Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

JOHANN LOTZ
EL ESPIA QUE GANO UNA GUERRA
De cómo un falso coronel del ejército de Rommel engañó al
servicio de inteligencia árabe y suministró a los israelíes el plan táctico de las fuerzas egipcias durante la Guerra de los Seis Días

Mientras los funcionarios de las Naciones Unidas redoblaban sus esfuerzos para lograr un acuerdo definitivo entre Israel y los países árabes, un hecho inesperado amenazó con hacer zozobrar las tratativas. Culpables de ese acontecimiento fueron dos periodistas alemanes del semanario Stern, Jorge Elten y Max Scheler, quienes divulgaron —un poco inoportunamente, es cierto— uno de los más reservados secretos de la Guerra de los Seis Días. La historia detectada por Elten y Scheler es una apasionante novela de espionaje y tiene como protagonista a Johann Lotz, un judío alemán que engañó al servicio de inteligencia egipcio, convirtiéndose de esa manera en el más audaz —e importante— agente secreto de todos los tiempos. De sus informes dependió, en gran parte, la fulminante victoria israelí sobre las tropas de Gamal Abdel Nasser: gracias a sus vinculaciones con altos jerarcas de El Cairo, Lotz pudo trasmitir el emplazamiento y el número exacto de los contingentes egipcios; en especial, de las fuerzas blindadas. El relato de los periodistas germanos descubre, también, un pacto s excreto acordado entre Israel y Egipto en torno de la actuación de Lotz y la conveniencia de guardar reserva acerca de lo ocurrido. SIETE DIAS, por medio de su corresponsal en Berlín, encargó a Elten y Scheler una versión completa de los hechos y los entretelones de esa urticante historia de espionaje: su informe se publica con carácter exclusivo.

EL OCTAVO PRISIONERO
En diciembre de 1967 hacía ya varios meses que la Guerra de los Seis Días había pasado a la historia. Menos, claro está, para los 4.481 soldados egipcios que permanecían en manos de los israelíes y para los dos pilotos y cinco hombres-rana judíos que se alojaban en una cárcel de las afueras de El Cairo. Todos ellos esperaban, con impaciencia, el día en que recuperarían su libertad. En ese sentido, ambos gobiernos —por intermedio de la Cruz Roja Internacional— realizaban las consabidas negociaciones de práctica: los 4.481 egipcios serían liberados a cambio de la devolución de los siete israelíes.
Sin embargo, el trámite se prolongaba mucho más de lo previsto por los negociadores internacionales. ¿Por qué no se llegaba a un rápido acuerdo? ¿Cuál era la razón para que los israelíes mantuvieran tanto tiempo un número tan grande de prisioneros? ¿Por qué causas dudaba Nasser en cambiar un puñado de enemigos por miles de soldados v oficiales? Nadie, por cierto, se explicaba la razón de esa demora y de tan sospechosos titubeos.
Ahora se sabe que las mayores dificultades se concentraban en torno de un solo hombre: aunque nunca fue mencionado oficialmente, ese hombre desempeñó un papel neurálgico en las negociaciones. Aparentemente, para los israelíes era sólo el octavo prisionero cuya liberación se solicitaba junto con la de los pilotos y los cinco hombres-rana. Para los egipcios, en cambio, su permanencia en la prisión valía más que la libertad de los 4.481 soldados capturados. Según los documentos de la Cruz Roja, el individuo en cuestión era el prisionero 388, encerrado en la cárcel de Turo, en las proximidades de El Cairo, acusado de actividades de espionaje en favor de Israel. Su nombre era Johann Wolfgang Lotz y había sido detenido durante el cuarto día de la guerra, cuando ya las columnas blindadas de Nasser humeaban, destruidas, a lo largo del desierto de Sinaí. Sólo se conocía del misterioso octavo prisionero la historia que el Departamento de Inteligencia de El Cairo proporcionara a la Cruz Roja.
Para los egipcios se trataba de un ciudadano alemán, nacido en la ciudad de Mannheim en 1921. Veterano de la Segunda Guerra Mundial, había sido coronel de la SS y ferviente partidario del llamado Nuevo Orden nazi. Después de la caída de Berlín a manos de los aliados, Lotz —según la fuente egipcia— huyó a Australia, donde se dedicó a la cría de caballos, acumulando una discreta fortuna. Once años después retornó a su patria, donde fue enrolado por un agente israelí para que, a cambio de una gruesa suma de dinero, se trasladara a Egipto en calidad de agente secreto. Luego de pasar un período de entrenamiento en Munich, el flamante espía embarcó, en 1961, con rumbo a El Cairo, asumiendo el papel de un multimillonario apasionado por los caballos. Cuando intentaba trasmitir información a Israel, Lotz fue capturado y condenado a prisión perpetua. Hasta ahí la versión suministrada por el gobierno egipcio a los funcionarios de la Cruz Roja.
