Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Kienholz
El pintor del tiempo perdido
En 1962, un pintor desconocido vio una cabra. Fue hasta su casa —con intenciones de pintar la cabra— y pintó varias versiones posibles de cabra durante los meses siguientes. Sin embargo, esa obsesión no fue recompensada: no consiguió vender una sola de las telas, que se amontonaron furiosamente en su estudio. Pero Robert Rauschenberg no abandonó su fijación caprina: cuando consiguió el dinero para comprarse el animal —un ejemplar embalsamado que lo había subyugado desde la vidriera de una mueblería— acostó una tela en el suelo, rodeó el cuerpo de la cabra con un neumático de automóvil, y consiguió con el conjunto un asombroso armatoste tridimensional.
La historia personal de esta manía terminaría allí, con la solución del conflicto: pero, dos años más tarde, esa cabra definitiva —que era la negación misma de todos los intentos pictóricos de su autor por atraparla— arrasó con el Gran Premio de la Bienal de Venecia, y catapultó a Rauschenberg a la celebridad internacional No sólo eso: la cabra de Rauschenberg fue el triunfo de una concepción de las artes plásticas que estrujaba el naturalismo hasta el esperpento, que recuperaba de la realidad sólo aquellas aristas que amenazaban con derrumbarla.
Ahora, cabalgando el fin de año, un suburbio neoyorquino se convierte en la capital internacional de esa tendencia, vagamente definida como popart: la sucursal Manhattan de la Dwan Gallery, acaba de inaugurar una extravagante muestra de objetos, presididos por la cabra legendaria. Un gigantesco panel de Larry Rivers —seis meses de trabajo y 4.000 dólares de costo— pretende historiar la revolución bolchevique a través de un desordenado montaje, que resulta imposible abarcar con un solo golpe de vista; un poco más allá, los fantasmas de yeso de George Segal compiten con el Gran Desnudo Norteamericano, en el que Tom Wesselman conjetura resumir las obsesiones sexuales de su país. El aluvión de chatarra, collages, elementos publicitarios, taxidermia y todo tipo de materiales imaginables parece concentrarse, sin embargo, en la obra que nadie vacila en calificar como el hit de la muestra: The Beanery, la reproducción de un bar crapuloso, donde el pintor Ed Kienholz ha volcado torrentes de agresión y lirismo.

El café triste
A los insultos acumulados en la entrada para los visitantes, hay que agregar casi en seguida una leyenda —pintada sobre un banderín universitario— que podría resumir el agrio y desalentado humor de Kienholz: “Ningún hombre es bueno tres veces”, insiste el banderín, y cualquiera que se sumerja en la atmósfera pestilente del bar puede aceptar que la frase se parece a una galantería.
Porque la bondad está totalmente ausente del Beanery, un feroz reducto donde una docena de perdedores de tiempo se apiña sin esperanzas, entregados a un juego que consiste en permanecer detenidos en la antesala de la muerte. Los muñecos —toda la gama de parroquianos arquetípicos, en el pequeño bar de una gran ciudad— conmueven, precisamente, por esa inmovilidad: reproducidos con escrupuloso naturalismo, lo que los aleja de la humanidad son, sin embargo, sus rostros, suplantados por relojes, casi todos detenidos a las diez y diez.
Para su mise-en-scene, Kienholz acumuló todavía otros detalles alucinantes: la luz pobre, el olor intermitente a panceta ahumada, la victrola que emite sin cesar una mezcla de cacareo humano y jazz dulzón. Sin embargo, es el titular de un diario sensacionalista, exhibido en una máquina expendedora de cigarrillos (“Los niños matan a los niños en los desórdenes de Vietnam”), lo que resume para su autor el espíritu de la obra: para consumarlo, Kienholz saturó de brutalidad la alargada habitación de 7 metros por dos, en la que está realizada la reproducción. Pero el verdadero tema de la construcción, despojado de anécdotas, no es otra cosa que el tiempo: “Esto no es más que un lugar desarreglado —explica Kienholz— para gente de toda clase, en el Boulevard Santa Mónica, de Los Angeles : aquí la gente pierde el tiempo, ignora el tiempo, se escapa del tiempo”.
Que él haya elegido una obsesiva serie de relojes, para representar precisamente lo que sus personajes evaden, es apenas una de las muestras de crueldad que propone esta “deliciosa, aunque turbadora, casa de muñecas para adultos”. A los 38 años —nació en Spokane, Washington, en 1927— y a horcajadas de una vida vagabunda, Kienholz reconoce poseer “un ojo que disecciona salvajemente”, y estar tan apartado del arte “como de cualquier otra cosa”.

