Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

¿ Por qué soy como soy ?
Claudia Lapacó
No hay un ser más absurdo que yo ¡Soy un payaso!
Sin embargo se confiesa absorbente, celosa, romántica: Se acabó una etapa de mi matrimonio, pero quizás comience otra tan intensa como la anterior. El amor no ese terminó en mí.
Por DIEGO BARACCHINI

"¿Por qué soy como soy? Pero, ¿cómo soy? Trataré de definirlo. Soy, antes que nada, terriblemente impulsiva: me entusiasmo fácilmente con las cosas, con los proyectos, con el trabajo, y arremeto contra ellos con todas mis fuerzas, pero no deben dejarme enfriar, porque si me doy cuenta de que la gente que me los propuso es aburrida o si aparecen otros planes en el camino o si me dejan pensar demasiado, no hago nada de nada. Y así soy para todo en la vida. Pero, ¡un momentito! Para todo lo que se refiere a mi trabajo. Sentimentalmente, soy de otra manera. Reacciono como un ser demasiado sensible para el mundo en que vivimos; demasiado sensible para vivir rodeada de gente que no lo es. Con una pequeña cosa me voltean, pero, también, con una pequeña cosa me levantan, me hacen tocar las estrellas.
Soy, además, una persona —y, a veces, esto resulta catastrófico— muy de decir la verdad y de exigir que la gente sea como yo. No tolero ni la traición ni las dos caras de la moneda: cuando alguien, delante de mí, quiere quedar bien con Dios y con el Diablo, allí estoy yo para descubrir su doble juego. Esa manera de ser es, quizás, la herencia de un hogar donde me inculcaron el sentido de la responsabilidad y la franqueza.
Mi padre era un ingeniero químico —ruso por nacimiento y francés por adopción— que se casó con una francesa, mi madre, y que, con su primer hijo, llegó a la Argentina dos meses antes de empezar la guerra. Aquí nací yo y me crié, prácticamente, entre franceses. En casa se hablaba esa lengua —mi padre nos prohibía el castellano en el trato diario— y los amigos eran todos de esa nacionalidad. Sin tener ningún miembro de la familia dedicado al arte, a mí se me dio, a los cuatro años por el baile; a los cinco, por la declamación, y, a los seis, por el piano. Pero de todo ello lo que más me gustaba era el teatro: disfrazada con los trajes, las pieles y las joyas de mi madre —quien con una condescendencia infinita me los prestaba con la única condición de que se los volviera a poner en su lugar—, inventaba personajes, fantasías, historias. Sin embargo, a los trece años intenté entrar en la escuela de baile del Colón, pero no tuve suerte, me bocharon: de trescientas cincuenta aprendices sólo debían ingresar 10 chicas delgadas, adolescentes, tenues, y yo, a los trece años, ya era una mujer. Más tarde, debido a una operación de tobillo, dejé de lado aquel propósito sin demasiado sentimiento. Y, hoy, estoy contenta de no haberme dedicado a la danza: la vida de una bailarina es tremenda, trágica.
De mi personalidad de entonces recuerdo mi dulzura: era más dulce que ahora y más tímida. No era tan impulsiva; tampoco tan violenta. Actualmente, no tengo paciencia para nada: no tolero a la gente antipática, pesada, estúpida, gratuitamente mala. Reacciono contra ella con violencia, explosivamente. Pero, por sobre todas las cosas, hay algo que me saca de mis casillas: la falsedad. Sin embargo, en algunos casos hasta comprendo la infidelidad, siempre y cuando las razones que la sostengan sean muy valederas. No la concibo en mí, y ésa es otra cosa: como cuando me interesa alguien me brindo totalmente, no podría hallar explicaciones a una actitud de esa naturaleza; sería un absurdo imperdonable.
Soy muy celosa: celosa del aire que respira la persona que quiero, celosa de los trajes que se pone, celosa de todo lo que no me corresponde de él. Soy celosa hasta de sus amigos. Eso sí: no tengo celos artísticos; todo lo contrario. Soy, además, terriblemente absorbente. Quizás esto derive de mi constante inseguridad: necesito que la persona que quiero tenga confianza en mí. Que la gente, en general, me tenga fe ... Tampoco tengo seguridad de mi aspecto físico. Solamente no soy insegura de una cosa: de las fuerzas que pongo para vencer los obstáculos cuando el asunto me interesa demasiado. Si en el teatro, por ejemplo, siento que hay un público hostil, no soy de las que dicen: ¡Al diablo!; no, no, me mato para lograr lo mejor de mí y dejar contenta a la gente.
