Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Apolo XIV: Tres hombres y la muerte en la noche del espacio
La figura vagamente humana, envuelta en una espesa vestimenta blanca se agachó un poco, revolvió con su mano enguantada en el interior de su caddie-carretilla; finalmente sacó una pelota de golf y antes que sus espectadores se se dieran cuenta de lo sucedido, practicó un tiro impecable, que envió la pequeña esfera más allá del horizonte. El comandante Alan B. Shepard (47), jefe de la misión espacial Apolo XIV, coronó así se segunda y última caminata por la Luna. Con un gesto de despedida, todavía revoleó su improvisado palo de golf (el mango de la pala-red para recoger muestras superficiales del suelo) y lo arrojó detrás de la pelota. Como en un dibujo animado, ambos objetos se perdieron en un espacio que no parece tener direcciones, ni arriba ni abajo, y donde no existen ruidos ni transiciones entre la luz y la sombra. Cinco horas más tarde, a las 22.37 hora argentina, con 54 kilos de rocas lunares en la bodega, el módulo de comando Kitty Hawk, con Shepard, Edgar D. Mitchell y Stuart A. Roosa a bordo, emprendía el retorno a la Tierra. Llevaban consigo una mezcla de triunfos y fracasos, y un inventario de experiencias contradictorias que influirá seguramente sobre el futuro inmediato del programa espacial norteamericano, una empresa cuyas incertidumbres deja a la vista la generosa publicidad que le otorgan sus oficiantes.
SARTA. Es que un rosario de accidentes, no todos menores y no todos sin importancia, regó el itinerario de la cuarta intentona lunar norteamericana. Como una premonición de lo que podía ocurrir, ocho días antes de la partida el helicóptero en que Eugene Cernan —uno de los astronautas suplentes de la Kitty Hawk— se entrenaba, cayó y se incendió en las inmediaciones de Cabo Kennedy. Cernan se salvó por milagro. Además, una tormenta inesperada postergó 40 minutos el lanzamiento de Apolo XIV, el domingo 31. Sucesivamente, fallaron o amenazaron fallar una batería del módulo de ascenso, una computadora de la cápsula, el equipo de comunicaciones de los trajes espaciales y el circuito de televisión. La hora crítica de Shepard, Mitchell y Roosa llegó, sin embargo, antes que hubieran trascurrido tres horas del lanzamiento, cuando el mecanismo de acoplamiento que debía unir al módulo de comando con el módulo lunar se retobó. El episodio (ver recuadro página 79) pudo hacer sucumbir una vez más los planes de la NASA.
Parte de las ambiciones de los astronautas, sin embargo, debieron frustrarse: los atrasos acumulados por esta serie de percances y la tensión nerviosa (Shepard llegó a computar 158 pulsaciones por minuto) obligaron a Houston a suspender la escalada del Cráter Cónico, el objetivo más codiciado de la misión, ya que en él se esperaba hallar testimonios de los orígenes de la Luna y —quizá— de todo el Sistema Solar.

TROPIEZO. "Hay que ir, hay que ir. Si no vamos, todo esto habría sido perder tiempo", protestaba Mitchell contemplando la cima del Cráter Cónico (un talud de 133 metros de altura) que parecía alejarse de ellos cada vez que los astronautas daban un paso. Desde Houston, sin embargo, llegó la orden de emprender el regreso. Envueltos en sus corazas protectoras y enterrándose en una ladera polvorienta, que en un momento hizo trastabillar y caer a Shepard, los astronautas debieron resignar el intento de trepar hasta la cumbre del montículo.
"El terreno es muy ondulado —jadeaba Mitchell— con apenas diez metros de separación entre los cráteres chicos; algunos presentan una fuerte erosión y están llenos de piedras enterradas... ¡Las piedras son enormes!" El paisaje lunar terminó por desorientar a los astronautas: "No sabemos bien dónde estamos —debió reconocer Mitchell en un momento—. Lo que veíamos no era el flanco del cono. Da la impresión de que la cima está a 30 minutos de aquí. Más lejos de lo que pensábamos". De alguna manera esos tropiezos volvieron a poner sobre el tapete los riesgos de la estrategia espacial norteamericana y los medios con que cuentan los astronautas para hacerles frente.

