Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Chaliapin
Los hombres y las mujeres que he conocido
Chaliapin
Especial para “Caras y Caretas" por PITIGRILLI

LO conocí en una, gran zapatería de Montecarlo. Había llegado el día anterior con once baúles, porque el duodécimo se había extraviado quién sabe dónde, o había sido enviado vaya uno a saber a qué destino. Era el baúl de los calzados. Faltaban, pues, las botas del zar Boris Godunoff — la ópera que iba a cantar dos noches después-— y los escarpines con la hebilla de plata de don Basilio. Y en el “Barbero de Sevilla” tenía que cantar esa misma noche. Exigía que el zapatero de Montecarlo le hiciera en doce horas los zapatos de don Basilio y en dos días las botas para el terrible zar.
—Es imposible; falta el tiempo necesario —decía, prodigando excusas y justificaciones, el zapatero. Y para demostrar a Chaliapin que no podía cumplir por mala voluntad, sino por ser ello imposible, se explayó en explicaciones técnicas, en las cuales infirió las leyes sindicales, el asueto de los obreros, las horas de trabajo, las horas extraordinarias...
—He comprendido, he comprendido —interrumpió Chaliapin, que ya se sentía rehervir la prepotente sangre de Boris Godunoff—. Yo le digo a usted que cuando no se sabe hacer de zapatero, se hace uno cantante como hice yo.
Y en vista de que el recuerdo nostálgico de su juventud le brindó una chispa de alegría, contó que cuando muchacho había sido zapatero de viejo, y que el hacer zapatos era su “violon d’Ingres”.
Efectivamente, para calmar los nervios, en sus viajes llevaba siempre consigo los principales utensilios de zapatero, y se entretenía en fabricar pantuflas para sí y sandalias para los amigos.
—Señor Chaliapin —suplicó el zapatero, que era asimismo un gran amante de la música—, usted sabe cuánto lo admiro. Ya he hecho reservar las localidades para ir a oírlo; poseo el disco de “Los barqueros del Volga”, y estoy dispuesto a regalarle a usted la mitad de mi tienda, pero lo que es imposible es imposible.
—En el baúl que se ha extraviado había puesto también mis herramientas de remendón. Si me facilita usted las suyas y el cuero, me encargo yo de hacerlos —propuso el artista.
El zapatero aceptó el desafío. Levantó solemnemente una cortina de terciopelo que daba al taller, y Chaliapin, con majestuosidad imperial, se presentó a los obreros. Se quitó el saco, se colocó un mandil de cuero, requirió unos rollos de piel, eligió con ojo de entendedor los más adecuados, y con mano maestra comenzó a cortar. Los obreros, el propietario y yo lo rodeábamos admirados y disciplinados. Parecíamos salidos de la famosa tela del pintor flamenco: “La lección de anatomía del profesor Nicolás Pieterszoon Tulp”.
Esa misma noche, en el escenario del teatro de la ópera, y ante la presencia del príncipe y la princesa de Mónaco, el célebre bajo ruso calzaba los zapatos de don Basilio, salidos de sus manos. No se si dos días después se ponía el calzado que se había hecho él mismo, porque el baúl que se había extraviado llegó a su hotel media hora antes de iniciarse el espectáculo.
Su infancia no había sido feliz. La familia —como a menudo sucede en las familias— no miraba con buenos ojos asomarse en él una afición artística. Su sueño era el de poseer un piano. Desde luego, sueño irrealizable, pues su padre era un pobre obrero. Mas un día un vecino de la casa organizó una rifa con algunos muebles entre los cuales había también un piano; el pequeño Fedor Chaliapin, o mejor, el pequeño Fedia, como lo llamaban en su casa, compró con sus ahorros un billete, esperanzado que la casualidad le hiciera ganar el precioso instrumento. La suerte lo favoreció. Ganó el piano. Había llegado finalmente el tiempo en que hubiese podido aprender música. Pero los padres, temerosos de que lo estropeara, lo pusieron a buen recaudo, le tendieron encima un colchón, transformándolo en una cama para el pequeño Fedia, y en cuanto se presentó la ocasión lo vendieron.
La pasión por el teatro —cuenta Chaliapin en sus memorias— se despertó en él contemplando los payasos que arengaban a la muchedumbre en las plazas, y quienes se le presentaban como seres sobrenaturales porque hacían desencadenar ruidosas carcajadas y también porque emanaban del cuerpo una especie de vaho. No comprendía aún que aquellas nubéculas de vaho eran vapor ácueo condensado en ese aire gélido del Norte, y que ese vapor ácueo era el sudor que resultaba de los esfuerzos para ganarse el pan. Pero log altibajos de la vida artística se lo enseñaron a él también.