Y siempre fue así: una lucha constante para lograr los objetivos propuestos. Después que me bocharon en el Colón, entré a primer año nacional y allí hice mi primera experiencia teatral con Nuestra Natacha, de Casona. Luego, comencé a estudiar teatro con Sara Bianchi y Mané Bernardo y, más tarde, con Hedy Crilla. En seguida, ingresé al Nuevo Teatro y, al poco tiempo, a El Carro Verde, un conjunto que dirigían Paco Silva y Julián Cairol, con el que hice cosas muy valiosas; entre ellas, Que no quemen a la dama, de Christopher Fry, en la versión de León Felipe. Profesionalmente, debuté con Tincho Zabala y Marianito Bauzá en Somos nietos de una abuela, de Abel Santa Cruz. Actualmente, cuando Tincho me encuentra siempre me recuerda que, al finalizar la temporada, ellos me ofrecieron integrar otra compañía y yo les respondí: No, no quiero seguir haciendo ese tipo de teatro. Después actué con Francisco Petrone en Un guapo del 900 y, en seguida, interpreté obras en francés e italiano. Para ese tiempo me salió una beca y me fui un año y medio a Francia: estuve ocho meses en el Centro de Arte Dramático de París, hice el curso del Teatro de las Naciones, vi más de setenta espectáculos, fui a bailar folklore al Líbano y arremetí contra todo durante mis cinco mil kilómetros de autostop europeo. A la semana de volver, intervine en la reposición de Deliciosamente amoral y, luego, en La zorra y las uvas; filmé mi única película hasta ahora: Allá donde el viento brama (¡un bodrio!), hice dos espectáculos de bailes y canciones francesas hasta que debuté en La dama del Maxim's, con la dirección de Elise Richard, quien anteriormente me había, conducido en mis participaciones en francés. Y así se dan las cosas en la vida: yo había recibido la beca Peugeot y ella era la mujer del antiguo director de la firma. A Elise le debo mucho, tanto que en el show que estoy haciendo en La Fusa canto una canción de uno de sus espectáculos, como una especie de cordón umbilical que me une al pasado. Con ella pienso hacer, próximamente, un show con canciones, sketches y bailes, donde actuaré, sola o, a lo sumo, acompañada de una o dos personas.
Debo reconocer también que el éxito que tuve en teatro se lo debo, en parte, a la popularidad lograda en televisión con El amor tiene cara de mujer. Mi última actuación fue la de El cumpleaños de la tortuga, que seguirá siendo siempre el amor de mi vida.
Con muchas cosas no puedo cortar el cordón umbilical: sigo viviendo con mi madre, a quien adoro y a quien confío todo lo que hago, todo lo que pienso, todo lo que dejo de hacer y de pensar. Ella es muy importante para mí: me juzga, me critica, me escucha, me consuela.
Me enamoré muchas veces. Mi lema coincide con las hermosas palabras de Vinicius de Moraes: Que el amor sea inmortal mientras dure. Estuve casada siete años con Rodolfo (Bebán): fue mi primer matrimonio y espero que sea el único. Creo que pocas cosas de mí se modificaron durante la experiencia matrimonial: cuando alguien me interesa mucho me brindo totalmente y dejo de vivir para mí. Así fue siempre. Durante estos siete años sólo realicé los trabajos que me permitían mi vida en pareja y nada más. Pude haber hecho muchas cosas más. Sin embargo, no lo necesitaba porque yo soy de las mujeres a las que les gusta demasiado la casa: soy de las que cocinan, de las que limpian, de las que friegan y de las que hoy saben que no deberían hacerlo porque eso no lleva a ninguna parte, no te lo agradece nadie, nunca jamás. Ya a ningún hombre le interesa que una sepa cocinar y planchar camisas. Pero yo soy de las que hacen todo eso: se matan trabajando en la casa y en la calle y luego están con la cara cansada en todas partes ... Pero yo soy así.
Muchas cosas me desilusionan del hombre, pero, en este momento especial de mi vida, no puedo hablar de desilusión porque a mí no se me acabó ningún amor. Hoy siento una gran frustración por el fracaso que significa la separación de la pareja, pero no creo, en mi caso personal, que nada esté terminado. Para mí —y no hablo de reconciliaciones ni de nada— se acabó una etapa de mi matrimonio. Es posible que, un día cualquiera, empecemos a vivir otra, mejor o peor, con la misma intensidad o aún mayor. Eso nunca se sabe.