Lotz, al ser interrogado, no desmintió la historia: sólo negó haber sido coronel de la SS. "Eso es una exageración —afirmó—: sólo fui capitán de la 115ª División Blindada de las tropas de Rommel, en África." En verdad, hasta ese momento los egipcios no sospechaban que el elegante germano, a quien ellos definían como un simple "aventurero internacional", era en verdad, coronel del ejército israelí. Si lo hubieran sabido, Lotz habría sido ahorcado en lugar de ser castigado con prisión perpetua.
Con todo, el primer egipcio que supo la verdadera identidad del octavo prisionero reclamado fue el entonces presidente Nasser; curiosamente, los mismos israelíes le comunicaron —con lujo de detalles— el verdadero rol jugado por Lotz en la Guerra de los Seis Días. La explicación de tan sorpresiva confidencia puede resumirse de la siguiente manera: en diciembre de 1967, las negociaciones para el intercambio de prisioneros habían llegado a un punto muerto del cual era muy difícil salir. Los egipcios se negaban a tratar con Israel el caso del preso 388, pues su nacionalidad alemana :—argüían— los obligaba a discutir la liberación de Lotz con el gobierno de Bonn, si es que Alemania Occidental estaba dispuesta a pagar un fuerte rescate por el prisionero. Los funcionarios de El Cairo sospechaban que los israelíes pretendían negociar, ellos mismos, la definitiva liberación de Lotz después que éste fuera excarcelado por Egipto. Sólo veían en el pedido de Jerusalén un mero interés económico. Sobre esas mases toda negociación se tornaba difícil.
El último día de diciembre de ese año, el gobierno judío tomó una dramática decisión: 500 prisioneros de guerra y el mayor general Salah Iahut —uno de los principales jefes egipcios capturados— fueron llevados a El Kantara, población situada sobre el canal de Suez. De allí, esos prisioneros, espontáneamente liberados, serían conducidos por la Cruz Roja hasta las posiciones egipcias más próximas. Los observadores políticos vieron en esa actitud de Israel un primer paso para solucionar el conflicto planteado. La verdad es que el mayor general Iahut era portador de una carta del gobierno de Jerusalén para el presidente Nasser; en ella se decía que el prisionero Johann Lotz era de nacionalidad israelí y que revistaba en el ejército judío con el grado de coronel. Después detallaba su trayectoria completa y revelaba el nombre de los funcionarios egipcios que le habían proporcionado información. La carta terminaba con una velada amenaza: en caso de no concederse la libertad del coronel Lotz, el gobierno israelí se reservaba el derecho de hacer pública toda la historia. Podía entenderse fácilmente que si Jerusalén ventilaba el asunto a lo luz del día, el prestigio del gobierno egipcio sufriría un rudo golpe en el mundo árabe, pues la actuación del agente israelí había sido tan fantástica que hasta íntimos amigos de Nasser estaban involucrados en el affaire, además de altos funcionarios del gabinete, generales del ejército y varios jefes de los servicios de inteligencia militar; todos ellos engañados por el hábil espía. Nasser cedió ante la presión de Jerusalén y demandó —para otorgar el trueque solicitado— que los israelíes guardaran silencio. Hace un mes alguien debe de haber roto ese acuerdo tácito entre israelíes y egipcios, pues un empleado de la Cancillería de Alemania Occidental, de quien, por razones obvias, no es posible proporcionar el nombre, ofreció una serie de pistas para que toda la historia pudiera ser develada. Seguir las huellas de Lotz y armar el rompecabezas de su actuación en El Cairo no fue una tarea fácil, pues los espías no suelen dejar trazas de sus pasos. Tampoco resultó posible explicar cómo el contenido de la carta israelí a Nasser llegó a conocimiento del citado funcionario alemán que ofreciera los primaros informes acerca de Lotz. De cualquier modo, lo cierto es que todos los datos pudieron ser confirmados y que tanto los servicios egipcios ríe información como los departamentos de inteligencia israelíes han guardado —al respecto— un significativo silencio.

