Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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JORGE LUIS BORGES
EL VIAJERO Y SUS SOMBRAS
Tres circunstancias inconexas, de distinta significación han arrancado al literato Jorge Luis Borges (70) de su apacible universo presidido —como se sabe— por los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden: la inminente aparición de su nuevo libro de narraciones, El informe de Brodie, su no menos inminente separación matrimonial, tramitada ante un juzgado de la calle Marcelo T. de Alvear, y los 25 mil cruzeiros del premio interamericano Matarazzo-Sobrinho, que acaba de recibir en Río de Janeiro, lo han colocado, muy a su pesar, en los incómodos territorios del dominio público.
La semana pasada, un redactor de SIETE DIAS contribuyó a acrecentar esa incomodidad: en el silencioso ámbito seudorrenacentista de la Biblioteca Nacional, cuya dirección ejerce desde hace tres lustros, le sometió a un reportaje. Aunque algo impaciente, lo aceptó con docilidad: “Eso sí. Le pido que me haga muchas preguntas porque a mí me cuesta arrancar”, farfulló en su habitual alarde de timidez. Pero como ocurre casi siempre con él, la pregunta es un mero detonante que da rienda suelta a su imprevisible, abundante soliloquio verbal y a las muchas costumbres de su memoria: las “gauchadas de José Hernández", los aplicados divertimentos sobre el tiempo y la eternidad, el sabor de la prosa de Stevenson, los malevos finiseculares, alguno que otro tigre, Paul Groussac —el otro bibliotecario ciego—, se animan en su vagaroso, espléndido lenguaje. Más que nunca, parece deshabitado de toda certidumbre. Cuando el cronista le sugiere que lo que entorpece los reportajes es el conocimiento unilateral entre entrevistador y entrevistado, bromea: “Claro ... Usted sabe mucho acerca mío. En cambio... Yo cada vez sé menos”.
Su humor, a menudo británico, se afila con la desganada, escéptica malicia criolla. Para referirse a un par de obras inéditas que precedieron a su primer libro, el poemario Fervor de Buenos Aires, dice: “Yo espero que la memoria de Dios no sea infinita, ¿no?” (Uno de esos libros saludaba con alborozo el advenimiento de la revolución rusa de 1917.)
Casi medio siglo después, sin temores aparentes por la memoria divina, se afilió al Partido Conservador “por escepticismo”, según explicó algo alevosamente, ya que “la política es una de las formas del tedio”.
Tras estos escarceos previos, con los cuales comenzó a entrar en confianza, se repantigó junto a una gran mesa de reuniones ubicada en el primer piso de la Biblioteca. Adelantándose nerviosamente en su silla —como si al ver opaco sé sintiera invisible— comenzó a responder (de alguna manera hay que llamar a su enjundioso monólogo) el cuestionario de SIETE DIAS.

—El domingo 2 de agosto, el suplemento literario de La Nación publicó un cuento suyo, integrante del próximo libro El informe de Brodie. Por primera vez incorpora usted a su narrativa un elemento erótico, ya que una muchacha se entrega desnuda al protagonista.
—No . . . Ese cuento, llamado El Evangelio según Marcos, se debe a un sueño de un amigo mío, Hugo Rodríguez Moroni. Yo le sugerí que lo escribiera, porque es un excelente poeta. El me dijo que no había ensayado nunca la prosa, que no le servía y que me cedía el argumento. "Yo lo acepto con gratitud y con avidez”, le respondí, “aunque usted me va a perdonar que yo cambie muchos detalles.” Por ejemplo, en ese cuento hay una muchacha que se ofrece al hombre que ella cree que es Cristo, ¿no?, en la víspera de la crucifixión. Y se ofrece precisamente porque quiere conocer íntimamente a un Dios. En cambio en el sueño de él creo que había una vieja gorda, italiana . . .
—Realidades más innobles, como suele decir usted.
—Claro... No había ningún episodio misterioso, patético, como ese episodio erótico que yo puse, ¿no?
—Ese episodio nos llamó la atención.
—No . . . Fíjese que no es ilógico. Desde el momento en que ellos creen que es Cristo, entonces lo adoran. Al mismo tiempo tienen que crucificarlo para justificar su adoración. Ahora le voy a contar otra cosa curiosa: una señora me dijo que era una lástima que yo no hubiera concluido el cuento. Yo pensé que no habría leído el final, impreso en otra página. Pero no era eso. Me reprochaba no haber descripto la escena de la crucifixión, porque, según dijo, una no sabe si lo crucifican o si llegan los amigos y lo salvan. Yo le dije: “Mire... Si los amigos lo salvan a él, crucifican al cuento . . .” Además, sería innoble que él se resistiera, ¿no? Tiene que aceptar ese destino, sugerido desde el principio
—En ese cuento hay otra novedad: su prosa parece haberse hecho más descarnada, deshabitada de adjetivos. ¿Es una nueva destreza?
