Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

velos
LA MUJER EGIPCIA, HOY
EL VELO HA MUERTO, VIVA LA LIBERTAD
Postergada a un segundo plano desde tiempo inmemorial, la mujer musulmana se ha lanzado a una lucha definitiva por su emancipación. Una actividad que se verifica en todo el mundo islámico, pero con mayor intensidad en Egipto, según evalúa un enviado especial del Sunday Times, de Londres, cuyo informe se transcribe aquí

Que los hombres sienten una particular inclinación hacia las mujeres es un hecho que no necesita complicadas demostraciones: la sola existencia de la raza humana resulta, en tal sentido, una prueba más que concluyente. Desviaciones aparte, existen, sin embargo, ciertos tipos de mujeres que, desde tiempo inmemorial, ocupan un lugar de privilegio en la escala de preferencias del sexo masculino. Es el caso de las mujeres orientales y, más particularmente, las musulmanas. Sobrados motivos avalan semejante predilección: la singular belleza de su rostro, apenas insinuada por la sutil trasparencia del atávico velo; el extraño misterio de sus profundos ojos negros; su andar cadencioso, casi altanero; la voluptuosa flexibilidad de su cuerpo y otros encantos configuran un panorama ante cuyo hechizo los hombres no pueden permanecer impasibles. Esto ha sido así desde siempre, pero ahora la creciente occidentalización que amenaza al mundo islámico y que, obviamente, también incluye a la mujer, parece poner en peligro la ancestral fascinación, característica esencial del sexo femenino en aquellas regiones. Las hiperbólicas mentes occidentales jamás han tenido reparos en imaginar las más delirantes fantasías en torno de la mujer musulmana. La danza de los siete velos y los profusos harenes, fruto de la poligamia, parecen acaparar con exclusividad la atención de las gentes de este lado del planeta. Ignoran, sin embargo, que tales atracciones apenas se conservan en el recuerdo de los musulmanes y en algunos clubes nocturnos de segunda categoría sólo aptos para turistas.
Es que la mujer musulmana de hoy poco tiene que ver con esa imagen y, al menos en apariencia, nada la separa de la mujer occidental. De todos los países del Islam, tal vez sea Egipto donde las trasformaciones en este campo se han producido con mayor celeridad: allí, la mujer relegada, postergada siempre a un segundo plano, forma parte de un pasado que poco tiene que ver con la situación actual. Sin duda, el movimiento feminista egipcio ha jugado un papel preponderante en el cambio.

EL DESTIERRO DEL VELO
Fue a principios de siglo cuando las mujeres egipcias, nucleadas en torno de la Unión Feminista y lideradas por la legendaria Huda Sharawi, lanzaron su poderosa ofensiva. Impulsadas en los comienzos por los hombres más liberales del Movimiento Nacionalista Árabe, debieron soportar el peso de diferentes opresiones. Primero, sus pretensiones fueron sofocadas por las inflexibles reglas del harén turco, que llegó a contaminar todos los aspectos de la vida egipcia. No corrieron mejor suerte bajo la dominación británica que sucedió a la tiranía turca: sus aspiraciones debieron esperar hasta la definitiva liberación de Egipto. A partir de entonces los cambios se sucedieron aceleradamente. En 1956 obtuvieron el largamente anhelado derecho al voto; al año siguiente, siete mujeres fueron elegidas para la Asamblea Nacional; en 1962, la doctora Abu Zeid alcanzó el rango de ministro de Asuntos Sociales.
Hoy es común encontrar en las grandes ciudades (en la campiña la situación es diferente) activas egipcias que compiten en todos los campos profesionales con los hombres. Conquistas hace algún tiempo insospechadas han coronado tantos esfuerzos: el control de la natalidad, un tema aún considerado tabú en muchos países occidentales, es aceptado sin problemas entre las egipcias, sin encontrar obstáculo alguno en las presuntamente rígidas ordenanzas religiosas.
Claro que en el proceso de cambio todavía subsisten costumbres y hábitos ancestrales que no será fácil desterrar. Tal el caso de la poligamia. Sin embargo, una vez más, la exagerada imagen que los occidentales tienen de esta forma de convivencia es sólo producto de la ignorancia y la exacerbada imaginación. Desde hace ya algún tiempo la práctica de la poligamia se halla en completa decadencia en todo el mundo islámico y en especial en Egipto.
Al parecer, discreción y protección son las dos ideas que guían la conducta de los hombres en su relación con las mujeres. Una protección que a veces supera los límites normales: la absorbente posesividad del árabe lo ha hecho, en muchos casos, distorsionar las moderadas reglamentaciones coránicas en ese sentido. La protección (por parte del hombre) de la vida privada de la mujer sigue constituyendo un imperativo de primer orden: “el tesoro oculto” o “la vigilada joya", dos habituales formas de nombrar a la mujer árabe, constituyen los mejores ejemplos de ello. No obstante, tan exagerada concepción del decoro y la discreción parece contraponerse con la conocida fama de hombres sensuales de que gozan lo§ musulmanes. Célebres por el uso de afrodisíacos y otros refinamientos amorosos, parecen reservar su voluptuosidad para la intimidad del hogar. Por esta razón detestan el desparpajo y chabacanería de que suelen hacer gala los occidentales cuando hablan de mujeres. Un hecho que motivó un sabio pensamiento del francés Madrus, famoso experto en temas árabes: “La vulgaridad termina donde empieza el Oriente”.