UNA PERFECTA ELECCION
El 25 de enero de 1968, el último prisionero egipcio volvió a su patria. Diez días después, el presidente Nasser firmaba la liberación de Lotz, refiriéndose a él como un ciudadano alemán acusado de realizar actividades de espionaje en favor de Israel. Esa misma mañana, acompañado por el cónsul germano y un oficial de seguridad egipcio, Lotz se embarcó en el avión LH-591 de la compañía Lufthansa con destino a Bonn; su cautiverio había terminado y se iniciaba su leyenda.
Para Fennimore Dundee Squire, ex agente británico durante la Segunda Guerra Mundial, el "resonante éxito de Lotz se debió a su prodigiosa habilidad para manejar la verdad", un juicio estimable si se piensa que Dundee Squire fue, durante varios meses, entrenador de Lotz en la ciudad alemana de Munich. En efecto, él fue uno de los pocos ases del espionaje que actuaron durante largo tiempo con su propio nombre. Su pasaporte, así como su cédula de identidad, el certificado de nacimiento y su licencia de matrimonio eran auténticos. Lotz dijo la verdad a los egipcios cuando afirmó haber nacido en Mannheim en 1921. Sin embargo, a partir de ahí lo verdadero en la vida de Lotz comienza a confundirse con lo apócrifo. Su padre fue Hans Lotz, gerente del teatro oficial de Hamburgo; residió posteriormente muchos años en la ciudad de Berlín, donde falleció en las postrimerías de la Segunda Guerra. Su madre fue la actriz Helene Hirsch, de origen semita.
Estos datos figuran en una ficha que se conserva en la escuela secundaria de Momsen, donde ingresó el pequeño Johann a los doce años de edad. En esa misma época (1933), el partido nazi subió al poder en Alemania y la actriz judía Helene Hirsch fue puesta en la lista negra. Poco antes, los padres de Johann se habían divorciado: privada, de esa manera, de recursos económicos, la actriz consiguió emigrar a Palestina huyendo de las persecuciones raciales.
Por ese entonces, árabes y judíos vivían allí en relativa calma, bajo protectorado británico. No obstante, para Helene las cosas no fueron muy fáciles: no hablaba hebreo ni idish. A pesar de eso, consiguió pequeños papeles, donde apenas tenía que pronunciar dos o tres palabras; poco a poco, esforzándose para aprender hebreo, logró algunos roles más importantes en el teatro Habima, que con el tiempo se convirtió en el Teatro Nacional de Israel. Mientras, el pequeño Johann había sido inscripto por su madre en la escuela de agricultura de Ben Shemen. Cuando tenía 17 años comenzaron los primeros graves disturbios entre árabes y judíos, circunstancia que lo impulsó a unirse a la Haganá, organización militar clandestina que tenía la misión de proteger las aldeas judías de los ataques árabes. Poco después estalló la Segunda Guerra Mundial y los ingleses comenzaron a reclutar voluntarios para luchar contra los alemanes. Johann alteró la fecha de nacimiento que figuraba en su tarjeta de identidad y consiguió, a pesar de no tener la edad suficiente, que lo aceptaran en la infantería británica.
Debido a su perfecto dominio de la lengua árabe —idioma obligatorio en la escuela de agricultura frecuentada por el pequeño— el joven Lotz fue asignado a un destacamento de El Cairo, donde permaneció cuatro años, circunstancia que le permitió familiarizarse con el dialecto árabe que hablan los cairotas, distinto al de los palestinos.
Desmovilizado con el grado de sargento, Johann Lotz se radicó —al término de la contienda— en Haifa, comenzando a trabajar en una refinería de petróleo como empleado administrativo. Tres años permaneció en ese sitio, durante los cuales sirvió otra vez en la Haganá, encargándose —esta vez— del contrabando de armas para la organización clandestina. En 1948, año en que estalló la primera y más sangrienta guerra entre árabes y judíos, Lotz ingresó en el ejército israelí con el grado de teniente, y desde ese momento se convirtió en soldado profesional. Poco después de alcanzar el grado de coronel un agente del departamento de Seguridad le propuso realizar una importante misión secreta, para la cual debía trasladarse a El Cairo como si fuera un ciudadano alemán y dirigir —desde allí— la red de espías israelíes que actuaban en Egipto.
