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El jubileo de Dada
¿Dada honrado oficialmente con el concurso de la policía, un orfeón y los ediles? Esto sólo podía pasar en Suiza. Y sólo podía pasarle a Dada, el mejor símbolo de lo inusitado, la gran máquina de las sorpresas.
A las 4 y media de la tarde, el Intendente de Zurich lee su discurso de homenaje, desde un balcón donde domina a la muchedumbre apretada en la estrecha calle Spiegelgasse. Se descubre una placa: “Este edificio albergó al cabaret Voltaire, cuna del Movimiento Dada”.
Los fotógrafos acribillan a Tinguely, Spoerri, Meret Oppenheim, representantes de las artes y el espíritu neo-dadaístas. Los auténticos dadaístas estaban ausentes; unos viven en Nueva York o Berlín, otros han muerto o no pudieron viajar.
A las 5 y media, en el café del Odeón, cerca del lago, la policía controla a los invitados que compraron sus entradas en el mercado negro, a veinte veces el precio inicial. La sesión es solemne y educativa, organizada por jóvenes admiradores que quieren hacer de Dada un acontecimiento histórico, resucitarlo, al mismo tiempo que afirman la imposibilidad de esa resurrección. Se leen poemas de Jean Arp, de Tristán Tzara, de Richard Huelsenbeck; se distribuyen volantes.
A las 8, algunos grupos recorren las calles de Zurich con megáfonos prestados por la policía. “Dada ha muerto”, anuncian. Por la mañana, la Nene Zürcher Zeitung había consagrado cinco páginas a la conmemoración del jubileo. El mismo diario, 50 años atrás, apenas dedicó cinco líneas a la inauguración del cabaret Voltaire, fundado por Hugo Ball.
Tal vez Dada ha muerto, como gritaban los animosos manifestantes. Pero hasta el elaborado, protocolar homenaje de la ciudad suiza servía para el obligatorio recuerdo de una magnífica aventura contemporánea, de un disparate tan fértil como estruendoso.
El 8 de febrero de 1916, en el café Terraza, de Zurich, alguien metió un cortapapel en el diccionario Larousse; el gesto no sólo proporcionó el nombre del futuro movimiento: fue, también, el primer acto dadaísta. La neutralidad suiza congregaba, alrededor de la misma mesa, al alsaciano Arp, los rumanos Tzara y Marcel Janeo, los alemanes Huelsenbeck y Ball.
La guerra parecía eternizarse. Desesperados, excedidos por la barbarie patriótica que asolaba a Europa, los jóvenes refugiados iniciaron el 30 de marzo, en el cabaret Voltaire, sus actividades artísticas. Desde el primer día, el Movimiento Dada reconoció un único líder: Tzara, con sus 20 años y sus versos apocalípticos, los ojos explosivos detrás de los lentes o el monóculo. Lenin habitaba cerca del cabaret Voltaire, pero jamás entró; alguna noche, sin embargo, jugaba a las damas con Tzara y sus incendiarios amigos.
La pólvora dadaísta se expandió a Colonia y a París, a Nueva York y a Berlín. La ausencia de teoría se constituyó en la única teoría: “Dada quería destruir las supercherías razonables de los hombres y volver a encontrar el orden natural e irracional —escribió Arp—. Dada quería reemplazar la insensatez lógica de los hombres por el sinsentido ilógico. Por eso batimos con todas las fuerzas el parche dadaísta y trompeteamos los elogios a la sinrazón”.
La aventura duró hasta 1922, época en que Dada se aletargó para mayor gloria del surrealismo, que vio la luz poco después. Dada nihilista, libertario y antidogmático, cedía el lugar al surrealismo dogmático, político e idealista. A fines de 1919, el Movimiento y Tzara se instalaron en París, sembraron el desconcierto y la irritación; tres años y varias provocaciones públicas después, André Breton rompía con Tzara, y el dadaísmo entraba en las sombras, se transformaba en una anécdota, en la foto amarillenta de una mascarada eufórica e inofensiva.
Sólo en la década del 60, Dada regresó a la superficie, quizá porque entonces, cómo en 1916, las escuelas artísticas, las tesis intelectuales, las jugadas políticas, chapaleaban en el conformismo. Otra vez estallaban la duda sistemática y la necesidad de hacer tabla rasa, preconizadas por Dada como los motores de una humana, ética cruzada. Más que en la renovación artística, en las bromas tipográficas, en la impertinencia y el individualismo, la importancia de Dada reside en su júbilo, un júbilo que pretendía recordar al hombre que no hay justificaciones definitivas ni armonías preestablecidas. Por eso “hicimos de la espontaneidad nuestra regla de vida”, definió Tzara.
La voluntad de destruir jerarquías y falsos valores no impidió a los dadaístas abordar las más opuestas carreras. Unos se convirtieron al comunismo; otros, en artistas consagrados (entre ellos, el propio Tzara, un denso poeta, muerto en 1963). Arthur Gravan desapareció en el mar, luego de haber sido boxeador y crítico de arte. Marcel Duchamp acunó al Pop Art, Arp edificó una obra plástica de primer orden.
Hoy, cuando en el mundo entero, de Estados Unidos a Japón, se preparan nuevas ceremonias para el jubileo de Dada, el único peligro es que sus admiradores idolatren a un movimiento que, precisamente, predicaba el derrumbe de los ídolos para curar a los hombres y devolverles el amor por la invención y la libertad.
PRIMERA PLANA
8 de marzo de 1966

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