—Mire . . . Aunque parezca vanidoso decirlo, hay tantas personas que escriben, digamos, como Borges, que yo ya no tengo por qué hacerlo. Si lo hago voy a quedar como discípulo de ellos. Y casi como plagiario, ¿no?
—Entonces, ¿usted abomina del estilo barroco?
—El estilo asombroso, el estilo barroco, corresponden a la juventud. A mi edad, uno se cansa de los esplendores verbales . . . Llega un momento en que se piensa que lo que uno puede hacer es poco. Entonces, en ese cuento yo tenía un buen argumento. Si yo cuidaba el estilo, es decir el epíteto, la metáfora y el verbo, estaba distrayendo al lector, quien debe leer el argumento, interesarse y olvidarse de que todo eso ha sido escrito por un señor.
—Esa economía expresiva se mantiene en las demás narraciones de su nuevo libro.
—Yo creo que sí. . . ¡Es más: hay otros que están escritos en un estilo popular. Y aunque yo trato de eludir palabras profesionalmente lunfardas, puedo permitirme ciertas incorrecciones que corresponden al lenguaje oral. Aunque estoy profundamente convencido que lo que al escribir se llama lenguaje oral, es una de las maneras del lenguaje escrito.
—Haga, por favor, una descripción valorativa de su nuevo libro.
—Son once cuentos. El que da título al libro, El informe de Brodie, está escrito a la manera de Los viajes de Gulliver. Hay cuentos de malevos, que yo los he situado en lugares y fechas lejanos. Porque yo creo que si uno escribe sobre un tema contemporáneo, inmediatamente alguien se fija que uno ha cometido errores. En cambio, ¿quién puede saber cómo hablaba en 1890 un compadrito de Turdera? Hace poco vino a verme un muchacho contándome que había escrito una novela sobre el café El Socorrito, ese que hace cruz con la iglesia del Socorro. Yo le sugerí que no dijera que se trataba de El Socorrito, porque si no leí iban a decir que la gente no habla de esa manera en El Socorrito, si es que El Socorrito tiene un dialecto particular, cosa que ignoro, ¿no? Hay también dos cuentos que difieren de los otros porque sus personajes son mujeres . . .
—Eso también constituye una novedad en su narrativa, porque con excepción de Emma Zunz, sus cuentos no tienen protagonistas femeninos.
—Sí. . . Aunque el argumento de Emma Zunz me lo dio Cecilia Ingenieros. En cambio, éstos no. Son cuentos mucho más tranquilos, un poco tristes. Un ambiente de pasiones quietas ... No son cuentos de amor tampoco ...
—¿A qué atribuye esa proscripción de las mujeres en sus relatos?
—Yo no sé . . . Será porque . . . Claro que esto es freudiano. Yo creo que como me pasé la vida pensando en mujeres, al escribir he tratado de pensar en otra cosa, ¿no? Sería una forma de evasión, para usar una frase que se usa mucho ahora . . . Pero voy a ver si ahora que estoy por cumplir 71 años pienso un poco menos en mujeres y más en los recuerdos que tengo de ellas. Posiblemente escriba muchos cuentos así. En este libro hay dos: uno se llama La señora mayor y el otro El duelo.
—Sin embargo, en el prólogo de Discusión, usted escribió: "Vida y muerte le han faltado a mi vida”.
—Eso es un error. Un disparate... Tal vez al pensar que yo no había sido militar como mis mayores supuse que mi vida había sido más pobre. Pero no sé si la vida de un hombre de acción es una vida muy rica. Quizás eso sea cierto en el caso de Lawrence de Arabia. En general, yo creo que la riqueza de la vida consiste menos en las experiencias que en lo que uno piensa acerca de ellas o en lo que uno las convierte. ¿O no? Pienso que cuando Armstrong pisó los campos de la Luna sintió una gran exaltación. Pero eso de ninguna manera lo convierte en uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. Es lo mismo que suponer que esa experiencia lo convirtió en un gran pintor, un gran ajedrecista o un gran músico.
—En un poema que usted escribió en inglés decía: “Te ofrezco la amargura de un hombre que contempló la luna solitaria”.