En mi caso, el fracaso de la vida sentimental se debe, en parte, a que sólo veo la faz hermosa de las cosas: Ignoro lo que me puede hacer daño. Quizás es ése mi peor defecto. Vivo la situación en forma poco objetiva, obrando siempre de acuerdo a mi manera de sentir. Pero, un día, cierta cosa que me daña un poco más me hace comprender que esa felicidad en que creía vivir no era tan como me la imaginaba. Quizá sea inmadurez. Sin embargo, y a pesar de que mucha gente me señala la falla, pienso que lo más importante de cada situación es ser honesto con uno mismo y con la persona que se quiere. Lo fundamental es estar juntos y tratar de seguir así. Los cómo no interesan.
Soy tremendamente romántica, pero con una gran dosis de modernismo. Yo no entiendo, por ejemplo, por qué la relación hombre-mujer debe estar manejada siempre por el hombre. El haberlo cuestionado se lo debo a mi vida en París, donde las chicas se le declaran a los muchachos. Si a uno le interesa una persona, ¿cómo va a estar esperando que se le acerque? Es absurdo. La iniciativa debe nacer de una parte o de la otra. Por otra parte, sensualmente soy instintiva, ¡pero de las dulces ... todavía!
Me encanta la gente que se ríe, la gente que puede gozar de las pequeñas cosas, la gente que se emociona con el regalo de una flor. No tolero a las personas que buscan siempre la quinta pata al gato. ¡Me postran! También me interesa la astrología y la lectura de manos... siempre y cuando no me digan cosas feas. Si, por otro lado, me las dicen... ¡las borro!
Me gusta estar con mis chicos, leer, hacer vida de hogar. En este momento soy más madre que otra cosa. La maternidad me trasformó. Ni bien me casé quise quedar embarazada. Y al mes y medio lo logré. Cuando nació mi primer hijo vi la vida de otra forma: tomé de ella lo más importante y las pequeñas cosas que me molestaban en el pasado perdieron significación. Soy madre-madre: mis chicos son gordos y hermosos porque los cuido.
La muerte me intimida sólo cuando pienso que no llegaré a cumplir mi misión, mis proyectos. Y en esto hablo también de mis hijos: me aterra la idea de dejarlos desprotegidos. No puedo ni decirlo. Me estremece. Quiero educar a mis hijos como me educaron mis padres: con libertad, con responsabilidad. Yo podía hacer lo que quería, pero si me metía en líos sabía que sólo yo debía sufrir las consecuencias.
Últimamente leí Carta abierta a los hijos, de Silvina Bullrich, y me gustó muchísimo eso que dice de los padres: Lo único que podemos reprocharles a nuestros padres es el no haber intentado ser felices como lo intentamos nosotros. ¡Es tan bárbaro! Es cierto que voy a cometer errores, es cierto que nuestros padres los cometieron, pero también es cierto que nuestros hijos los cometerán. Todos los días son muy importantes para tratar de ser felices. Yo lo intento con todas mis fuerzas, aunque mis chicos me puedan reprochar algo en el tiempo. ¡Es necesario ser como realmente se es!
Mi ambición es encontrar otra vez la paz que tenía. Quiero ser feliz: tener mi pareja, sentir que trabajo por un amor (no me gusta hacer cosas y ganar dinero sólo para mis hijos); necesito saber que gusto a la gente, pero que todo lo que soy y todo lo que hago le pertenece a otra persona. Si no es así no me interesa nada. Necesito tener muchas ilusiones en el porvenir.
Quiero la paz en el mundo de la misma forma que la quiero para mí. No entiendo la guerra, el hambre. No me interesa la política. Quiero que me dejen hacer mis cosas y nada más. Soy egoísta, lo sé. Pienso que si todos fueran como yo, tal vez las cosas andarían mejor: no me molesta repartir, pero sí inculcar en la gente cosas que no siento. Tengo una memoria de elefante que no me ayuda a vivir: no me olvido de nada. Sin embargo, no soy rencorosa.
Desde adolescente adoré a Lucille Ball, a Shirley Mc Laine, a Judy Hollyday. Quizás porque siempre creí que estaba en esa línea, aunque los productores no me lo quieran reconocer. No sé todavía cómo no me llaman para hacer programas cómicos. Si no hay un ser más absurdo que yo. ¡Soy un payaso!
Mi ídolo de la juventud fue Glenn Ford: a los quince años soñaba con Hollywood y formar pareja con él: Hoy soy feliz de ser Claudia Lapacó en Buenos Aires. ¡Y de ser como soy!
Revista Semana Gráfica
30-04-1971

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