La elección de Lotz como encargado de los asuntos secretos israelíes en la R.A.U. no podía haber sido más perfecta: alto, rubio y de pelo lacio, robusto, buen bebedor de cerveza, incircunciso, pasaría fácilmente como un alemán de raza aria. Prototipo físico de un ex oficial nazi, Lotz acumulaba otros méritos: su indudable simpatía le permitía hacerse de amigos rápidamente y su talento mundano se unía a una evidente capacidad artística, heredada de su madre. Esto, además de su dominio del árabe, lo convertía en el hombre ideal.
Durante varios meses fue entrenado minuciosamente para las nuevas funciones que debía cumplir: todos los trucos clásicos de los espías, desde la tinta invisible hasta la manipulación de peligrosos explosivos, fueron aprendidos rápidamente por Lotz. Cuando estuvo preparado, el servicio de inteligencia israelí le inventó un pasado alemán según el cual el pequeño Johann había terminado sus estudios en la escuela secundaria. Después de su último examen —según la fábula incubada— fue incorporado a la 115ª División Blindada, que operó en el norte de África bajo el mando del general Rommel. Dundee Squire fue el encargado, en Munich, de proporcionarle el nombre de los oficiales superiores de la división y de los respectivos regimientos, así como la campaña realizada por esa fuerza militar. Después de terminada la guerra y de alcanzar el grado de capitán —continuaba la historia—, Lotz se marchó a Australia, donde amasó una considerable fortuna criando caballos. Nostalgioso de las nieves de su país natal, el millonario criador de caballos terminó volviendo a Alemania después de once años de alejamiento. Para que esa historia fuera verosímil, el espía —antes de entrar en funciones— pasó una larga temporada en Melbourne para adquirir el tono idiomático y los modismos australianos. Allí, fortuitamente, o quizá no tanto, trabó amistad con la esposa australiana de un médico egipcio, a la que convenció —empleando sus dotes histriónicas— de que se conocían de antes, cuando bailaron juntos durante una fiesta dada por un presunto amigo común en la ciudad de Sydney. Esta relación casual habría de serle muy favorable, pues el médico en cuestión —el doctor Abin Sahalat— se convertiría, de vuelta a su patria, en galeno personal del presidente Nasser. Encontrarse con estos viejos amigos, dos años más tarde, en El Cairo, le sirvió a Lotz para confirmar su pasado australiano y aventar posibles sospechas.
Su verdadera misión comenzó en 1960, pero antes de partir hacia Egipto el agente secreto se trasladó a Berlín para fabricarse una personalidad distinta aunque verdadera. Allí tomó —después de haber demostrado que naciera en Mannheim— la ciudadanía alemana, con lo cual consiguió un pasaporte germano auténtico y fuera de toda sospecha. Así, pasó un año entero en Alemania, familiarizándose con el ambiente de ese país y trabando relaciones; no podía pasar por alemán en Egipto si no tenía relación de amistad con algunas personalidades de la política y las finanzas germanas. Más tarde, pensó el servicio de espionaje israelí, podría ser un inconveniente si no recibía correspondencia de Alemania o si no podía invitar a un compatriota suyo, como millonario que era, a pasar unas vacaciones en su futura finca de El Cairo.
Había otras cosas que era obligatorio que supiera: por ejemplo, cómo era la Zum Golden Stern, una confortable hostería de las afueras de Munich, obligado lugar de cita para los ejecutivos' de las altas finanzas. También debía conocer a Gisela, dueña de un famoso night-club de Berlín, amiga de ministros y senadores. Fue ella, precisamente, quien le presentó al titular de Agricultura, también interesado en la crianza de caballos de pura sangre. Desde ese momento, el espía Lotz y el ministro Hocherl se convirtieron en buenos amigos y hasta en socios: juntos compraron varios caballos de polo argentinos y los vendieron posteriormente, como reproductores, al millonario estadounidense Marión Macdonal para su rancho Bar-34. Así, cuando el agente israelí desembarcó en Egipto, a fines del año 1960, ya era —en algunos círculos— un conocido hombre de negocios, ex oficial del ejército alemán, levemente antisemita, que había hecho su fortuna en Australia luego de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, Johann Lotz se había recibido de espía, después de experimentar una metamorfosis prodigiosa.

