Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Antes y Ahora
JOHNNY WEISSMULLER. REY DE LOS MONOS
El célebre nadador, luego encaramado en una universal fama cinematográfica -en las décadas de los años 30 y 4O- gracias a su convincente interpretación de Tarzán, recuerda, a los 68 años, el insólito anecdotario de su carrera fílmica. Ahora -ya alejado de hazañas deportivas o selváticas- encara con fruición una tercera etapa, caracterizada por el ocio y la opulencia

En la actualidad, es más o menos común que a un actor se lo reconozca no tanto por su nombre (o sus cualidades), sino por el de su personaje, o la personalidad conferida al mismo por el autor de los libretos. El ejemplo más corriente de ello lo brindan los intérpretes de lacrimosos teleteatros: sin duda, es mucho más conocido Rolando Rivas que Claudio García Satur. Sin embargo, hace treinta años, el panorama era distinto. Una de aquellas excepciones, quizás la más gráfica, es el caso de Johnny Weissmuller, a quien aún hoy automáticamente se lo identifica con Tarzán, el personaje casi legendario creado por Edgar Rice Burroughs.
Curiosamente, su etapa de grandes saltos entre lianas, encarnizadas luchas con enormes fieras, providenciales salvamentos de Juana —su compañera— y característicos gritos triunfales con un pie apoyado en el pecho de su victima, fue sólo una en la dilatada carrera de Weissmuller. Habiendo sido campeón de natación en su juventud, J. W., en 1973, a los sesenta y ocho años de edad, sigue cuidando su físico, mientras vive de las rentas producidas por sus gimnasios y natatorios. Empeñado en gozar con el recuerdo de sus hazañas, la semana pasada aceptó gustoso rememorarlas. Solamente las arrugas de su cuello y su figura algo agachada recuerdan su edad. El resto, sus 95 kilos de peso, su altura (1,93 metros) su pelo —aunque teñido— y su armónica musculatura son las mismas de antaño. Ensimismado, mientras hilvanaba la evocación de sus hechos pasados, recorría a grandes zancadas la habitación del residencial hotel en el que pasa sus largas vacaciones en Titus-ville, exclusivo poblado de la península de Florida. Lo que sigue es una síntesis de ese monólogo.
Nací en Pennsylvania, pero gran parte de mi niñez y toda mi juventud la pasé en Chicago, donde mi padre era cervecero. Pobre: siempre recuerdo cómo me renegaba cuando no quería comer y adelgazaba cada día más. "Siempre serás un alfeñique , me espetaba. Ya casi desesperados mis padres me enviaron a la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) para que aprendiera a nadar.
A partir de la primera lección se gestó el primer gran cambio en mi vida. Me empezó a gustar el deporte y muy especialmente la natación. Me di cuenta de que me sobraban aptitudes a medida que comencé a derrotar a todos. Tenía 19 años cuando obtuve los primeros halagos internacionales. Los gané en los Olimpíadas de París en 1924, en las que conquisté tres medallas doradas. Pocos años después, en Amsterdam, lograría otras dos, más un segundo puesto en water-polo. Pero, además de esas cinco medallas doradas, me puedo jactar de otros resonantes méritos en mi carrera deportiva: batí 67 records mundiales y los expertos me siguen considerando como el mejor nadador de la primera mitad del siglo.
Mientras relata su abandono de las competencias, en 1930, sin haber sido vencido, saca pecho y ejercita en broma algunas poses dignas del recientemente fallecido Charles Atlas. Al mirarse en el espejo ríe de muy buena gana, mostrando su dentadura completamente forrada con oro. Se pone unos anteojos oscuros —prácticamente no sale al exterior sin ellos— y comienza a recorrer los jardines que rodean a la piscina.
Como de algo tenía que vivir, me puse a vender trajes de baño. ¿Qué otra cosa podía imaginar un nadador? Pero esa actividad no me duró mucho: un buen día en que había ido a visitar a mi amigo Clark Gable, que por entonces estaba contratado por la Metro Goldwyn Mayer de Hollywood, alguien se me acerca y me dice: "¿Por qué no se pone en aquella fila de hombres?: están buscando un actor para Tarzán". Yo pensé que me querían tomar el pelo, pero igual fui. No sabía si Tarzán era un enamoradizo galán o un héroe del Far West.
Luego de esperar un rato largo me llamaron y me preguntaron si podía correr, encaramarme a un árbol y llevar en hombros a una muchacha bonita. Medio divertido, lo intenté y parece que salió muy bien: a partir de ese momento fui el sexto hombre que encarnó a Tarzán. Creo que a ustedes les toca decir que fui yo el que mejor lo hizo.
Pero no todo fue fácil: el día que tuve que firmar contrato estuvo a punto de fracasar, ya que querían cambiarme de nombre: "Es que es muy largo y no entrará en los carteles de propaganda", me decían. Yo no lo acepté y les dije: "Al diablo. Seguiré vendiendo mallas". Eso los hizo retroceder. Pero lo que sí tuve que cambiar fue el color de mi pelo. Soy espantosamente pelirrojo y me hicieron teñir de castaño claro. Me gustó el cambio y hasta ahora sigo tiñéndome. Otra de las dificultades más serias se presentó cuando tuve que aprender a emitir el célebre grito de triunfo. Al principio pensé que sería fácil: de muchacho yo gritaba en falsete, imitando a los tiroleses. Pero a pesar de eso, demoré tres meses en aprenderlo y no conseguía gritar más de tres veces sin quedarme completamente afónico. El inconveniente se superó cuando al director se le ocurrió hacer una grabación y usarla en todos los films.
