Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

China Popular
China Popular
¿Como los bolcheviques, como los nazis?
Hugh Trevor Roper, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Oxford y autor de Los últimos días de Hitler, escribió este articulo después de un largo viaje por China. ¿Es la Rusia de los años veinte o la Alemania de los años treinta?, se pregunta. Nunca se habían formulado observaciones tan audaces sobre la experiencia que vive el pueblo más numeroso de la Tierra.

No es fácil reponerse de una visita a China: en el primer momento, uno se siente aplastado, frustrado. Quien acepte una invitación del gobierno chino, como yo lo hice, debería acorazarse antes de la partida. Ningún reparo, desde luego, en cuanto al confort, el transporte, el hospedaje, la alimentación; pero todo esto no compensa el resto. Durante tres semanas, guías ignorantes acosan al visitante, que se siente, sin que medien instrucciones —en apariencia—, aislado de todo contacto inteligente. Cada día un baño de propaganda, adaptado a una mentalidad campesina infantil. “Hombre, acuérdese que somos invitados”, se me repetía cuando la paciencia se me acababa.
La propaganda es incesante, el tema siempre igual: “Antes de la Liberación, en la época feudal" (lo que significa desde el alba de los tiempos hasta 1949) todo era maléfico”. Es una virtud, pues, ignorar esa época. En cuatro mil años, la única historia que valga la pena de ser contada se limita a las esporádicas “revueltas agrarias”.
Cada museo chino coloca en sitios de honor enormes efigies, en estilo realista socialista, de jefes y agrarios más o menos imaginarios y vastos frescos de la vida cotidiana en tiempos del Imperio. El mal gusto es provocativo. Allí se ve a los ricos beber a garganta abierta en palacios atiborrados de bailarinas y concubinas; fuera, en la nieve, los pobres se mueren de hambre.
Si uno reconoce a cualquier objeto de la época cierto valor estético o utilitario, bueno, “es mérito de las clases trabajadoras”. Por lo demás, tales objetos son más y más escasos: han sido “saqueados por los imperialistas norteamericanos”.
Pero he aquí el gran viraje, 1949, la Liberación. Las “clases trabajadoras” toman en sus manos las palancas de mando. Las ciudades, hasta ayer consumidoras, pobladas de latifundistas, capitalistas, burócratas, se metamorfosean de pronto en “ciudades del pueblo, productivas”.
“Campesinos, obreros e intelectuales” ... : es el slogan obsesivo. Y, por una suerte de misterio teológico renovado, se nos asegura que los tres son uno. Los intelectuales chinos no deben separarse mentalmente del mundo campesino, se insiste; y los que yo conocí —he debido admitirlo— no parecen correr ese riesgo.
Hasta el arte, sin duda, se ha transformado. “Antes de la Liberación —explica el director adjunto de una fábrica de objetos artesanales—, el arte no existía en China.” Asombrado, arqueo las cejas. Insiste: “Desde entonces, nuestras reproducciones son tan buenas como los originales”. Quizá sea cierto.
La autosatisfacción china es la peor de las calamidades. No tiene límites. Un día en que me sentí particularmente jovial (si ello es concebible en China), empecé a lamentarme sobre el papelerío que agobia al mundo contemporáneo. Añadí una observación que quería ser sonriente: “Ustedes, los chinos, son los más culpables, porque inventaron el papel y la burocracia”. “Es exacto”, concedió el intelectual de servicio. “La burocracia existía antes de la Liberación; después desapareció.” Y ante mi sorpresa, continuó: “Ha desaparecido de hecho, porque los abusos dejaron de existir. Hoy no nos queda sino una máquina bien aceitada de justicia social”.
Decidí llegar al fondo. “Pero supongamos, desde luego que para comodidad del raciocinio, que un funcionario, por excepción... Si un agricultor se siente engañado por él, ¿qué hará?” “Bueno, que se queje y el remedio será inmediato.” “Pero, ¿a quién ha de quejarse?” “Al funcionario, naturalmente.”