EL BURGUES GENTILHOMBRE
Como si fuera uno de los tantos turistas germanos que van a El Cairo en procura del lujoso sol egipcio, Lotz se embarcó en Génova, en el paquebote italiano Espéria, rumbo al puerto de Alejandría. Allí permaneció una semana, enzarzado en clásicos y fatigantes tours, sólo aptos para viajeros resignados o para los amantes de las visitas a horario fijo. El único desliz que se permitió fue el de intimar con Saida Fuhad, una arrobadora cantante del cabaret Kefren, por ese entonces de última moda. Más tarde, la amistad con Saida —que conservó durante todos los años que permaneció en Egipto— le franqueó la entrada a círculos muy importantes de El Cairo, pues la bella cantante se convirtió —con el correr del tiempo— en la amante del general Amed Harari, miembro del Estado Mayor del ejército egipcio.
Una vez que Lotz estuvo instar lado en el fastuoso hotel Sahara, uno de los más selectos albergues cairotas, el agente inició la primera etapa de su plan, que consistía en instalarse en Egipto y trabar amistad con personalidades del gobierno. Para fortalecer su imagen de aficionado a la equitación y a la cría de caballos, Lotz se inscribió como miembro visitante en el Gezira Sporting Club, frecuentado por los ingleses en la época del rey Faruk y uno de los locales más bellos del mundo. Allí encontró, una mañana, a un hábil jinete egipcio, que conducía su caballo —un animal estupendo— con una maestría envidiable. Media hora después, Lotz y el jinete charlaban amablemente en el bar del club como si fueran amigos de toda la vida. Otra vez el azar favorecía al carismático agente israelí, pues el jinete en cuestión no era otro que el general Iussef Ghorab, uno de los más reputados militares de la R.A.U. e íntimo amigo del presidente Nasser.
Ghorab, como es de suponer, se ofreció a proporcionar a su nuevo amigo los contactos necesarios para que pudiera adquirir algunos buenos caballos árabes y exportarlos a su cabaña de los alrededores de Munich. Durante los dos meses que duró esta primera estadía de Lotz en Egipto, el agente secreto no sólo intimó con el general Ghorab sino que acumuló simpatías en un amplio círculo castrense, donde adquirió fama de hombre de mundo, de donjuán imbatible y de millonario generoso, acostumbrado a deslumbrar a sus amistades con un increíble derroche de dinero. Es que ese alemán comunicativo, buen bebedor, ex soldado experto en logística, en nada se parecía a un burgués en vacaciones; se asemejaba —más bien— a uno de esos nobles europeos, rumbosos y moderados al mismo tiempo.
Logrado su objetivo inicial, Lotz volvió a Europa para orquestar todos los detalles de su futura misión, que lo obligaría a residir permanentemente en Egipto. Su primera escala fue la ciudad de Munich, en donde retiró una enorme cantidad de dinero que los israelíes habían depositado en su cuenta bancaria. Después se trasladó a París y tomó contacto con un técnico judío que le proporcionó un diminuto trasmisor de onda corta, lo suficientemente pequeño como para que pudiera ser instalado en el taco de las botas de montar de Lotz. En ese taller parisiense de la plaza Vendôme el espía israelí aprendió, en dos semanas, a trasmitir en sistema Morse y se familiarizó con el código secreto a emplear en sus mensajes cifrados: era el último detalle que faltaba para que el mayor operativo de espionaje de los últimos años pudiera ser iniciado.

AMOR EN EL COCHE CAMA
El 3 de junio de 1961 Lotz se embarcó en el Orient Express para Munich, última etapa del viaje que habría de llevarlo a Egipto por segunda vez. En los pasillos del tren se encontró coro una rubia compatriota, la interesante Waltraud Neumann, de la cual quedó prendado inmediatamente. Un par de horas le bastó para convertirse en su amante. Un poco irreflexiblemente Johann le dio a su flamante amiga su número telefónico de Munich; dos días después se encontraban nuevamente.
El apasionado idilio que vivió la pareja hizo que el viaje de Lotz se postergara dos semanas, durante las cuales frecuentaron, como dos simples enamorados, night clubes, teatros y cervecerías. Ante la imposibilidad de aplazar por más tiempo su misión, Johann invitó a Waltraud a acompañarlo a Egipto. La joven, al principio, se negó a seguirlo, pues, temía las complicaciones que ese viaje pudiera ocasionarle. En realidad, la Neumann se encontraba en Alemania pasando sus vacaciones, pues residía en los Estados Unidos, país al que su familia había emigrado al final de la Segunda Guerra Mundial.
Lotz, entonces, decidió mostrar sus cartas; no sólo propuso matrimonio a su amiga, sino que —además— le confesó su papel de espía israelí. Si los superiores de Johann hubieran sabido esa actitud tomada por Lotz, casi seguro que la carrera del agente habría terminado en ese mismo momento. Pero la suerte lo favoreció de nuevo: ese detalle de la personalidad de Johann terminó por conquistar a Waltraud, quien lo acompañó a Venecia.
