen en la cabecera de mi cama los ensayos de Montaigne. Y también Proust y Gide: Proust, mi maestro más cercano, y Gide, mi maestro por oposición.
Por esta otra foto deduzco que estás dejando el orgullo de lado: además de posar, lo hacen para vos.
A: Vaya a saber si uno no denota más orgullo por eso. Esta fotografía me la tomé en Rapado, en agosto de 1952, durante mi primer viaje a Europa.
Atrás dice: “Capricho fotográfico”. ¿Acostumbrás ponerle título a tus fotos?
A: No. Rara vez.
¿Qué título le pondrías a la fotografía de tu vida?
A: Me jugué con amor.
¿De qué época es esta otra foto?
A: De 1948. En ese tiempo estaba escribiendo El gran cobarde. Esta foto es importante porque tiene un premio internacional de fotografía. Su autor es Juan Pi, de San Rafael.
¿Cuándo apareció El gran cobarde?
A: En 1956.
¿En qué arto viajaste por primera vez a Europa?
A: En 1952.
En la fotografía dice: “A bordo del Abazia, el vaporcito que hace el viaje entre Nápoles y Capri. Notarán que mi panza ha desaparecido y he recobrado mi silueta apolínea”.
A: El primer viaje a Europa. .. El deslumbramiento de mi París-Roma, de lo visto y lo tocado.
A: Allí aprendí a amar las pequeñas cosas y, sobre todo, a decir "no sé” cuando ignoro algo. Allí conocí a Julien Green, el enorme autor de Moira; conocí a Sartre, de quien, precisamente, aprendí a decir "no sé”. Recuerdo ahora el día en que fui a verlo a Green: llegué a la casa sin anunciarme, como buen provinciano. Me recibió y nos sentamos en su estudio: yo en un sillón muy grande, él frente a mí en una sillita muy pequeña; Green quiso que fuera así. Yo pensé: “Me puso en el escenario para colocarme los reflectores. .” Con su natural elegancia me miraba sin hablar; yo tenía los ojos fijos sobre él, emocionado. Pasamos así un largo rato, hasta que me dije: “Si yo no hablo nos quedamos aquí todo el día”. Y comencé a preguntar. De allí nació una especie de amistad.
Se dice que Julien Green es un gran tímido.
A: El me confesó un día que utiliza la timidez para que la gente no lo fastidie.
¿Qué pensabas mientras ibas a bordo del Abazia?
A: Iba a Capri. ¿Te imaginás lo que significa Capri para un argentino? Iba a buscar el amor de Europa en esa isla de amor, de amor desde la época de Tiberio. Me encontré, en cambio, que ya todos llegaban con el amor desde otra parte.
“Mi pieza en casa de la abuela de Nelly. Sobre el mueblecito, a la izquierda, se ve el cuadro de «Nuestra Madonna de Abelardo».”
A: Ella es Nelly Eyquem de Dorna, descendiente de Montaigne, que había conocido en casa de de la Cárcova. Antes de viajar a Europa yo había soñado con esa misma habitación en París, que en nada coincidía con la del hotelucho donde fui a parar cuando llegué, tal como cuento en París-Roma. Más tarde Nelly me ofreció su piso: entonces me encontré con la misma escenografía con que había soñado.
¿Y esa “Madonna de Abelardo”?
A: Es otra historia. Cuando fui a Florencia, en la vía de la Spada, donde estaba mi hotelito, había un anticuario: en su negocio me llamó la atención un cuadro que era, evidentemente, un fragmento de esos frescos que hay en los altarcitos de las esquinas de Florencia. “¿Y esto?”, pregunté. "Ah, eso es muy caro”, me dijo, en seguida, el dueño, al comprobar mi irremediable aspecto de estudiante. Más tarde volví por allí, y cuando el hombre me reconoció se acordó de la admiración que había demostrado por el fresco: "Mire —me dijo—, no tengo hijos; tengo un sobrino que va a heredar esto y no sé qué va a pasar. Yo deseo que usted se lo lleve, pero como soy comerciante quiero que me pague lo que pueda”. Yo tenía para gastar sólo 60 dólares. "Déme 30; no se va a quedar sin nada”, me replicó entonces. Más tarde lo bauticé con el nombre de "Madonna de Abelardo”. Es un fresco del 1400.
Y aquí, ¿estás en familia?
