Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Apolo VII
APOLLO VII
EL FIN Y LOS MEDIOS
A las siete y doce de la mañana del martes de la semana pasada, mientras las frías aguas del Atlántico se enervaban con un chasquido perezoso, Apollo VII, la cosmonave norteamericana que recorrió 7.240.000 kilómetros en once días, arrancaba delirantes vítores a los tripulantes del portaaviones pesado Essex, nave encargada del rescate, a 320 kilómetros de las islas Bermudas.
Barbudos y malolientes, los tres intrépidos que pilotearon la cápsula espacial bajaron de un enorme helicóptero naval Sikorsky S-58, (“Recuperación 3"), verde, macizo engendro que la Tierra envió para arrebatarlos de las aguas donde la cosmonave, a 30 kilómetros del lugar previsto para el acuatizaje e invertida por un azar del descenso, flotaba rodeada de cámaras neumáticas ante la pródiga vigilancia del buque soviético Ekholag, situado en las cercanías. Bandas atronaron la cubierta del Essex. Oficiales tendieron felicitaciones. Marineros hicieron flamear en sus dedos la V de la victoria. Desde la central de comunicaciones del navío, un radiograma informó a la Casa Blanca: los muchachos ya están aquí. Llovía.
Walter Schirra, comandante de la misión; Donn Eisele, navegador, y Walter Cunningham, ingeniero de vuelo, empezaban a disfrutar las consecuencias de su magnífica travesura: ■ 163 órbitas a bordo de una costosa, complicada jaula de seis toneladas acoplada a un módulo auxiliar (cohetes impulsores, combustible) de diez toneladas. ■ Una maniobra de acercamiento hasta 50 metros (sobre 30 programados) de la segunda fase del segmento impulsor Saturno I-B, que los colocó a la velocidad y altura necesarias para equilibrar, con la fuerza centrífuga generada por la rotación, la fuerza centrípeta provocada por la gravedad terrestre. ■ El cambio de órbita que redujo los límites de sus desplazamientos elípticos a un apogeo de 177 kilómetros, 46 kilómetros menos que el apogeo inicial del vuelo. ■ Diversos ejercicios con los cohetes de impulsión (entre éstos el cambio de órbita) para evaluar la maniobrabilidad de la cosmonave en relación con los desafíos de la próxima meta: el descenso en la Luna con una Apollo Impulsada por un segmento Saturno V, que cálculos optimistas vaticinan para fines del año próximo.
La historia dispensó mucho más a algunos norteamericanos: ■ La satisfacción de un nuevo record estadístico (Apollo Vil colocó a Estados Unidos a la vanguardia en el acopio de horas en órbita respecto de la URSS). ■ El contrapeso psicológico a pronósticos alarmantes (James Webb, director renunciante de la Administración Nacional de Aeronáutica y Espacio, NASA, y Wherner von Braun, cerebro clave del programa espacial norteamericano, vaticinaron que la URSS llegará antes a la Luna. ■ Un excitante show de televisión, que permitió compartir desde confortables reclinatorios la hazaña y las innecesarias pantomimas de tres hombres que jugaron sus vidas y cumplieron una brillante, memorable tarea científica.
En nombre del orgullo nacional, el presidente Lyndon Baines Johnson pronunció por teléfono el repertorio del líder de la Nación Americana: “Nuestros compatriotas son felices de recibirlos en casa”.
Walter Schirra, Donn Eisele y Walter Cunningham no estaban tan satisfechos: “Estuvimos sometidos —dijeron— a penurias innecesarias". Tal vez sin proponérselo, descubrieron de un tajo algo que los Estados Unidos se han empeñado en silenciar: como el destino final de su misión —la Luna—, el programa Apollo tiene dos caras. Pero sólo una es visible para la opinión pública. La otra, que se mantiene oculta, ha empezado sin embargo a aclararse: la reconstrucción, el análisis y la sistematización de información pública permiten inferir inesperadas conclusiones.