—Me acuerdo de eso, sí. Yo estaba muy enamorado. Y después seguía: I offer you the loyalty of a man who has never been loyal... ("Y te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal”).
—Su vida sentimental es bastante desconocida, a pesar de que su obra abunda en vagas referencias al respecto. En alguna parte usted escribió que a pesar de haber andado por todo el mundo, “no ha visto nada más que el rostro de una muchacha de Buenos Aires”. ¿A qué obedecieron esas exaltaciones?
—Eso lo escribí en Bogotá. Estaba muy enamorado. Enamorado además de una persona que ... yo sabia que estaba pensando en ella y que ella no estaba pensando en mí. Estaba en el hotel Bolívar con un periodista colombiano. Entonces le dije: “¿Puedo pedirle un favor? Tengo una idea para un poema. Sé que voy a olvidarla. Si yo se la dicto a usted, ¿va a perdonarme los errores, las repeticiones, las torpezas?”. El hombre aceptó buenamente y no tuve que cambiarlo demasiado. Aún lo conservo, escrito en un papel con membrete del hotel. Además sentí cierto alivio al haberlo escrito. Que es lo que uno siempre siente al haber escrito algo. ¿O no? Además, ya se puede pensar en otra cosa . . . En cambio, si uno no lo ha escrito. . . Sobre todo en el caso mío, que, como no veo, tengo que estar guardándolo en la memoria.
—Esas facetas humanas suyas son muy desconocidas.
—Yo no sé por qué. Jamás he tratado de ser misterioso . . .
—Algunos de sus críticos han calificado a su obra de fría, cerebral.
—No sé . . . Pero yo hubiera ambicionado serlo. Soy un romántico, un sentimental...
—¿Usted considera que sus vivencias sentimentales influyeron en su obra?
—Mucho . . . Mucho.
—¿Pero están muy elaboradas, muy recreadas?
—¡Ah . . . ! Bueno. Pero yo creo que si se cuentan las cosas como fueron, uno es infiel a la tradición literaria. Mire, aún en detalles . . . Hay un cuento mío en el cual una muchacha muere cerca de la plaza Constitución . . .
—El Aleph.
—Efectivamente. Ahora, ella murió en realidad cerca del Once, en la calle Jujuy. Yo no tengo ninguna animadversión por la plaza del Once, pero pensé que si ponía los hechos tal cual, yo no era un escritor, que tenía que disfrazar un poco las cosas. Y como hay un parecido entre esas dos plazas, que no son demasiado lindas, que están un poco lejos del centro, que tienen una cierta tristeza ... Es decir que tienen una cierta similitud. Porque si una persona muere en la plaza del Once yo no la voy a hacer morir en la plaza San Martín o en la de Flores, que no guardan ningún parecido.
—Usted dijo que “toda literatura es autobiografía”. Por eso tal vez es lícito pensar que la frialdad de sus personajes . . .
—No, de ninguna manera.
— ... que aparecen como esquemáticos, como mera excusa para justificar una trama, un desenlace.. .
—Eso tal vez sea una torpeza mía ... No sé.
—Al margen de sus experiencias sentimentales, el resto de las circunstancias vitales, ¿cómo influyó en su obra?
—Poderosamente.
—Cuando usted comenzó su obra de narrador estaba empleado en una oscura biblioteca suburbana.
—Claro. Y así nació La biblioteca de Babel. Como esa biblioteca era infinita, en el sentido de que tenía que estar seis horas cada día, también la hice infinita en el espacio. Y concebí el Universo como una biblioteca.
—¿Qué piensa del premio Matarazzo-Sobrinho?
—Bueno, para mí ha sido una sorpresa total, porque yo no sabía que existía ese premio, y tanto fue así que sospeché que era una broma de algún amigo mío que habría querido darme una alegría un poco transitoria.
—Y del premio Nobel, ¿qué opina?
—Si se lo han dado a Kipling, a Shaw, a Bertrand Russell, a Valery...
—Acá alguna vez fue candidateado Ricardo Rojas.
—Es absurdo ... Eso se hizo, yo creo, por razones políticas. Porque fue un individuo que durante la dictadura se portó muy bien. Pero literariamente, en fin . . . daría una triste idea del país. ¿O no? O una idea demasiado auténtica del país... (Ríe.)
—También para el premio Nobel se postula su nombre con insistencia ...
—Yo pienso que sería una injusticia ... Eso mismo les dije a los periodistas en Estocolmo.
Foto: JUAN CARLOS FRANCESCHINI
Revista Siete Días Ilustrados
24.08.1970

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