El momento de su vida
“Me crié en una granja, donde aprendí a familiarizarme con la muerte. Vagué de colegio en colegio, a cualquier parte donde podía conseguir una beca, cambiando de aire cuando la beca terminaba. En 1953 (casado, divorciado y todo eso) fui a parar a una choza cerca de Los Angeles, donde pintaba todo el tiempo y vivía de lo que cazaba en las colinas.” Estas confidencias de Kienholz a un cronista de Newsweek no bastan para resumir su biografía, pero alcanzan para intuirla: para suponer que ese período de “cuadros enormes, pintados con escobillones”, debía forzosamente llevarlo a sus construcciones suprarrealistas.
La ruptura de esa barrera corresponde, en la cronología de Kienholz, a la segunda mitad de 1960, “cuando pinté algo tan grande que me ocupó la casa entera, y comprendí que eso era una casa entera”. Roxy's fue el nombre con que el artista bautizó su casa; en realidad, se trataba de un lacerante prostíbulo, de un detallismo dantesco, en el que el propio Kienholz escribió las cartas íntimas que ocupaban las mesas de luz de las pupilas.
Todo lo que creó desde entonces tuvo esa maníaca intimidad, como si se tratase de detener en el tiempo —con una construcción— la sorprendida vergüenza de la gente: La espera, congelaba la actitud de una anciana que espera la muerte rodeada de sus recuerdos, envasados en frascos de dulces y alineados como un collar alrededor de su garganta; Asiento trasero de un Dodge 1938, intentaba mostrar la flagrante marginalidad de una pareja. “Pero no odio a las mujeres, como se ha dicho —asegura Kienholz—: simplemente, muestro las cosas.”
Por esa actitud, quizá, Kienholz se constituye en una figura no sólo apasionante sino singular, dentro del movimiento de artistas pop: a diferencia de sus colegas, no proclama la espontaneidad de la creación, no afirma el fin de la cultura, no se resignaría a que sus obras fuesen arrasadas por el tiempo. “Pinto para durar —afirma—, y me lleva mucho rato elaborar mis obsesiones. Me cuesta decidirme a exhibirme, pero cuando lo hago no quiero que sea por unos minutos, sino para siempre.”
Esa exhibición parece haber llegado a su punto culminante —para los críticos— en la miseria de Beanery: “Empecé a ir al verdadero—recuerda Kienholz— en 1953: para 1958 supe que tenía que pintarlo”. Hizo algo más: durante seis meses lo reconstruyó minuciosamente, intentó detener para siempre el tiempo fugitivo, las incontables horas que consumió en su persecución.
“Ahora que todo terminó —confiesa, fumando sin pausas— tengo una gran sensación de cansancio, de alivio, de tristeza. Esa gente está comprometida para siempre por mi trabajo: allí estoy expuesto hasta la desnudez, en la soledad fantástica de un bar atestado.” Al llegar a ese punto en sus declaraciones, Kienholz se negó a continuar. Sobre todo cuando un periodista quiso saber cómo se sentiría ahora, si volviese a tomar una copa en el verdadero Beanery: “Probablemente nunca vuelva allí —contestó Kienholz, con sequedad—. Ya no es necesario”.
PRIMERA PLANA
11 de enero de 1966

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