En Italia, después de varios días de verdadera luna de miel, la pareja acordó reunirse nuevamente en Egipto en el término de un mes, tiempo suficiente para que ella viajara a los Estados Unidos con el propósito de abandonar su empleo de ejecutiva en los hoteles Hilton, arreglar su situación familiar y tomar el avión para encontrarse con su impaciente enamorado. Cuando se separaron, en Venecia, las bodegas del buque Ausonia albergaban un nutrido ajuar: 16 grandes maletas y un flamante Volkswagen, regalo de bodas de Johann.
A todo esto, el servicio de inteligencia israelí aún ignoraba la existencia de Waltraud, pues Lotz se había cuidado muy bien de comunicar su casamiento con la rubia alemana. Su intención era hacerlo saber una vez que estuvieran instalados en El Cairo, de modo que las cosas ya no tuvieran remedio. Posiblemente haya tenido razón en actuar así, pues con el tiempo su esposa se convirtió en su más eficaz asistente y sin ella es muy difícil que hubiera podido llevar a cabo el gigantesco servicio que prestó a su patria.
En El Cairo, donde lo aguardaba el general Ghorab junto con altos funcionarios de la aduana para que sus maletas no fueran inspeccionadas y que sus dos autos —un lujoso Mercedes y su indestructible Volkswagen— fueran desembarcados de inmediato, Lotz comenzó a vivir una vida digna de un pashá árabe. Su primera decisión fue comprar una espaciosa casa en el elegante distrito de Zamalek y rodearse de un ejército de criados. El general Ghorab, tomando en serio el interés de su amigo Rusty (así lo llamaba, cariñosamente) por el negocio de los caballos, le presentó a un alto funcionario del Ministerio de Agricultura, que desde ese momento entró a formar parte del círculo mundano de Lotz.
Fue a ese funcionario que el agente israelí compró una graciosa yegua de pura sangre árabe, a la que bautizó con el nombre de Edelweis. Con el pretexto de entrenarla y regalarla a su esposa, Lotz trasladó a Edelweis a la caballeriza de un adiestrador húngaro, cuyo picadero, por casualidad, lindaba con el patio de maniobras del cuartel general de vehículos blindados del ejército egipcio. Así, todas las mañanas, Lotz (cuyo nombre en clave era Caballo) podía observar —instalado en la torre de cinco metros de alto de la caballeriza— los progresos de la saltarina Edelweis y el movimiento de tanques en el cuartel vecino.
De esa manera, cuando más tarde Tel Aviv le solicitó información acerca del movimiento de tropas blindadas en Egipto, el mensaje del agente Caballo sorprendió por su rapidez y precisión. Pero eso no es todo: con la ayuda de un teniente de comunicaciones del mismo comando de blindados, que actuaba al servicio del espionaje israelí, Lotz consiguió intervenir el conmutador telefónico del regimiento, extendiendo una línea y ocultándola en la misma caballeriza del entrenador húngaro, quien nunca sospechó que su escuela de equitación era un punto clave de la red de espionaje israelí. Ese teléfono clandestino continuó operando durante largos años, incluso durante la Guerra de los Seis Días, cuando jugó su papel más importante.
La celeridad con que actuó Lotz en Egipto resulta sorprendente: en sólo un mes, antes de la llegada de su esposa, el agente secreto estaba en posesión de vitales secretos de la defensa militar de Egipto y podía saber, merced al grabador que había conectado a su teléfono clandestino, todos los movimientos de tanques que ordenara el Estado Mayor nasserista. Quizá sea por ese brillante éxito inicial que las ambiciones conspirativas de Lotz fueron en aumento. Cuando contó con la ayuda de su recién llegada esposa, ni los mismos jefes del servicio secreto del ejército israelí lograban contener la sorpresa y el entusiasmo ante los informes de Caballo.

MISILES PARA EL DESAYUNO
Desde el comienzo, Waltraud jugó a la perfección un papel de atractiva ingenua. Alta, rubia, de ojos azules y piel blanquísima, Waltry parecía hecha especialmente para cautivar a los amigos egipcios de su marido. Con desparpajo solía hacer las preguntas más inconvenientes con la más candorosa sonrisa. (Uno de sus más tenaces admiradores fue el coronel Mohsen Sabri, subjefe del Servicio de Inteligencia egipcio; por invitación de éste, Rusty y Waltry visitaron, toda la zona militar del canal de Suez (incluidas sus fortificaciones), viajando en el propio auto del gobernador militar del territorio.