Todavía, más lejos. “Supongamos, simplemente, que ese señor no aprecie la crítica.” La respuesta es automática: “Desde la Liberación, los funcionarios la aprecian, la estimulan, practican la autocrítica. Todo el mundo lo hace. El Presidente Mao dijo que debemos criticarnos cada día, como cada día nos lavamos”.
Un amigo mío insinúa modestamente que la autocrítica no es virtud fácil de adquirir. “Yo mismo —declara— siento alguna contrariedad cuando soy criticado, sobre todo si se discute el fondo de las cosas y se me obliga a cambiar mis ideas.” El intelectual nos lanza una mirada compasiva: “Siendo ustedes capitalistas, es natural; pero los comunistas están, naturalmente, libres de todo prejuicio favorable a sí mismos. Son dos sistemas diferentes y todo deriva de allí”.
Todo deriva de la diferencia de los dos sistemas: otra frase clave del vocabulario chino. Todo, en el inmenso país, es justo. Y naturalmente justo. ¿Por qué hacer preguntas, por qué tratar de discutir? El comunismo, intrínsecamente justo, debe, por determinismo social, engendrar actos justos y justas doctrinas.
En nuestros países ocurre exactamente al revés. Y así, los intelectuales chinos, campesinos adoctrinados que nunca salieron de China, pueden darnos lecciones sobre nuestra patria. Toda discusión es barrida con esta fórmula inefable: “No puede ser de otra manera. Es la consecuencia necesaria de un sistema social”.

El obsequio del ataúd
Los chinos no procuran comprendernos. Pero, por nuestra parte, ¿sentimos la necesidad de comprenderlos? Sí. China representa la más antigua y la más grande civilización de Asia. Después de dos siglos de postración, ha llegado a ser una nación nueva, una gran potencia del futuro. Nadie puede permitirse ignorarla, histórica o políticamente. Como está lejos, la convertimos, a menudo, en una abstracción, un sinónimo de agresividad, de rechazo de toda transacción. Pero China representa, hoy como ayer, una sociedad inmensa, compleja, sofisticada, y si ejerce tanta fascinación es porque su Revolución invirtió, al parecer, el curso de su historia, trastornó sus antiguos valores y regeneró su poderío.
La Revolución china es un fenómeno absoluto. Otros países, en nuestra época, emprendieron sus revoluciones, pero ninguna tiene el carácter espectacular de ésta. Aquí, la ruptura con el pasado es —o parece— total. En otros países, ciertas tradiciones sobrevivieron a la revolución. En Rusia, cierta inclinación tiránica liga a los bolcheviques con los zares; en Alemania, el militarismo vinculó a Hitler con Prusia. En China, buscamos el nexo y sólo encontramos la fractura.
La vieja sociedad china era esencialmente no militar, tolerante, hostil a toda ideología. En el arte y la literatura triunfaba el escepticismo, un sentido del ridículo afinado por la gentileza, la comprensión divertida de la fragilidad del hombre y de lo absurdo de sus pretensiones. Echemos una mirada a la pintura china: la naturaleza gigantesca, inmutable, inconquistable, domina la escena; y formas humanas minúsculas, ridículas, se agitan en la parte inferior de los cuadros. Hoy, todo ha cambiado. Es el fin del escepticismo. Los slogans remachan verdades ideológicas. En arte, las proporciones entre la naturaleza y la humanidad se han trastocado. Los modestos palanquines imperiales cedieron su sitio a trabajadores que clavan triunfalmente la bandera roja sobre cimas indómitas.
Desde luego, buena parte de todo esto ha sido importado. El comunismo es una fe de importación. Marx, Engels, Lenin, Stalin —Stalin, sobre todo, para fastidiar a los revisionistas soviéticos— son los profetas reconocidos de la Revolución china, los precursores de Mao Tse-tung. Sus retratos están en todas partes. El sello ruso marcó rudamente la vida china. Sobre la alegría china, la pesadez rusa.