Un simple resfrío
Fue, sin duda, la información más importante de todas las que atravesaron el mundo en las tensas jornadas iniciales de la misión Apollo Vil. Pero por alguna extraña razón ocurrió lo inconcebible: nadie se ocupó de ella. Ni los cables de las agencias noticiosas internacionales, ni los comentarios de las revistas de noticias nacionales y extranjeras repararon en que el resfrío de dos de los astronautas incluía la novedad inesperada. O mejor dicho, una bomba de tiempo psicológica.
Porque el malestar de Walter Schirra (45 años) y Walter Cunningham (36), así como la inflamación nasal de Donn Eisele (38 años), se debieron al sistema de aireación de la cápsula Apollo VII. Con maravillosa inocencia, los astronautas y controles de tierra admitieron que el responsable de las congestiones fue el oxígeno puro. El hecho perturbador es éste: Apollo VII llevó el mismo sistema de aireación que determinó, a partir de una chispa en un cable pelado de uno de los aparatos sensores biológicos que se aplican sobre los astronautas, el pavoroso incendio en Apollo I, que costó la vida a tres pilotos norteamericanos —Edward White, Roger Chaffee, Virgil Grissom— mientras se efectuaban pruebas previas al lanzamiento, el 27 de enero de 1967. La NASA alegó que la demora en efectuar nuevos ensayos —diez meses exactamente— se debió a la necesidad de modificar el sistema de aireación. Pero ahora se comprueba que no fue modificado. ¿A qué obedeció entonces la demora? ¿Cuáles fueron las verdaderas razones del largo período de inactividad? ¿Los técnicos norteamericanos se limitaron a modificar los revestimientos de la cápsula y los materiales de los trajes para los astronautas? ¿Acaso comprobaron que modificar el sistema de aireación provocaría dificultades con el peso y el diseño actual de la cosmonave? ¿O existían otros problemas, además de la aireación?
Las deducciones, a partir de la información periodística y las declaraciones de las fuentes responsables, no permiten responder a estos interrogantes. Pero sí plantearlos.
Dos hechos adicionales refuerzan la hipótesis de que la NASA no dijo toda la verdad en cuanto al problema de la aireación: durante el vuelo, el centro de control exigió a Schirra que envolviera con cinta plástica un cable sensor que se peló (ante la negativa de Schirra a hacerlo, el control de vuelo incluso le recordó que “por la misma razón" se incendió la Apollo I); durante los minutos previos al encendido del Saturno I-B las compuertas de la cápsula Apollo Vil se mantuvieron abiertas para que entrara aire común, en el que el oxígeno está combinado con hidrógeno y nitrógeno, mezcla mucho menos combustible que el oxígeno puro.

El fin y los medios
Todo parece indicar que el enfoque político y competitivo de la investigación espacial ha convertido al viaje a la Luna en una peligrosa, comprometedora aventura: la vida de los astronautas está siendo arriesgada más allá de lo imprescindible desde el punto de vista científico y técnico. Quizá no sea inmoral hacerlo. Después de todo, los cosmonautas son voluntarios y eligen —con enorme interés y entusiasmo— el privilegio de convertirse en héroes de la civilización terráquea. Otras profesiones, por otra parte, implican tanto riesgo como ésta, o más.
El aspecto negativo es otro: la deformación de la verdad, la especulación política y propagandística con una empresa que debería ser sólo científica y estar al servicio de la paz; la dosis de irracionalidad, en fin, que la puja introduce en una aventura de la inteligencia humana que debería perseguir la victoria de la razón.
El mariscal Ferdinand Foch afirmó una vez: “La victoria es el fin de la guerra, pero el precio de la guerra puede oscurecer la victoria”. El filósofo francés Jean Paul Sartre dijo lo mismo de otra manera cuando los tanques soviéticos invadieron Hungría: “El fin justifica los medios, pero los medios definen el fin”.
El objetivo puede ser llegar a la Luna antes que el competidor. Pero tal vez carezca de sentido hacerlo a cualquier precio: los riesgos de suicidio, pese a la elección voluntaria, no dejan de constituir una alternativa estéril.