Dos días después Lotz trasmitía a Tel Aviv el número preciso de soldados afectados al área, la cantidad de armamento que poseían, los vehículos que utilizaban, la gasolina que consumían y hasta el menú diario que formaba el rancho. Tan sorprendente acumulación de detalles fue proporcionada por el mismo coronel Sabri al consultarlo, como ex oficial alemán, sobre los problemas de logística que preocupaban al Alto Mando. Al final de sus mensajes radiales, Lotz —agudo observador— solía agregar algunos comentarios acerca de la moral y la situación psicológica de las tropas árabes. En ocasión de su visita a las defensas del canal, telegrafió las palabras que el comandante militar de la zona, brigadier Fuad Osman, había pronunciado, como ingeniosa ironía, al fin de un copioso banquete. Según Lotz, la frase que pronunciara Osman era un buen índice para medir el desaliento de los oficiales árabes: "La última batalla que ganaron los egipcios fue la del segundo acto de la ópera Aída", afirmó el brigadier a los ¡postres, mientras varios comensales elogiaban el valor del ejército nasserista y los nuevos cohetes SAM que los rusos estaban instalando en algún lugar de Ismailia.
Estos misiles tierra-aire, que podían poner fin al predominio aéreo del Estado judío, preocupaba desde hacía un tiempo a la aviación de Tel Aviv, que había logrado fotografiar su emplazamiento. Ante el temor de que se tratara de un simple artificio armado para atemperar las incursiones israelíes, el servicio de Inteligencia ordenó a Lotz que verificara el número y emplazamiento de los cohetes rusos.
Una mañana, en compañía de su esposa y del pequeño y bullanguero Alí —hijo menor, de cuatro años de edad, del general Ghorab—, el agente israelí partió a bordo del Volkswagen en unas cortas vacaciones a lo largo de la costa. Por cierto, la trompa del auto apuntaba hacia el presunto sitio en el cual se alzaban los misiles soviéticos. Dos días después, a la hora de la siesta, mientras Lotz y el pequeño Alí dormían en el asiento trasero, el vehículo manejado por Waltry penetró en una zona militar vedada y fue detenido por los centinelas. Estos, impresionados por los títulos que acreditaban los intrusos (amigos del coronel Sabri, acompañados por el hijo de un influyente general), en lugar de conducirlos detenidos fuera de la base, los llevaron al despacho del comandante de Seguridad, para lo cual debieron atravesar todas las instalaciones. Cuando penetraron en su oficina, el coronel Fathi tardó varios minutos en salir de su asombro: era la primera vez que dos civiles —y más de nacionalidad extranjera— entraban en la más secreta base del ejército egipcio.
No obstante, después de que la pareja le hubo explicado que en realidad todo se trataba de una confusión, el coronel pareció estar algo más tranquilo. Según Lotz, ellos se dirigían hacia Lago Amargo, en excursión de pesca, para unirse allí con su íntimo amigo, el general Ghorab, cuyo hijo menor estaba con ellos. La culpa había sido del Waltraud, que tomó por un camino equivocado mientras él y Alí dormían la siesta en el asiento trasero del auto. El teniente que los detuvo confirmó esta última parte de la versión. Una llamada telefónica de Fathi a su inmediato superior, el coronel Sabri, terminó por aclarar todo el asunto. "Rusty —le dijo por teléfono el militar amigo—, si no quieres que te haga encarcelar por estar espiando nuestra base secreta de cohetes debes pagarme con una fiesta y una caja de champagne francés."
Esa noche los dos alemanes fueron huéspedes del coronel Fathi y pernoctaron en la base. A la mañana siguiente, junto con el desayuno, el jefe de seguridad, para delicia del inocente Alí, los invitó a recorrer las instalaciones de misiles SAM. Una semana después la aviación israelí recibía un detallado informe acerca de los cohetes soviéticos, así como el número de técnicos rusos que prestaban servicio en la base de proyectiles. Casi a la misma hora en que los aviadores de Israel leían el informe de Lotz, el coronel Sabri recibía, en su casa, una caja de champagne francés: no era pagar demasiado cara una información tan valiosa, aunque se tratara de doce botellas de Möet Chandon, cosecha 1939.