Era inevitable. En sus diez primeros años de existencia, la República Popular tuvo por tutora a la URSS: necesitaba de los consejos, de las máquinas soviéticas. No es asombroso que muchas realizaciones sean tristes copias; persisten restricciones inútiles, que datan de la época del “cordón sanitario”; el realismo socialista, bueno para ilustrar las tarjetas de Navidad pequeño-burguesas o en todo caso la galería Tretiakov; los inmuebles de cemento que se desploman antes de ser terminados.
Pero es falso considerar a la Revolución china como una simple copia. Tiene también un carácter propio, autónomo. Su profeta, Mao, es un pensador chino, original. Desde que so lanzó al proceso revolucionario, rechazó la opinión de Stalin y el ejemplo ruso. Para él, hasta una revolución, así sea marxista, en China debe apoyarse sobre bases rurales. Y su país, protegido durante diez años por el paraguas ruso, desde entonces repudió toda tutela, y sin equívocos. Hoy es una potencia independiente y reivindica para su Revolución una filiación histórica propia.
Lo atestiguan muchos síntomas: por ejemplo, el reciente descubrimiento de un “precursor”. Hace unos años, todavía, el doctor Sun Yat-sen, padre de la República China, estaba clasificado como “revolucionario burgués”. Había fundado “el Kuomintang reaccionario”. Fue el precursor de Chiang Kai-shek y, como él, utilizó a los comunistas para sus propios fines. Ya fue rehabilitado. Su retrato se expone al público junto al de Marx, al de Lenin; su casa natal y su tumba se convirtieron en lugar de peregrinaje, y en el monasterio de las Nubes Azules, cerca de Pekín, la multitud desfila ante el conmovedor obsequio que los bolcheviques le enviaron antes de su muerte: un ataúd de vidrio y acero, transparente y protector.

Los que vuelven
La Revolución se convirtió en un movimiento nacional: de ahí que los
chinos estén tan orgullosos de ella, que se muestren tan arrogantes. Admiten que Marx y Lenin fueron sus fuentes de inspiración, pero han adecuado la enseñanza comunista a sus propias circunstancias. La aplicaron --dirían ellos— con diferencias muy significativas y con éxito completo.
Han aprovechado de las faltas rusas. No cometieron el error de liquidar a los terratenientes modestos. No ejercieron el terror. La “burguesía” fue sutilmente ganada por la Revolución, individuo por individuo.
Y no sólo la burguesía. Pu Yi, el Hijo del Cielo, último emperador manchú, es el más notable de los neófitos de la Revolución. Los japoneses lo habían puesto al frente de su Estado títere de Manchuria. Pero, en su camino halló la luz. Hoy trabaja, tranquilamente, para sus nuevos amos en los archivos históricos de Pekín. Ejemplo vivo de la clemencia comunista, se lo muestra con orgullo a los extranjeros.
Otro arrepentido más reciente, Li Tsung-jen, que fue el segundo de Chiang Kai-shek y hasta su sustituto legal en la presidencia del “régimen reaccionario del Kuomintang”, volvió a China después de residir varios años en los Estados Unidos. También este retorno ha sido una fuente de optimismo para el pueblo chino.
Nadie puede excluir la posibilidad de una conversión aún más espectacular. Todo el mundo observó que el gobierno de Pekín ha interrumpido sus ataques a Chiang; se insinúa, incluso, que se le otorgaría un perdón espectacular si él también “descubriera la verdad”. Una conversión semejante valdría cualquier precio. Si Chiang hiciera saltar la base jurídica de la ocupación norteamericana de Formosa, hasta podría aspirar —como el Dr. Sun— a reposar en el panteón de los Padres Fundadores chinos.
¿Por qué los viejos enemigos de Mao terminan por aceptar tan fácilmente su régimen? En primer término, por todo lo que logró de positivo. El comunismo de ayer no era sino un movimiento de clase. A menudo no logró sino desequilibrar la economía (como en Checoslovaquia) o suprimir la independencia nacional (como en Hungría). Pero en China es un movimiento nacional y no sólo trastornó la estructura de clases, sino que dotó al país de una estructura económica moderna.