LANCE. Los funcionarios norteamericanos, de los que depende la política espacial, fueron tomados por sorpresa, hace pocas semanas, por el súbito entusiasmo de sus colegas soviéticos por las perspectivas de cooperación. Los tecnócratas de la URSS verían con sumo agrado que se iniciaran a corto plazo conversaciones bilaterales para unificar los mecanismos de acoplamiento de sus vehículos espaciales. La emergencia de Apolo XIV (ver recuadro, página 79) parece confirmar la prudencia de su inspiración.
Los norteamericanos se preguntan, naturalmente, a qué se debe este repentino arranque fraternal, luego que —por culpa de los rusos, en la mayoría de los casos— los intentos de colaboración propuestos por Kennedy, primero, y por Tom Paine, luego, murieron en el olvido. Para algunos se trata, simplemente, de una maniobra para subsanar el fracaso del programa soviético de vuelos tripulados. Si la propuesta se hubiera producido hace dos años, luego de la muerte de Komarov y en la época en que el nuevo cohete impulsor de Baikonur padecía de problemas de crecimiento, la hipótesis habría sido viable. Pero ahora los rusos están embarcados en una serie de vuelos Soyuz que les han permitido construir una estación espacial tripulada y desarmarla en pocas horas con todo éxito.
No todas sus preocupaciones se han disipado en forma definitiva, naturalmente. El vuelo de Soyuz 9 —que estableció el record mundial de permanencia en el espacio: 18 días— tuvo algunas consecuencias alarmantes. Al regresar, sus dos tripulantes sufrieron un período de inadaptación a la gravedad normal mucho más prolongado que el que se podía prever sobre la base del record previo norteamericano (Geminis 7) de 14 días. Además, los músculos de sus piernas quedaron enormemente debilitados: perdieron cuatro centímetros en la pantorrilla y dos en los tobillos. Finalmente, tardaron varias semanas en recuperar el peso.

BODA. Estos inconvenientes, según lo afirmara en el último Congreso Internacional de Astronáutica Adrián Nikolayev, han sido superados y la URSS puede lanzar actualmente misiones de hasta treinta días. Descartada esta razón, se podría pensar en dificultades presupuestarias; pero no existen pruebas evidentes de ello. Una razón quizá más plausible sería que los soviéticos tienen interés en aprovechar el nuevo colectivo espacial que se preparan a desarrollar los norteamericanos. Bautizado Lanzadera por sus diseñadores de la NASA, porque se movería de un extremo a otro del espacio como el huso de un telar, comenzaría a actuar en pocos años, justamente cuando la URSS establezca sus propias estaciones permanentes. El colectivo permitiría viajar de plataforma en plataforma, y entre ellas y la Tierra, a un costo muy inferior al de los vehículos actuales. Por lo que se sabe, los soviéticos no habrían pensado hasta ahora en una solución de este tipo. Tras la experiencia de los dos últimos lanzamientos Apolo, sin embargo, la propuesta soviética de unificar los mecanismos de acoplamiento parecería un paso destinado a mejorar las condiciones de seguridad en el espacio.

CONFLICTO. No es tan así. Los mecanismos de acople —al menos a los efectos de una operación de rescate— no están desvinculados del diseño total de la astronave. Sería necesario compatibilizar también las escotillas de ingreso, los trajes espaciales y el sistema de orientación y comunicaciones. Sería absurdo —como aducen los entendidos— que un vehículo de rescate pudiera acoplarse a una nave averiada de otra nación para descubrir tan sólo que le es imposible ayudar a los náufragos porque la presión atmosférica de las cabinas y el diseño de las tomas de aire son incompatibles. Actualmente, los norteamericanos emplean oxígeno puro, a un tercio de atmósfera de presión; los rusos, en cambio, consumen una mezcla normal, a una atmósfera. Eso hace inevitable un acuerdo sobre la composición de la mezcla que respiran los astronautas y el diseño de sus trajes.
La sospecha es confirmada en parte por la experiencia llevada a cabo por los dos astronautas soviéticos de la Soyuz 9, durante su visita a Houston en octubre pasado. Nikolayev probó dos veces un descenso sobre la Luna en el simulador del Módulo Lunar. Ambas fracasó, y de no haber sido un simulacro, le habría costado la vida. En otro simulador el mismo Nicolayev intentó acoplar una nave Apolo a una Soyuz y consumió todo el combustible de que disponía antes de lograrlo. El fracaso fue tratado con indulgencia: aunque los técnicos de la NASA habían rotulado todos los mandos de la cabina en ruso, su disposición era exactamente la inversa a la que están acostumbrados los astronautas soviéticos. El corolario es obvio. Si rusos y norteamericanos quieren mejorar las condiciones de seguridad en el espacio y organizar un sistema de salvamento, será necesario encarar un programa conjunto de íntima colaboración para compatibilizar ambos sistemas.
La maniobra que había mantenido en suspenso —hacia fines de la semana pasada— a los observadores durante las casi cuarenta horas que el módulo lunar se mantuvo separado de la nave madre, concluyó con éxito el sábado a las 17 y 35. Cinco horas más tarde comenzó el retorno, una travesía que los astronautas suelen considerar como un viaje de placer. Quizá la zambullida de Shepard, Mitchell y Roosa en el océano Pacífico pueda devolver la confianza de los norteamericanos en su esfuerzo espacial; restablecido, el accidentado programa Apolo entrará en su fase decisiva. Es posible que un suspiro de alivio se deje sentir en todos los rincones de la Tierra, allí donde una radio o un televisor acercaron las vicisitudes de la aventura de Apolo XIV.