En realidad, tengo que reconocer que tuve bastante suerte. Me pagaban por hacer de Tarzán a pesar de no ser actor. Lo único que tenía que hacer era mostrarme al natural. Nunca tuve que preocuparme por el libreto. Una vez pedí uno, pero no me lo dieron. El director sonrió y me palmeó amigablemente la espalda: "Tu jamás tendrás que decir otra cosa que Yo Tarzán, tú Jane o Ven conmigo a la selva". En las escenas más intensas me pedían que pusiera cara de bobo. Pero yo no protestaba: me pagaban 100 mil dólares por película y la filmación de cada una duraba cuatro meses. Las tomas se hacían al Norte de Hollywood, en Sherwood Forest. Allí aprendí a balancearme de rama en rama, me acostumbré a luchar con un cocodrilo y a derrotar a dos leones al mismo tiempo. Aunque parezca mentira, la parte de mi cuerpo que más sufría, eran los pies: los tenía que dejar largo rato en salmuera al terminar cada jornada de trabajo.
Pero no crean que tengo buenos recuerdos de esa época de actor. Con el tiempo, el papel se puso monótono. Los animales eran excesivamente domesticados y llevaba mucho tiempo hacerlos trabajar. Creo que sentían un olor familiar al acercarse a mí y, en lugar de luchar, se ponían a juguetear y a lamerme. De todas maneras, llegué a filmar 19 películas como Tarzán, la última de ellas terminada de rodar en 1949.
Ya libre de la obligación de hacer Tarzán, me dediqué a filmar la serie de televisión Jim de la Selva, de la que grabé 75 episodios. Mis ganancias se multiplicaron con Jim. Usé mi experiencia en la redacción del contrato, de tal manera que me dieran una participación de las ganancias. Como todavía se pasan en algunos canales, cada tanto recibo algún dinero. Es cierto que gasté mucha plata en las primeras épocas. pero todavía me queda lo suficiente para vivir bien.
A esta altura de la charla, Johnny Weismuller se ha recostado en una raposera. Como obedeciendo a un reflejo controla la hora en su reloj y luego mira hacia el edificio: sonríe al comprobar la puntualidad de la elegante rubia alemana, que se acerca con un vaso de agua y varios paquetes de medicinas.
Es la culminación de mi desayuno —explica—. Empezó con tres pomelos, dos tajadas de tocino y dos huevos fritos. Ahora, media hora despues, lo completo con cinco vitaminas distintas. Todo el mundo va a tener que tomarlas pronto: con esta contaminación, el organismo se debilita.
La joven, muy bronceada, se aleja, haciéndole una caricia en la mejilla.
¡Ah! Perdón, no presenté a María, mi quinta mujer. Es muy buena: hasta me tiñe el pelo. Nos casamos hace diez años, en el Hotel Dunes, de Las Vegas. Se hizo gran publicidad con mi quinto casamiento. Tanto que la ceremonia fue televisada, en Hollywood se dice que con las dos primeras esposas sólo se aprende: yo seré un tanto duro para aprender, porque necesité cuatro antes de hacer las cosas bien.
Aunque, en realidad, eso de "hacer" está referido exclusivamente al matrimonio, porque en el resto del día, a esta altura de mi vida, no hago nada. Eso sí, mis dos o tres horas diarias de natación las hago: no sea cosa de perder el estado físico. El resto es lo que se puede llamar una vida fácii. Tengo las utilidades de mis negocios: 15 balnearios, 75 gimnasios y varias clínicas geriátricas en América latina. Durante un tiempo pensé en diseñar ropa deportiva, pero desistí: ya no me esfuerzo más.
Tampoco me preocupo por leer los diarios, o por la política: aunque la guerra de Vietnam es un hecho muy desagradable, prefiero no opinar, no me interesa discutir esos temas. Tengo muy presente el problema del presidente Richard Nixon. Es muy buen amigo mío desde hace muchos años. Acostumbraba a jugar al golf con él y me confesó que dejaría de ser un hombre feliz el día que no pudiera practicar algún deporte. Pero, a pesar de sus afirmaciones, hace varios años que no lo veo. Lo perdí de vista cuando se fue a Washington. Creo que ahora no tiene tiempo para divertirse. Eso le pasó por meterse en política.
Después del chiste —quizás una excusa para referirse a su amistad personal con el presidente americano—. Johnny se incorpora en la reposera, sonríe al periodista, se disculpa con un "¿Le molesta si refresco el cuerpo?" y se zambulle limpiamente en la piscina. Nada como sólo él sabe hacerlo, no importa que tenga 20, 68 ó 200 años: brazadas firmes y precisas, patada vigorosa y fulminante. Aún ahora se permite nadar media tarde casi sin descanso, para envidia de algunos más jóvenes que él. Como si aún algún juez olímpico tomara sus tiempos, o un feroz cocodrilo amenazara con ganarle una carrera por la vida de Jane.
Revista Siete Días Ilustrados
29.01.1973

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