Durante un siglo, antes de 1949, aunque independiente en teoría, China fue una colonia de las potencias “imperialistas”: su sistema de impuestos, sus puertos, sus ciudades industriales, estaban en manos de concesionarios extranjeros. Las potencias europeas habían segregado de la madre patria las provincias periféricas, y sólo la rivalidad de esas potencias permitía a las provincias del centro conservar cierta autonomía política. Pero, también esa autonomía se perdió en 1937, cuando los japoneses emprendieron la conquista de China misma, y cinco años más tarde no quedaba nada del viejo imperio, absorbido en la “espera de co-prosperidad” japonesa.
Desde 1945, todo cambió. Y ello se debe no sólo a los comunistas; también a los Estados Unidos, que vencieron al Japón. Los aliados —incluidos los rusos— restituyeron a Chiang Kai-shek las concesiones que detentaban en China. Pero son los comunistas quienes, más audaces, edificaron una sociedad nueva. Su Revolución fecundó la energía necesaria para la industrialización, sin aporte de capital extranjero. Y, a pesar de algunos fracasos, el programa es un éxito, en conjunto. La nueva China, severa, eficaz, antiséptica, es la primera colonia asiática que se transformó por su propio esfuerzo en potencia industrial.
En Asia y África, las proezas de la China de hoy despiertan un entusiasmo comparable al que había suscitado el Japón en 1904, cuando, después de haber copiado y adaptado el capitalismo europeo, venció a una potencia europea: Rusia. Al copiar y adaptar el comunismo europeo, China pasó del estadio de la explotación colonial al de potencia industrial independiente. El comunismo —les dice a los pueblos de Asia, de África, de América latina— no es sólo una revolución interna: es también el medio de obtener la libertad, la riqueza y el poder.

El odio a Rusia
Los chinos se muestran particularmente irritados viendo que, en este momento preciso, la más antigua potencia comunista del mundo perdió su fervor inicial y se ha puesto a predicar la débil doctrina de la “coexistencia” con un capitalismo occidental que había jurado destruir.
Los chinos odian a Rusia. La odian violentamente, enteramente. En todos los hoteles para extranjeros se encuentran folletos, en diversas lenguas, que denuncian el “revisionismo soviético”, el “comunismo títere de Kruschev”. Esos folletos, que incluyen opiniones albanesas, predican el mismo mensaje: Rusia, desde la muerte de Stalin, perdió su virtud comunista; la coexistencia traiciona a la Revolución; es el primer paso hacia la rehabilitación del capitalismo; los países de Asia que buscan un paladín contra la “agresión imperialista” norteamericana (como en Vietnam) o contra el “neocolonialismo” (caso de Malasia), deben volver sus miradas hacia Pekín.
Rusia, declaran los chinos, hace concesiones al capitalismo en política interna, no sólo en el exterior; las diferencias de salarios, las charreteras de los militares serían la prueba. China no las hará, afirma. Va a perseverar, si es necesario, “durante cinco o seis generaciones”, hasta el día en que todos los pueblos del mundo verán amanecer un milenio comunista.
Observadores lejanos piensan que tales apostrofes cobijan un belicismo virulento, y ciertos sucesos justifican esta óptica: visita africana de Chou En-lai, intervención china en el conflicto indo-paquistano, golpe de Estado en Indonesia. Tras estas manifestaciones esporádicas se levanta un oleaje de propaganda incesante contra el “imperialismo norteamericano”. El Presidente Johnson se convirtió en un “nuevo Hitler”. Y en la inmensa extensión del país, millones de chinos corean las voces de sus amos. Las canciones folklóricas del Tibet y del Sinkiang, los estribillos infantiles, los cursos universitarios repiten, al unísono, el mismo tema: la Revolución debe barrer el mundo hasta la victoria total sobre “los Estados Unidos y sus esbirros”.
Las artes mismas entonan el mismo motivo, en los espectáculos acrobáticos, en el circo; se modifican las viejas óperas para incluirlo entre sus canciones; también los autores dramáticos deben reservarle un sitio en sus piezas.