Sin embargo, su fuerte personalidad de dominador se reveló desde los primeros éxitos y se asentó con los sucesivos triunfos. Después de un concierto en que había descollado, el zar y la familia imperial, que habían asistido, se retiraron en un saloncillo cercano para beber champaña. Algunos minutos después el gran duque Sergio Micailovich llevó a Chaliapin una maravillosa copa de Murano, en una bandeja de plata, colmada de champaña, diciendo:
— El zar es quien se lo ofrece.
El artista tomó la copa y bebió en silencio. Luego dijo:
—Ruego a Vuestra Alteza que participe al emperador que como recuerdo de este admirable acontecimiento, conservaré la copa.
El gran duque esbozó una sonrisa dentro de su hermosa barba resplandeciente de brillantina y se fué con la bandeja vacía.
Algún tiempo después, en una fiesta, la zarina dijo a Chaliapin:
—Así que, reteniéndose una, me ha descabalado usted una preciosa docena de popas de Murano.
Y Chaliapin, con prontitud:
—Es muy fácil, Majestad, recomponer la docena. Regáleme Vuestra Alteza las demás once.
En otra circunstancia, para recompensarlo de un concierto, el ministro de la Real Casa le hizo entregar un estuche que contenía un modesto reloj, que a Chaliapin le pareció no correspondiese a sus méritos, y sin un titubeo de perplejidad, el cantante se lo retornó por correo, acompañado de una carta asaz seca en la cual le explicaba la razón por que rehusaba el obsequio. Cometido por otro súbdito, ese alarde le hubiese valido si no algunos golpes de látigo, ciertamente un largo período de disfavor. Pero como se trataba del más célebre cantante de Rusia, el zar tragó amargo y eligió él mismo un soberbio reloj, con el cual pudo remediar el error del primer envío.
Caído el régimen imperial, muerta la familia del zar en la terrible noche de Ekaterinemburg, su antigua condición de cantante favorito del viejo régimen hizo peligrosa su presencia en Rusia. Pero una vez más su genio artístico se impuso. Durante las jornadas de la revolución, en 1917, uno de los jefes comunistas le dijo:
—A vosotros, cantantes y actores, debiéramos suprimiros.
—¿Y por qué?
—Porque vosotros llegáis hasta a afeminar el corazón de los revolucionarios, que debiera ser más duro que el pedernal.
—¿Y por qué —preguntó Chaliapin— debiera ser más duro que el pedernal?
—Para que sus manos no tiemblen cuando deban exterminar a sus enemigos.
Chaliapin le preguntó:
—Pero ¿quién es usted?
—Soy el prefecto de policía de San Petersburgo.
De ningún modo intimidado, Chaliapin replicó:
—Yo creo, señor prefecto de policía, que un revolucionario debiera tener el corazón de un niño. Es decir, un corazón tierno. Solamente de ser así, un revolucionario cuando encuentre por la calle un viejo, una mujer, un niño de la clase enemiga, no les hundirá un puñal en el pecho.
Qué le contestó el funcionario no se sabe. Mas puesto que el camino hacia Siberia por el cual los antiguos zares enviaban a los hombres de ideas opuestas se mantenía en plena eficiencia por el nuevo régimen, Chaliapin pensó que era más conveniente dejar que el suelo de la patria siguiera su destino y volver a emprender su triunfal vagabundeo por el mundo.
Muchos años después, durante un viaje de París a Ginebra, en la frontera suiza se percató de que no tenía consigo ni el pasaporte ni otros documentos.
—¿Y cómo puede usted asegurarme que es el bajo Chaliapin? —le preguntó el funcionario suizo.
Pero como estaba dispuesto a ser de manga ancha, le exigió la prueba que no admitía escapatoria: que cantase “Los barqueros del Volga”.
Chaliapin cantó con toda el alma.
—Sí, no está mal, no está mal. Canta usted bastante bien. También puede ser usted Chaliapin. Puede usted irse. Y le deseo que llegue usted lejos.
El artista tuvo una sonrisa triste. Desde algunos días un presentimiento lo rondaba. El alma rusa tiene percepciones proféticas. Dió las gracias; pero su voz estaba velada de melancolía.
Poco tiempo después —en 1938— el gran cantante había dejado de cantar. Durante su sepelio, como marcha fúnebre, tocaron “Los barqueros del Volga".
Revista Caras y Caretas
03/1953

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