El torneo
Con el vuelo de la Apollo VII los norteamericanos demostraron —en el área científica y técnica— una sola cosa nueva: que la cosmonave utilizada puede cumplir con tres tripulantes las performances que la cápsula Gemini VIII (14 días en órbita, 1965) realizó con dos. No es poco, pero tampoco mucho si se considera que los rusos hicieron lo mismo que Apollo VII —una Vosjod de seis toneladas y tres tripulantes, Fektistov, Komarov y Yegorov, en 1964—, mientras los Estados Unidos cumplían el programa Mercury, previo al Gemini. Parece menos aún si se considera que los rusos han podido colocar en órbita hace bastante tiempo las cosmonaves Proton P-1 y P-2, de doce toneladas: el doble de peso que la Apollo VII. También el doble de capacidad.
Las respectivas “marcas” con cosmonaves incluyen sus correspondientes records en materia de cohetes impulsores. Para colocar en órbita las Vosjod en 1964 y 1965, la URSS utilizó cohetes de poder algo menor al Saturno I-B actual. Pero orbitar las Proton, en 1966 y 1967, exigió cohetes de similar potencia que el Saturno I-B. En cuanto a capacidad impulsora, pues, la URSS aventaja a Estados Unidos en por lo menos dos años. La técnica de computar el peso de la cosmonave adicionándole el del último segmento impulsor o un módulo auxiliar —suma que en la misión Apollo VII totalizó 16 toneladas— no autoriza a sostener que Estados Unidos batió el record de peso puesto en órbita. Con el mismo procedimiento, los rusos podrían alegar que han situado en el espacio pesos mayores a veinte toneladas (cosmonaves Proton P-1 y P-2 más un módulo de maniobra).
Resta el área de la electrónica y de las radiocomunicaciones. En este sector el avance soviético es tan nítido como en el de los cohetes. La maniobra del Zond-5 ("Los rusos han demostrado que pueden hacer casi cualquier cosa en el ’ espacio", James Webb), el acoplamiento automático de dos satélites Cosmos en octubre de 1967 (los norteamericanos John Young y Michael Collins lo hicieron en 1966, pero en forma manual), revela una ventaja difícil de descontar. Acosados por la necesidad de limitar en forma implacable el peso de sus cosmonaves a raíz de la escasa potencia de sus cohetes, y obligados por el retraso en electrónica a realizar con hombres misiones riesgosas que cumplirían mejor equipos de mando remoto, los Estados Unidos tuvieron, no obstante, el coraje de lanzar al espacio la Apollo Vil. El exitoso regreso les deparó la gloria buscada.

Perspectivas
Veinticuatro horas después del descenso de Apollo VII, Heinz Kaminski, director del Centro de Investigaciones Espaciales de Bochum, Alemania Occidental, afirmaba que “el éxito logrado con la cosmonave norteamericana no significaba que Estados Unidos haya superado a los rusos en la porfía por llegar a la Luna”.
La actitud de Kaminski, que Subordina las simpatías políticas a la objetividad científica frente a un duelo que interesa a la humanidad toda, es un ejemplo de la filosofía que norteamericanos y soviéticos deberían practicar. “Vista imparcialmente —sostuvo el experto— la misión Apollo Vil es equiparable a las pruebas que los soviéticos han hecho desde 1964. Es insostenible alegar que Estados Unidos obtuvo la supremacía por esta expedición.” La conquista del espacio —tarea indispensable que puede ofrecer al hombre la oportunidad de integrarse con la maravillosa profundidad del cosmos— constituye un camino abierto para cambios decisivos en la vida de la humanidad.
PANORAMA, OCTUBRE 29, 1968
Apolo VII

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