¿Habrá que tener en cuenta esos gritos de desafío, los clamores que anuncian una conquista mundial? A veces, adquieren un siniestro aspecto. “¿No le recuerda a usted la Alemania de los años treinta?”, me decía un amigo, mientras asistíamos a un desfile gimnástico en el inmenso estadio de Pekín. Millares de autómatas, perfectamente entrenados, se convertían en slogans humanos a la gloria de Mao; eran un inmenso himno de odio contra la “agresión norteamericana” y el “neocolonialismo”.
La comparación con Alemania ya me había rozado. El movimiento de Mao es nacional y socialista, y se proclama abiertamente el culto de la personalidad. “¡Mao Tse-tung!”, vociferan las muchedumbres desde que aparece el “führer” chino. Y las jóvenes chinas, con los brazos cargados de flores, las agitan frenéticamente como las “gretchen” de Nuremberg.
Con todo, a pesar de las semejanzas superficiales, el paralelo es injusto. Falta la nota agresiva. Hitler no sólo exaltaba la cultura física y las virtudes guerreras; predicaba, además, el evangelio de la conquista y de la guerra.( No se contentaba, como Mao, con anunciar que su movimiento inundaría el mundo; reivindicaba, específicamente, nuevas fronteras para Alemania. Nada de esto, en China.
Al día siguiente del certamen atlético, se conmemoraba la fecha nacional; yo asistí al desfile en la inmensa plaza de Pekín. Esperaba ver los tanques, los cañones, oír el martilleo de las botas, el rugido de los aviones. Pero la plaza no se llenó de soldados, sólo de colegiales; no enarbolaban armas, sino flores de papel. Era un jardín de infantes inmenso, ilimitado, en plena floración. El desfile, interminable, desembocaba por el gran bulevar que atraviesa la ciudad del Este al Oeste. Después supe que habían participado medio millón de chinos. El espíritu militarista estaba ausente. Ningún uniforme; todo eran flores, zarandeadas por una brisa invisible.
Los símbolos del nuevo poderío de China no eran los tanques ni los cañones, sino carros floridos que representan los éxitos chinos en los órdenes agrícola e industrial: tractores, cosechadoras, minas de carbón, pozos de petróleo. Nada de aviones surcando el cielo, sino globos, miles de globos que deseaban larga vida al Presidente Mao o reproducían sus consignas. Hitler, Stalin mismo, habrían desdeñado un espectáculo tan pacífico; pero, en tiempos de los Ming, hubiera complacido al Hijo del Cielo.
Es un juicio puramente subjetivo el que yo formulo sobre esta Revolución. Es evidente que aún no es posible pronunciarse definitivamente. Los resortes del poder y de la agresión están peligrosamente cerca en cada revolución. Las definiciones difieren: la agresión del uno es la defensa del otro. Pero yo creo que el peligro de agresión por China comunista es, en la hora actual, muy remoto; que los clamores por “la conquista del mundo” son pura retórica. Los hechos importan más que el vocabulario.
Por ruidosos y amenazadores que sean, los chinos adoptan una táctica de oportunismo y de prudencia. Si creen sacar provecho, sin riesgo, de alguna cosa, lo sacan. Pero el oportunismo lleva consigo sus propios gérmenes de destrucción, y hay mucho que hacer en China, demasiado, para correr el riesgo de embarcarse en aventuras imposibles.
Una vez que se haya cumplido la enorme suma de trabajo requerida, ¿no habrá cambiado el clima psicológico, como simple consecuencia del correr del tiempo? El fanatismo, el puritanismo, el esfuerzo heroico, pocas veces exceden el tiempo de una generación. Los doctrinarios de ayer se transforman, a menudo, en los hombres realistas de mañana.
En los años veinte, los rusos predicaron la revolución mundial; ya la han digerido. Si, en el resto de Asia, capitalismo deja de ser sinónimo de colonialismo, los chinos, dentro de veinte años, habrán digerido, tal vez, su revolución. La historia habrá reafirmado, una vez más, sus derechos.
Y, calificada hoy de herejía, la coexistencia será, probablemente, uno de los pilares de la doctrina oficial, en Asia como en todas partes.
Primera Plana
11.01.1966
China Popular

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