Recuadros de la crónica_____________
LA HORA DE LA DUDA
Por un período de no más de dos horas, y cuando todavía no habían transcurrido tres desde el momento del lanzamiento, un accidente imprevisible amenazó con poner fin antes de tiempo a la misión de Shepard, Mitchell y Roosa y echó una sombra de suspenso sobre los tramos inmediatos del vuelo. El éxito de Apolo XIV pendió durante esas horas del mecanismo de acoplamiento que une al módulo de comando (MC) con el módulo lunar (ML); aunque a la hora en que la falla fue descubierta, la vida de los astronautas no corría peligro, la repetición del episodio, en la maniobra de retorno, habría puesto en jaque la seguridad de la tripulación El tren espacial, a la hora de la partida inicial, está ordenado de manera provisoria para dar la máxima protección a los astronautas y defender mejor a las partes más delicadas del complejo. EJ módulo de comando y el módulo lunar se encuentran separados por el módulo de servicio (MS), de modo que la nave madre queda en la punta de la formación, apenas precedida por la torre de seguridad: una estructura que en caso de accidente durante el lanzamiento arrancaría a la cabina de los astronautas del resto del complejo y —por medio de una pequeña unidad propulsora cohete— la depositaría a salvo en las aguas del Atlántico. Una vez normalizado el vuelo, esta torre se desprende del MC y deja en descubierto su mecanismo de acoplamiento. Ahora el MC y el módulo de servicio se separan del resto del tren, hacen un giro de 180 grados y se acoplan al módulo lunar, estableciendo la formación que conservarán en el resto de la navegación. La maniobra no incluye demasiadas dificultades: es apenas uno de la media docena de acoples y desacoples que deben llevar a cabo los astronautas durante todo su periplo y debe repetirse, por lo menos una vez, en las inmediaciones de la Luna. Conectados los dos módulos, es posible abrir una escotilla y trasladarse de uno a otro sin necesidad de salir al espacio exterior. Dos de los astronautas deben hacer esta mudanza para que la misión pueda deseen der sobre la Luna.
El acoplamiento en sí depende de un artefacto mecánico que es una versión sofisticada del arpón de los balleneros, y se encuentra en la punta del cono que constituye el módulo de comando. Hacia las nueve de la noche (hora argentina) del domingo 31, Stuart Roosa —el piloto del módulo de comando— separó su vehículo del resto del tren y lo preparó para el acoplamiento. Orientándose mediante un sistema electrónico de guía, apuntó el pilón de enganche hacia la cuna correspondiente en el módulo lunar y estableció contacto. No ocurrió nada, o por lo menos no todo lo que debía ocurrir. Los cerrojos de seguridad se negaron a funcionar. Dos veces más hizo el intento en vano. Recién en la cuarta el mecanismo funcionó correctamente.
El éxito de la cuarta intentona y una revisión exhaustiva de los datos provenientes de la cápsula condujeron a los hombres de Houston a decidir que la misión continuara como si nada hubiera sucedido. "La vida de los astronautas está fuera de todo peligro", afirmaron. Si el percance se hubiera producido en la última operación de acople, sin embargo, la situación habría sido bien distinta. El fracaso de la maniobra habría separado al piloto del módulo de comando, de los dos tripulantes del módulo lunar. No pudiendo hacer uso del túnel inter-comunicador, la única solución posible para los astronautas habría sido calzarse los mismos trajes que emplearon para transitar por la Luna y nadar en ellos de un módulo a otro a través del vacío, llevando consigo quizá las cajas de rocas lunares. Los riesgos de la operación no son difíciles de prever. Un movimiento desmedido, un error de cálculo en la zambullida bastaría para dejarlos a merced de la nada, flotando en la noche permanente del espacio. Los astronautas, sin embargo, están preparados para enfrentarse con todo eso sin perder la calma.