A: No. Es durante la filmación de Álamos talados. Franca Boni, la excelente actriz, encarnaba a mi famosa abuela. Yo debí ser actor, también. El día en que se rodaba esta escena faltó el actor que iba a hacer el papel de uno de los tíos del protagonista. Catrano Catrani, desesperado, me dijo: "¡Abelardo, ese papel lo hacés vos!” Me negué, pero ante la insistencia acepté. Los cortes terminaron con mi pequeña carrera cinematográfica.
"Olympia, julio de 1957. Zaguán romano del Estadio”
A: Mi primer viaje a Grecia, que para mí fue tan importante. Aquí estoy en Olympia, donde está el Hermes de Praxiteles, una de las grandes maravillas de la escultura griega; estoy allí muy fastidiado por la cantidad de turistas que me rodean, siempre tan dispuestos ellos a preguntar cualquier estupidez en el momento en que vos estás sintiendo. Ya estaba en ebullición Límite de clase.
¿En Grecia comenzó tu Minotauroamor?
A: Allí o en aquel día en que mis padres creyeron que me habían robado los gitanos. Sí, ya estaba en mí desde entonces esta novela que yo creo tan fundamental en mi obra y que quiero tanto. Sólo Grecia me ofrecía la posibilidad de encontrarme con la realidad.
"En el increíble día que llegué al Partenón. Atenas, julio de 1957”
A: Fui a investigar y volví dos veces más. Esta foto es de mi último viaje.
Gorinto, 1965. Allí ya estaba escribiendo mi Minotauroamor. El primer original lo había escrito en el barco. En este viaje sucedió una cosa muy extraña: viajaba en un carguero griego, invitado por madame Simu, una griega inmensamente rica y generosa. Salíamos de Trieste y nos dijeron que íbamos a Túnez. Cuando llegamos allí el capitán me preguntó si prefería ir hacia Túnez oriental o hacia el otro lado, a Cartago. Desde luego yo elegí Cártago. Allí asistí a las excavaciones de una exploración que se estaba realizando. Al cabo de un rato el jefe de la exploración me preguntó si quería ver lo que acababan de descubrir: unos mosaicos de unos 200 años antes de Cristo. Cuando llegué al lugar los obreros estaban lavando el hallazgo. Al terminar de hacerlo, ¿sabés lo que apareció? ¡El Minotauro asesinado por Teseo! Sentí en ese momento, que el Minotauro me decía: “Estoy de acuerdo en que escribas mi verdadera historia”, la novela que ya estaba haciendo.
Aquí encontré dos fotos firmadas por Annemarie Heinrich
A: Una es de 1942, cuando apareció Álamos talados; la otra de 1967, mi última foto.
¿Cómo llegó Abelardo Arias a esta última foto?
A: Con una serie de inseguridades tremendas.
¿Con más miedos que antes?
A: Con más miedos, porque tengo más responsabilidades. Acabo de terminar La viña estéril, la novela que estaba construyendo desde 1948, y que he escrito doce veces: la vuelta al mundo de Álamos talados, la vuelta al terruño después de haber aprendido, más o menos, a manejar los instrumentos, para mostrar la evolución social de los últimos treinta años utilizando los elementos telúricos más tremendos, como un terremoto; y utilizarlos por la dificultad técnica que ello implica.
A lo largo de tu audiovisual te mostraste orgulloso, vanidoso; dejando de lado la falsa modestia, ¿Abelardo Arias cree que es un escritor importante?
A: Fíjate que no. Quisiera tener esa seguridad.
¿Por lo menos te ubicarías entre los diez escritores argentinos más significativos de este momento?
A: Yo soy muy optimista. Quisiera estar.
¿Te ubicarías?
A: Es que no pensé nunca que pudiera haber diez escritores argentinos significativos. A ver, dejame pensar: Borges es importante, aunque yo no sea borgiano. Quizás yo entrara en décimo lugar.
¿Qué autor argentino te gusto?
A: Antonio di Benedetto.
Mendocino: sos localista.
A: Nada de eso; tan localista soy que vivo por el mundo (con mi ancladero en Buenos Aires, por supuesto). No es eso: lo admiro y me da rabia que no sea más conocido.
¿A qué sentido complacés más?
A: Al tacto. La maravilla de las manos. La maravilla de tocar un cuerpo humano. ¿Crees que hay algo más hermoso? Cuando uno ama verdaderamente al tocar a la persona amada uno siente cómo su piel vibra, cómo su calor se funde con el tuyo. Eso es el amor. ♦

Revista Atlántida
05/1968
abelardo arias
abelardo arias

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