LA GUERRA LA GANO YO
Tiempo después un nuevo radiograma, de Lotz preocupaba al Alto Mando israelí: según el agente Caballo, un contingente de 400 técnicos alemanes acababa de ser contratado por el gobierno egipcio para que Nasser pudiera fabricar sus propios misiles. El jefe de dicha delegación de científicos mercenarios era el doctor Wolfgang Pilz, antiguo ayudante de Werner von Braun. Los cohetes, según Lotz, estaban siendo construidos en la fábrica 333, cerca de El Cairo. Otro equipo de alemanes, liderados por el profesor Ernst Stang, ya había iniciado la construcción en serie de un interceptor ligero (el HA-300), diseñado en España por Willy Messerschmitt. Lotz recibió el encargo de obstaculizar ambos proyectos. Para coordinar la operación, Rusty y Waltry viajaron a París, donde se entrevistaron con el coronel Iacov Avit, jefe del Servicio ele Seguridad de Israel.
En el otoño de 1962 una serie de misteriosos ataques demoró los planes de Nasser. El 11 de noviembre el doctor Heinz Krug —experto en balística— desapareció misteriosamente de su residencia de El Cairo y nunca se volvió a saber de él. Un mes antes, el gerente de una firma que compraba piezas de aviones en Europa para la construcción del HA-300 en Egipto, tomó un avión en compañía de su esposa y jamás retornó al punto de partida: un enigmático accidente sepultó al pequeño Cessna particular en las aguas del Mar del Norte, cerca de la isla germana de Syit. El 27 de noviembre el profesor Pilz abrió una carta que explotó en sus manos, causándole graves quemaduras y dejando temporariamente ciega a su amiga y secretaria Hannelore Wende. El 2 de marzo de 1963 los hijos del profesor Paul Goercke fueron secuestrados y permanecieron cautivos de un comando israelí hasta que el constructor de cohetes dejó de trabajar para Egipto. Poco más tarde el brigadier Kamal Azab, matemático de la fábrica 333, recibió una inocente encomienda: la onda expansiva de la explosión que produjo, al abrirla, mató a siete egipcios que trabajaban en el proyecto de los misiles.
Durante varios años, en forma implacable, el servicio secreto israelí entorpeció los proyectos de Nasser de construir sus propios cohetes y aviones; Johann Lotz fue la principal pieza de ese operativo: su misión consistió en suministrar el nombre, la dirección y los movimientos usuales de todas las personas que trabajaban en torno de ambos planes. Aunque esa tarea fue cumplida con precisión matemática, el operativo Mercenarios, como fue caratulado, no arrojó los resultados que el servicio secreto israelí esperaba: temerosos de volver a Alemania, donde estarían menos protegidos que en El Cairo, los técnicos germanos siguieron trabajando en Egipto. Sin embargo, al fin Nasser abandonó sus planes y el último mercenario alemán volvió a su patria después de la Guerra de los Seis Días, cuando los rusos consiguieron el monopolio en el campo de la cohetería egipcia.
Con todo, la mayor hazaña lograda por Johann Lotz fue durante las dos primeras jornadas de la Guerra de los Seis Días. No sólo anticipó el movimiento de las columnas de tanques egipcias, sino que —por una circunstancia fortuita— estuvo en condiciones de señalar todos los planes tácticos de la aviación árabe: en su grabador, una conversación entre el jefe de las tropas blindadas y el ministro del Aire le permitió trasmitir a Tel Aviv la valiosa información. De esa manera la vertiginosa victoria de las fuerzas judías no resulta tan asombrosa.
Su único descuido fue —en esos días de intenso trajín— no haber ocultado bien su diminuto trasmisor, escondido en una balanza: uno de sus criados árabes lo descubrió, denunciando el hallazgo a la policía. Lotz fue detenido y acusado de brindar información económica y financiera a los israelíes en tiempos de guerra. Ese desliz le costó una rápida condena a¡ prisión perpetua. No obstante, su trabajo estuvo tan excelentemente orquestado que su teléfono secreto sólo fue detectado cuando Nasser recibió la carta del gobierno de Israel descubriendo su verdadera identidad. Pero ya era tarde: Lotz había ganado la guerra.
Poco más tarde el general Ghorab y el coronel Moshe Sabri fueron procesados por negligencia y separados de sus puestos. En el juicio quo se les siguió, en El Cairo —a puertas cerradas—, fueron condenados, además, otros 15 altos funcionarios del gobierno por pasar secretos militares al enemigo.
Revista Siete Días Ilustrados/span>
8/2/1971

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