Pinta astronautas negros.
El cuarto intento del hombre de poner los pies en la Luna prometía, a principios de la semana pasada, fraccionar a la humanidad en un espectro de actitudes: desde la pasión hasta la indiferencia. Juan Abraham, corresponsal de Panorama en Estados Unidos, recogió las disimiles opiniones de los neoyorquinos. Este es su informe:
El domingo 31, el noticiero luminoso que domina Times Square desde el Allied Chemical Building comenzó a titilar las novedades concernientes al vuelo de Apolo XIV desde temprano. Abajo, en ese dominio donde Broadway y la calle 42 prestan su vecindad famosa, escasos transeúntes detenían su paso y volvían la mirada hacia lo alto en busca de noticias. El termómetro orillaba cero grado y el día destemplado ayudaba poco a deleitarse con la brisa hostil que acostumbra a barrer Times Square. ¿Qué queda de la expectativa despertada por la misión precursora de Apolo XI? Simplemente un interés residual que fue esfumándose a través de sus sucesoras.
Los Terrel son una familia típica norteamericana, que vive con sus dos hijos en un Chalet de Long Island. Frente al televisor (en colores) y con una lata de cerveza Budweisser en la mano, John Terrel seguía —el domingo 31 de enero— los pormenores previos al lanzamiento, mientras su mujer parloteaba en el teléfono y los chicos trataban de seguir las instrucciones leídas en el diario para fotografiar los instantes culminantes en la pantalla con 1/30 de velocidad y 2,8 de apertura del diafragma. "¿Para qué voy a negarlo? —concedió Terrell—: cuando hicieron el primer viaje a la Luna, me pasé una semana pegado al televisor. Recuerdo que al alunizar aquí era de madrugada y ya no dormí hasta el día siguiente. Ahora sigo interesado, pero no tanto. Me gustaría ver el disparo porque es emocionante. Eso sí, después espero que corten y me dejen ver el torneo de golf que pasarán en vivo desde California."
Más cerca del mediodía, en el Central Park, los sentimientos eran más encontrados. Bebés abrigados como para un viaje a Alaska hurgaban entre los resquicios de verde, mientras sus madres trataban de usufructuar algún desprevenido rayo solar. Rubia, de unos 30 años y neoyorquina desde hace tiempo, según sus propias palabras, Jeanette Lattimore sintetizó sus puntos de vista: "Creo que debemos tomar esto como algo natural, aunque yo personalmente no pueda. Me pone nerviosa pensar que tres seres humanos se están jugando la vida en la punta de un cohete que puede despedazarse o perderse en el espacio. Hay quienes protestan por el dinero que se gasta en estos viajes, pero no son más que malos norteamericanos, que esperan que los rusos nos dejen en el camino y tengamos que sentirnos humillados, como con el Sputnik".
Más allá, dos muchachos de frondosa cabellera repartían las páginas del heterodoxo Village Voice. Se identificaron como Stuart y Dan. Cuando el caso del Apolo fue puesto en el tapete, Stuart
tomó la palabra:- "Nosotros estudiamos en la Universidad de Columbia y no somos ningunos cuadrados, pero esto de andar tirando millones en viajecitos a la Luna francamente nos revienta. Si nosotros fumamos marihuana, nos condenan; pero la NASA puede fumarse los millones de los contribuyentes sin que pase nada".
Hacia el atardecer, sin embargo, los ánimos cedieron ante la inminencia de un posible fracaso. En los bares, en la calle, en el subte, en las radios de los taxis, el peligro que parecía acechar la misión de tres norteamericanos (ver página 79, recuadro) descorrió la tupida cobertura que suele ocultar las emociones de los neoyorquinos. Ya había sucedido con Apolo XIII y se repitió esta vez: la inminencia de un fracaso, de una tragedia, volvió a unificar al país. Cuando —hacia las nueve de la noche, hora de Nueva York— la nueva tranquilizadora quebró mágicamente las tensiones, casi todos se habían olvidado de las diferencias personales y los partís pris. El alivio gratificador de un estudiante radicalizado se confundió con la oración de acción de gracias de una matrona norteamericana. Un lavacopas negro que habita los tugurios de Harlem sacudió la misma bandera norteamericana que pegan a sus cascos los reaccionarios obreros de la construcción.
Este gozoso ecumenismo, sin embargo, no fue tan universal. Es que a esa hora, en las oficinas de los canales de televisión arreciaron las llamadas indignadas de los teleespectadores que protestaban porque los flashes de noticias sobre la marcha de la expedición lunar interrumpían sus programas favoritos. Y como si esto fuera poco, Joseph Hamonds, el líder de la Southern Christian Conference, (la liga religiosa que supo contar con la inspiración de Martin Luther King) había comandado, más temprano, una manifestación de dos centenares de negros protestando ante las puertas del centro espacial de Cabo Kennedy "porque se gastan treinta mil millones de dólares trayendo rocas para que Spiro Agnew (arriba, foto) las ponga luego en las manos de jefes de Estado". A la noche, Hamonds intentaba el problema racial en las tinieblas del espacio. "Estados Unidos envía haraganes muchachos blancos a la Luna —rezongaba— para mirar rocas. Si allí hubiera que trabajar, los astronautas serían negros", una apelación como la de la balada Angelitos negros. Casi 600 millones de personas siguieron el desarrollo de los acontecimientos por televisión, a partir del domingo, en todo el mundo: buena parte de ellos fueron norteamericanos. La disidencia y el suspenso han devuelto su eclipsada popularidad al programa Apolo.

Revista Panorama
01.04.1969

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