EL HONOR DE LA FAMILIA
Si bien es cierto que, a diferencia de lo que ocurría hace algunos años, ahora son los mismos jóvenes los que eligen a sus esposas, esta elección no siempre responde a los llamados del amor: es que las relaciones sexuales prematrimoniales son un fenómeno de muy escasa difusión en Egipto, y la urgencia demostrada en tal sentido por los jóvenes suele traducirse en apresurados casamientos. Al más puro estilo siciliano, una muchacha cuyo amante es descubierto corre el riesgo de ser matada por los hombres de la familia, incapaz de tolerar semejante deshonra. Claro que no es el único motivo de deshonor para una familia egipcia: una hija solterona provoca iguales desvelos. En tales casos es común que se obligue a algún joven pariente a desposar a la infortunada.
En las zonas rurales, las celebraciones nupciales todavía están plagadas de reminiscencias mitológicas y supersticiosas creencias, en las que el Nilo juega un papel preponderante. En la víspera de la boda la novia es bañada en el río sagrado que, presuntamente, asegura la fertilidad. El ritual se repite una vez que el esposo ha “tomado la cara” de la novia, un curioso eufemismo para indicar la consumación del matrimonio. De allí en más su destino se encontrará estrechamente vinculado al Nilo: en un ritual que se repite desde hace cinco mil años, todas las tardes descienden al río. Allí mientras los pequeños chapotean despreocupados, las mujeres, con sus polleras arremangadas, se internan graciosamente en las aguas. El paso de los labriegos que regresan de su trabajo da pie a una curiosa situación: simulando pudor, las mujeres cubren de inmediato su cara con un velo, pero no se les ocurre preocuparse por la desnudez de sus torneadas extremidades.

A MOVER EL ESQUELETO
Las inflexibles normas morales impiden que se vaya más allá, una circunstancia que amenazó tornarse un espinoso problema nacional: en 1959 el gobierno debió prohibir las cliteroctomías, una práctica utilizada por las adolescentes como medio para paliar sus comprensibles deseos. Todavía, incluso en las grandes ciudades, existen pocos lugares donde converjan igualmente hombres y mujeres. Los cafés y las mezquitas, habituales lugares de reunión, no son, por razones diferentes, frecuentados por las damas. En el caso de los templos, ocurre que las prácticas religiosas están casi totalmente reservadas a los hombres: cuando las mujeres concurren a las mezquitas suelen permanecer en un rincón conversando, mientras sus hijos retozan libremente en torno de los fieles postrados.
Quizá por esto acojan con tanto entusiasmo la noticia de alguna fiesta, el momento ideal para comenzar los primeros escarceos amorosos. Entonces se entregan con frenesí a una actividad en la que el sexo masculino no puede competir: la danza. Provistas de una salvaje voluptuosidad, las bailarinas realizan prodigios de agilidad y flexibilidad al son de enigmáticas melodías. De entre todas las danzas, es sin duda la de las espadas la que goza de mayor popularidad: un grupo de hombres en cuclillas encierra en un círculo a las bailarinas y tiende hacia ellas sus brazos anhelantes; las solicitadas damiselas, portando filosas espadas, lanzan peligrosas estocadas hacia ellos, al tiempo que, con sensuales movimientos, ofrecen y retiran de inmediato sus flexibles vientres. Un ejercicio que, según entiende Zaki, la más famosa bailarina egipcia, requiere, más que belleza y agilidad, un muy especial temperamento.
Tales prácticas, sin embargo, parecen condenadas a una pronta extinción: la occidentalización de las costumbres resulta un fenómeno irreversible. En el Egipto de hoy el aislamiento en el hogar, la sumisión y el decoro dejan paso a un bullicioso contingente de jóvenes universitarias que, aunque despreocupadas de las pasadas tradiciones, no han perdido nada del enigmático encanto que siempre caracterizó a la mujer musulmana.
Revista Siete Días Ilustrados
27/03/1972

Ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba