Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

TEORIA Y PRACTICA DE LA MAFIA NORTEAMERICANA
LOS INTOCABLES
Mientras los tribunales de los EE. UU. ventilan explosivos procesos contra miembros de la Cosa Nostra -filial norteamericana de la Mafia-, sus principales cabecillas continúan actuando impunemente es que esa vasta organización delictiva cuenta desde sus orígenes con la complicidad de ciertos políticos y funcionarios públicos
El lunes de la semana pasada, en Nueva York, el pequeño Henry Fear, de 15 años de edad, fue encontrado sin vida, derrumbado sobre el pupitre de su escritorio. En su mano derecha aún conservaba una jeringa hipodérmica con la cual se había inyectado —por torpeza— una dosis excesiva de heroína. La suya fue una muerte milimétrica; apenas un descuido. Pero eso no es todo: algunos meses antes, otro niño —Peter Harris, 16, alumno como Henry de la escuela Saint Patrie, del distrito de Brooklyn— se había esfumado de la misma manera.
Estos dos hechos gemelos impulsaron al gobernador Nelson Rockefeller a erigir una catedral de palabras: "Es necesario —acicateó— que de una vez por todas eliminemos a los traficantes de drogas y al crimen organizado". Se refería, era evidente, a la Cosa Nostra, el mayor sindicato delictivo de los Estados Unidos. ''Jamás podremos construir una gran sociedad democrática y verdaderamente representativa mientras los hampones de la mafia sigan actuando impunemente, corrompiendo a nuestra juventud y envenenando el futuro del país."
Algo, al menos, era verdad: las últimas pesquisas del FBI autorizan a suponer que la Cosa Nostra es una organización más vasta y poderosa de lo que se imaginó en un principio, cuando el gobierno de Nixon desató —a comienzos de enero— una campaña para borrarla de la vida norteamericana.
El periodista Peter Maas —un paladín de la lucha contra el sindicato del crimen— reunió, pacientemente, las piezas de un puzzle que hasta ahora no había trascendido con precisión; su trabajo es algo más que una crónica: descubre, sin tapujos, la historia secreta de la mafia estadounidense. Su investigación, publicada originariamente en The Observer Review, de Londres, es ofrecida por SIETE DIAS en carácter exclusivo.

LA MAFIA POR DENTRO
El delito organizado es uno de los negocios más rentables de los Estados Unidos. Según los últimos cálculos del Departamento de Justicia, arroja una ganancia neta anual de 40 mil millones de dólares. Pero generalmente se admite que esa estimación es bastante conservadora, ya que se basa en cifras estimativas. De cualquier manera, aun si ese guarismo fuera una tercera parte del monto total de las operaciones —se sospecha que es más— todos los otros negocios palidecerían a su lado. Sobre todo si se tiene en cuenta que algunos de los gastos del gobierno federal en materia de defensa exterior (como ser la debatida red protectora de proyectiles antibalísticos) no supera los 7 mil millones de dólares.
El delito organizado, desde luego, no paga impuestos de ninguna clase, aunque insume importantes remesas de dinero para sobornar a policías, políticos y funcionarios públicos: un hecho inevitable dada la envergadura de sus operaciones ilegales (narcóticos, prostitución, juego, préstamos usurarios) y la tendencia que está proyectando actualmente de blanquear su capital infiltrándose en una serie de negocios legales.
Todo ciudadano norteamericano ve perjudicados sus ingresos y su standard de vida por las actividades de la mafia; no importa lo que haga o donde viva. Sólo con las tasas que elude anualmente la Cosa Nostra, la Tesorería podría enfrentar todas sus obligaciones sin dificultades y aun reducir las gabelas internas en un 10 por ciento.
En realidad, esa organización secreta es algo más que un simple clan de mafiosos que actúa al margen de la ley: constituye otro gobierno paralelo, un poder detrás del poder, un verdadero Estado dentro del Estado. Actúa tan sigilosamente, con tantas precauciones, que hasta hace poco su misma existencia era ignorada por los organismos de seguridad norteamericanos. Se sabía, eso sí, que la mafia (un organismo internacional de delincuentes, cuyas principales ramificaciones están en Sicilia, Nápoles, Marsella y Barcelona) podía estar actuando en los Estados Unidos: el resto se ignoró hasta que Joe Valachi —uno de los capos— admitió pertenecer a esa organización y pronunció por primera vez su nombre: Cosa Nostra.
Todo hace suponer que Cosa Nostra está organizada según modelos paramilitares, o como una célula comunista, o bien como un comando guerrillero. De esa manera puede controlar hasta las más pequeñas infidencias, ya que la mayoría de los miembros sólo conocen una porción del secreto.
Su unidad operativa más grande es llamada 'la familia', vocablo que designa al conjunto de militantes activos en una zona. La sola elección de ese término señala un hecho interesante: el de que si bien los miembros no están relacionados entre sí por vínculos de sangre, los símbolos, en cambio, forman una parte destacada en la mística de la hermandad. Hay signos evidentes de que existen por lo menos 24 de estas familias activas en los Estados Unidos y que cada una de ellas opera en un área determinada, habiéndose dividido el país en territorios exclusivos, en cotos vedados. Algunos lugares —como Miami o Las Vegas— son considerados open. Lo cual significa que cualquier familia, sin tener en cuenta su base de operaciones, puede actuar libremente en esos sitios.
Los cofrades de la Cosa Nostra están unidos —sin embargo— por un lazo común: deben ser de ascendencia italiana por parte de ambos padres (ocasionalmente se han hecho excepciones, pero el padre, por lo menos, tiene que ser italiano). Los italianos, por supuesto, no inventaron el delito organizado en los Estados Unidos: a fines del siglo pasado —cuando el país pasaba por una oleada de grandes inmigraciones— eran los irlandeses quienes dominaban el mundo del hampa. Pero los italianos —en su mayoría de Nápoles, Calabria y Sicilia— aportaron al sindicato del crimen un cerrado sentido de clan y un talento organizativo que les permitieron, poco a poco, dominar el mercado norteamericano del delito.
La famosa "ley seca" —en vigor desde 1919— hizo posible que la incipiente Cosa Nostra comenzara a desplazar a sus competidores y fuera cosechando una increíble cantidad de cientos y cientos de millones de dólares. Para los primitivos 'racketeers' italianos —con Al Capone al frente— el asunto parece haber sido más o menos sencillo: durante años, miles de pequeñas destilerías clandestinas, de factura casera, familiar, ya realizaban una pingüe ganancia falsificando o vendiendo de contrabando una larga lista de licores casi tóxicos. De manera que cuando se prohibió el expendio y la fabricación de bebidas alcohólicas en todo el país, los mafiosos, con una infraestructura ya montada, estuvieron en inmejorable condición para regentear el enorme —y sediento— mercado que se les brindaba en bandeja de plata. Desde ese momento, a fuerza de astucia y artillería, se convirtieron en los dueños del delito y casi del país.

LAS LLAVES DEL REINO
Para acceder a la Cosa Nostra hay que someterse a una iniciación cabalística y extraña, que recuerda los ritos primitivos. A principios de la década del 30, época en la que Joseph Valachi juró su fidelidad a la causa, el hampa italiana empezaba a ejercer una verdadera tiranía en el submundo del delito estadounidense; cientos de nuevos adherentes comenzaron a tomar los hábitos: el crecimiento exigía la incorporación de un cada vez más amplio círculo de promesantes.
"Me condujeron a una habitación que estaba casi en penumbras —memora Valachi al recordar su entrada a la logia— y me ubicaron al extremo de una mesa redonda ocupada por hombres que yo no conocía. El que me servía de guía se detuvo ante uno de los presentes y me dijo: «Joe, este pariente —uno de los títulos que se da a los jefes— es Salvatore Maranzano: ha sido elegido nuestro 'capo' y es quien resuelve, sin apelación, todos los problemas». Era la primera vez que yo lo veía: parecía un individuo bondadoso, de aspecto de banquero; nadie podía sospechar que era un racketeer."
"Maranzano —historia el locuaz Valachi— me indicó que me sentara a su derecha. Alguien puso un revólver calibre 38 frente a mí y Maranzano agregó una daga. Después ordenó que todos nos paráramos y nos tomáramos de las manos al mismo tiempo que él pronunciaba una ristra de palabras en italiano. Entonces me dijo: «Esto significa que desde ahora vives por el revólver y el cuchillo y que morirás por el revólver y el cuchillo». A continuación me ordenó que tomara un papel, que escribiera en él mi nombre, que le prendiera fuego y que repitiera el juramento ritual: «De esta manera moriré si traiciono a Cosa Nostra». Después, Maranzano me explicó que la organización estaba antes que nuestra familia, nuestra religión y nuestro país; traicionar el secreto de Cosa Nostra —incluso pronunciar su nombre en presencia de extraños— significaba la muerte sin juicio de ninguna clase."
"Maranzano me pidió que dijera un número de dos cifras, al azar: creo que pronuncié el 48. Entonces comenzó a contar los hombres a partir del que estaba a su izquierda. Cuando la cuenta llegó a 48 se detuvo y me dijo: «Bien, Joe, ése es tu 'gombá'» (compadre, padrino). La persona que me serviría de mentor era Joe Bananas (con los años otro de los más notorios jefes de la Cosa Nostra): «Dame el dedo con que aprietas el gatillo», me pidió Bananas. Yo apoyé entonces mi índice izquierdo en su mano y con la daga me hizo una pequeña incisión para que manara sangre. Luego de haber ungido a todos con mi sangre, Maranzano expresó: «Esto significa que todos los presentes somos de la misma familia». También me aclararon la forma en que se daban a conocer entre sí los miembros de distintas familias. Si me encontraba en compañía de un iniciado y tropezaba con un militante de otra familia que no conocía a mi acompañante debía decir: te presento a nuestro amigo. Pero si se trataba de una amistad hecha fuera del grupo tenía que decir: te presento a mi amigo."
En realidad, Valachi fue un alumno aplicado: una vez en posesión de las llaves que le franqueaban el acceso a todas las dependencias del reino, fue escalando posiciones hasta convertirse en uno de los más importantes capos de la mafia neoyorquina; quizá la sección más rica y mejor organizada de la secta.

ALIANZA PARA EL PROGRESO
En el momento en que Valachi se alió al grupo, la masonería mafiosa sólo contaba en sus filas con algunas decenas de sicarios. En la actualidad, un tercio de los integrantes de la Cosa Nostra —unos cinco mil en total— está localizado en los predios de Nueva York, la única ciudad norteamericana que tiene cinco familias: un progreso acelerado que ninguna otra filial puede igualar.
Pero las cosas han cambiado con el correr del tiempo: en la actualidad no hay un jefe único —como en la época de Maranzano— sino que la administración nacional de la mafia se ejerce por medio de una junta de doce parientes notorios. Este cónclave tiene una delicada misión específica: velar para que los intereses de la Cosa Nostra vayan siempre en aumento. Es —además— el árbitro final de las grandes disputas entre las familias; decide cuándo se pueden incorporar nuevos miembros activos, y si un jefe muere o se lo saca del medio debe prestar su acuerdo a quien se ha nombrado como reemplazante.
Como una moderna entidad delictiva en gran escala, la Cosa Nostra ha estado operando en los Estados Unidos desde 1931, sin que su existencia trascendiera y sin que las autoridades federales pusieran coto a sus actividades ilegales y criminosas. Hasta hace unos pocos años, incluso el FBI ignoraba, o pretendía ignorar, sus tejes y manejes: un aislamiento que sólo pudo ser resguardado por medio de sistemáticos y más que generosos sobornos a los funcionarios públicos.
Robert Kennedy —cuando desempeñó el cargo de procurador general— acusó a J. Edgard Hoover de estar en connivencia con la mafia. Hoover —director del FBI— devolvió el cumplido con una pirueta digna de Maquiavelo: para probar su celo ante un comité investigador del Senado, sacó a luz una serie de cintas grabadas subrepticiamente en las cuales se habían registrado conversaciones comprometedoras entre el actor Peter Lawford —casado con una hermana de Kennedy—, Frank Sinatra y el notorio hampón Michael Gatillo Coppola. Con ellas se demostraba que el clan Sinatra manejaba con habilidad la corrupción administrativa, canjeando el apoyo a varios caciques políticos por jugosas concesiones de salas de juego en Las Vegas y otras empresas ilegales.
Obviamente, era un tiro por elevación contra la Casa Blanca: el entonces presidente Kennedy debió usar todo el peso de su poder para echar tierra sobre el asunto. Hoover, de esa manera, demostró dos cosas: primera, que sus agentes estaban ocupándose del delito organizado y, segunda, que hasta los más altos capitostes del gobierno podían estar interesados en proteger a los racketeers. Era un índice, además, de cómo se entrecruzan, en los Estados Unidos, los caminos de la política y el delito.
Con todo, la casi ingenua cabriola de Bob Kennedy —en busca de notoriedad— dio algún resultado: más de 150 agentes especializados del FBI fueron desplazados de sus frentes habituales —la lucha contra el comunismo local— para dedicarse a perseguir mafiosos. Sin embargo, fue muy poco lo que se obtuvo: la mayoría de las pruebas amontonadas en esa época por el FBI provenían de conversaciones telefónicas grabadas y de fotografías tomadas por cámaras ocultas. Algo que las cortes federales de los Estados Unidos no admiten como prueba.
Donde más se adelantó fue en el campo de la venta de estupefacientes. La mafia —se suponía, ya que todavía el nombre de Cosa Nostra no se había pronunciado públicamente— tenía orquestada una organización internacional perfecta. De las grandes factorías de drogas del Medio Oriente, la heroína era trasportada por la mafia siciliana o corsa a los centros de distribución de Europa (especialmente Nápoles, Marsella y Barcelona) y de esos sitios expedida —casi a granel— hacia los Estados Unidos. De allí, a su vez, partía un nuevo canal de distribución que corría por toda América y finalizaba en Buenos Aires.
El consumo de drogas comenzó a ser tan intenso en los Estados Unidos que el gobierno debió facultar a sus brigadas especiales —a comienzo de los años 60— a usar mano dura con los traficantes. Valachi, Vito Genovese, Sam Giancanna y otros hampones fueron detenidos y acusados de la venta de narcóticos.
Fue en esas circunstancias cuan do las evidencias acumuladas principiaron a tomar una forma identificarle. Es entonces cuando Valachi se asusta y decide hablar, traicionando el juramento de sangre oficiado por su gombá Joe Bananas, en una sala en penumbra, 33 años atrás.

NO CANTA OUIEN TIENE GANAS...
La ficha de Joseph Valachi no aportaba muchos detalles: 58 años, casado, un hijo, tres nietos. Piel morena, ojos castaños, pelo canoso y rizado. Comerciante. Detenido por tráfico de drogas. Era, en verdad, una delgada biografía para quien, durante más de 30 años, regenteó algunos de los negocios más turbios de la Casa Nostra neoyorquina.
Una serie de equívocos y de presiones psicológicas convirtieron a Valachi en el primer delator de las actividades de la mafia en los Estados Unidos. En 1963, mientras se encontraba cumpliendo su condena en la penitenciaría de Atlanta (Georgia), Valachi tuvo una debilidad; arrebatado por la jocunda verborragia de James Flynn —un honesto agente del FBI, pero adherido a una camarilla opuesta a Hoover— no vaciló en proporcionarle algunos informes menores a cambio de ciertos privilegios. Sin embargo, hasta el momento en que Vito Genovese, pope de la familia en la que revistaba Valachi, entró también al presidio de Atlanta, Flynn no había podido arrancarle ninguna confidencia importante.
Genovese, sin embargo, sospechó que Valachi los había vendido y le dio a entender que su muerte a manos de los sicarios de la Cosa Nostra era cuestión de tiempo.
"Una noche, en nuestra celda —recordó después Valachi—, Vito me dijo: «Sabes, Joe, tenemos un barril de manzanas y bien podría ser que una de ellas estuviera podrida. Esta manzana tiene que desaparecer si no queremos que el resto se eche a perder». Si hice algo malo, le dije, demuéstralo y tráeme la píldora (es decir el veneno) que yo mismo la tomaré delante tuyo."
"Vito pareció sorprendido —continuó inventariando Valachi— y me aseguró que él no pensaba nada malo de mí. Luego me dijo que hacía muchos años que nos conocíamos y que quería darme un beso como testimonio de su confianza. Yo también lo besé y él entonces me preguntó: «Dime, Joe, ¿cuántos nietos tienes?» Era mi sentencia de muerte." A la mañana siguiente Flynn oía pronunciar por primera vez el nombre de la Cosa Nostra.
La memoria del racketeer era prodigiosa: dio nombres, señaló lugares, barajó largas cadenas de cifras. Pero al hacerlo también se incriminaba a sí mismo. Aunque no era un mafioso de la altura de Genovese —nunca alcanzó el grado de pariente en su propia familia—, Valachi estaba profundamente comprometido en varios delitos: por propia voluntad se acusó de haber participado en 33 matanzas entre pandilleros. Llegó a enriquecerse tanto que tenía un haras de su propiedad y su cuenta bancaria sumaba varios millones de dólares. Una fortuna que lo obligó, en un momento dado, a cambiar su condición de simple pistolero por un status más brillante, acorde con sus riquezas.
El primer paso era mudarse a un sitio residencial para modificar su imagen. Al saber sus intenciones, Genovese lo mandó llamar: "Joe —le dijo su pariente—, deja que te dé algunos consejos. Desde ahora tu vida tiene que ser diferente: lo principal es que te hagas simpático a la gente de tu nueva vecindad. No dejes nunca de dar dinero para los boy-scouts y para las obras de beneficencia. Trata de ser un buen miembro de tu iglesia y no te propases con las muchachas del vecindario".
Quizá sea interesante oír al mismo Valachi contar esa parte de su vida. Es, poco más o menos, la misma que desovillan los más conspicuos militantes de la Cosa Nostra: "Mi mujer encontró una casa en Yonkers (al norte de Nueva York) y decidimos comprarla. Costaba 28 mil dólares, de manera que le di 5 mil en efectivo para que hiciera el depósito necesario. Para esa época mi hijo terminaba la escuela secundaria en Mount Saint Michel (una de las mejores de Nueva York; estudiar allí puede costar alrededor de 1.600 dólares mensuales). Vivía allí y sólo venía a casa los sábados porque queríamos alejarlo todo lo posible de la calle. Con mi mujer deseábamos para él una vida decente y sin dificultades, no nos gustaba que se mezclara en cosas sucias. El muchacho decidió no seguir estudiando y se dedicó a la mecánica, aunque no le fue muy bien, de manera que al poco tiempo le conseguí un buen empleo y le agregué tres piezas más a la casa para cuando se casara. En total diría que la casa de Yonkers me costó más o menos 40 mil dólares. En lo que concierne a mis relaciones con los vecinos siempre fui un perfecto caballero, muy respetado por todos".
Claro que Maranzano no podría decir lo mismo: unos años antes mientras estaba reunido con otros 40 dirigentes de la Cosa Nostra, una ráfaga de la metralleta disparada por Valachi —se sospecha— terminó para siempre su reino de este mundo. Pero el hombre que maquinó esa exterminación en masa no era Valachi sino un siciliano prolijo, de voz tranquila y ojos fríos, llamado Lucky Luciano. Vivía con sus acólitos en una lujosa suite del hotel Waldorf-Astoria que ocupaba bajo el nombre supuesto de Charles Ross. Pronto, manejando su propia familia como un ariete, llegó a ser el caudillo nacional más poderoso que haya tenido nunca la Cosa Nostra. Su enorme poder derivaba de su mayor hazaña: haber desmoronado, finalmente, la vieja hostilidad napolitano-siciliana que durante tanto tiempo había dividido al hampa italiana en los Estados Unidos. Luciano venía de Sicilia: su número dos, Vito Genovese, había nacido en Nápoles y era el jefe directo de Valachi, el apóstata.
Pero quizá lo más interesante sea la forma en que Luciano resolvió el futuro de la Cosa Nostra. Profundo conocedor de su negocio, jugó la carta de la heroína y ganó: hace menos de quince días el presidente Nixon, en un discurso, reconoció que sólo en los centros urbanos de los Estados Unidos los consumidores de heroína (un destilado de opio) superaban la cifra de 180 mil. Pero, curiosamente, sería muy difícil probar a los actuales miembros de la Cosa Nostra una injerencia directa en el tráfico de esa droga. Gracias al talento criminal de Luciano, los ma-fiosos de hoy pueden embolsar las ganancias del tráfico sin exponerse al castigo de la ley. Una sabiduría diabólica que ni el profundo conocimiento que tenía Valachi de la maquinaria delictiva pudo desentrañar en todos sus detalles.

LA HORA DE LOS HORNOS
Astuto, imaginativo, y por sobre todo pragmático, Luciano abandonó el tradicional espíritu de clan de sus predecesores y forjó una serie de alianzas comerciales con pandillas de origen no itálico. Fue, en realidad, el inventor de la coexistencia pacífica del hampa internacional. También supo aprovechar a fondo la política y fue el primero que comenzó a servirse de las altas finanzas.
Durante la Segunda Guerra Mundial firmó un acuerdo con una organización cubana para que fuera ésta la que distribuyera la heroína en los Estados Unidos —aunque se reservó, claro está, el cobro de un impuesto de protección— y comenzó a forjarse una imagen de patriota. Mientras sus pandilleros infiltrados en el sindicato portuario de Nueva York organizaban a los estibadores para impedir el sabotaje nazi, Luciano ayudaba a cimentar la ruta para la invasión de Sicilia a través de entrevistas con el general Dwight Eisenhower y de sus conexiones con el liderazgo isleño de la mafia.
Pero Luciano sabía, además, jugar a dos puntas: mientras él trabajaba para la causa aliada, su lugarteniente, Vito Genovese, se convirtió en el niño mimado del régimen fascista de Mussolini, quien, personalmente, le otorgó la condecoración civil más elevada de la nación: la Cosa Nostra estaba por encima de las patrias.
Al término de la contienda, Luciano financió la instalación de enormes plantaciones de amapolas en Turquía y pergeñó una aceitada división del trabajo. En Turquía y algunos países del Medio Oriente comenzaron a funcionar los más modernos hornos secadores para producir cantidades de opio que, una vez embalado, los mafiosos de Córcega se encargaban de llevar a las refinerías clandestinas de Francia. Esa organización sigue intacta: según el inspector Marcel Carrére, de la brigada de narcóticos de la policía francesa, hay en Marsella más de 60 laboratorios ilegales dedicados al refinamiento del opio turco para trasformarlo en heroína. Para el funcionario francés, la red de distribuidores estaría en manos de cubanos exiliados después de la revolución castrista, quienes tendrían sus cuarteles generales en Miami. Según reveló hace pocos días la brigada federal de narcóticos de los Estados Unidos, la Cosa Nostra cobra un elevado impuesto a los traficantes cubanos para permitirles la libre introducción de la droga en territorio norteamericano.
Pero no podría garantizar esa impunidad —agregan los especialistas de la brigada— si no existiera en todo el país una verdadera maraña de políticos venales y funcionarios fácilmente sobornables. Hace poco, un periódico de inspiración cristiana de Miami —el Florida Star — fustigaba al FBI por su silencio respecto a este costado de las actividades de la mafia: "Lo importante —sentenciaba el periódico en un editorial— es dar a publicidad el engranaje en que se mueve la Cosa Nostra para advertir al público. El FBI, al no difundir las pruebas que tiene en su poder, aunque éstas hayan sido tomadas en forma ilegal y no sirvan como evidencia ante la justicia, está prestando un mal servicio al pueblo".
Otra herencia de Luciano que sigue intacta, y que fue denunciada por Valachi, es el negocio del juego, que —salvo los casinos de Nevada y los hipódromos— es ilegal en todo el territorio de los EE.UU. Se calcula que las ganancias de juego de la Cosa Nostra llegan actualmente a unos 18 mil millones de dólares por año. La mayor parte de esa cifra es aportada por el ingenioso juego de los números (una especie de quiniela que reemplaza el resultado de la lotería por el número de los caballos ganadores de la apuesta triple en un hipódromo designado de antemano). El jugador lo único que tiene que hacer es elegir un grupo de tres números entre 111 y 999 y efectuar su apuesta, que por lo general no pasa de un dólar. La mayor desventaja para el cliente es que las posibilidades matemáticas del sistema otorgan a la banca una ventaja de 600 contra 1. En Harlem, de esa manera, la Cosa Nostra suele regentear operaciones que suman unos 250 millones de dólares; es decir, mucho más que toda la ayuda estatal y federal para rehabilitar el área: uno de los sectores de Nueva York donde el endiablado juego de los números fagocita los mayores entusiasmos.

CONTRATO PERVERSO
Los préstamos usurarios —que suelen alcanzar un interés del 20 por ciento semanal— abrieron la posibilidad a la Cosa Nostra de blanquear o limpiar sus capitales. El método es por demás sencillo. Si una firma comercial que había solicitado un préstamo a los representantes de la mafia se atrasa en los pagos, ocurre que, de la noche a la mañana, puede encontrarse con un nuevo socio. Actualmente, la red de negocios lícitos del sindicato del crimen cubre desde la posesión de una cadena de restaurantes populares hasta inversiones muy sólidas en la industria pesada básica, como es la del acero. Pero a veces los miembros de la organización sólo se limitan a emplear sus contundentes métodos extorsionistas.
Un ejemplo clásico es el modo usado en una oportunidad por Joseph Pagano, un mafioso protegido por Valachi. La administración de una compañía mayorista de venta de carne de Nueva York cometió el error de solicitar un préstamo a la Cosa Nostra. Con el pretexto de garantizar el crédito, se le exigió a la compañía que nombrara a Pagano presidente del directorio. Una vez que Pagano tuvo el control de la compañía, sus colegas comenzaron a trabajar: en 10 días se alzaron con un beneficio de 1.300.000 dólares. Por orden de Pagano la firma compró enormes cantidades de aves y carne vacuna a crédito. Pero la mercadería nunca llegó a los depósitos: inmediatamente la revendieron al contado a un precio muy inferior al del mercado. Una vez concretada la operación obligaron a la compañía a que se declarara en quiebra.
Otra de las maniobras típicas de la mafia es instalar un negocio legítimo cualquiera y eliminar, por la fuerza, a toda la competencia hasta lograr una posición de monopolio. Cuando eso ocurre hay un resultado inevitable: los precios comienzan a subir en forma vertiginosa.
Debido a las inmensas sumas en efectivo derivadas de esas operaciones, la Cosa Nostra ha demostrado, últimamente, un interés especial en los bancos suizos y en sus cuentas numeradas y secretas. El FBI, hace quince días, insinuó que la organización controla totalmente uno de esos bancos y que tiene en sus manos los resortes claves de por lo menos otros dos. La finalidad de ese operativo sería la de evitar el pago de impuestos sobre sus ganancias excesivas. El método más corriente para impedirlo es pedir un crédito a sus propias cuentas numeradas, de manera que los supuestos intereses que tienen que pagar disminuya — aparentemente— el monto de sus ganancias. Pero eso no es todo: usando sus bancos en Suiza, la Cosa Nostra suele comprar valores en la Bolsa de Nueva York haciendo coincidir las alzas o las bajas de esas acciones con los métodos tradicionales de violencia y extorsión: un juego pendular que Angelo de Carlo y Si Rega —los califas más recientes— aprendieron de Lucky Luciano y Vito Genovese.
Sin embargo, los últimos acontecimientos delatan que algo puede cambiar en el horizonte sin nubes de la mafia. Mucha de su fuerza depende todavía de la naturaleza tenebrosa y evasiva, de la mística iniciática de sus reuniones secretas, de la omnipotencia de sus parientes. Pero la administración Nixon parece dispuesta a no tolerar sus excesos: el mismo día en que Henry Fear caía desplomado sobre su escritorio de adolescente, atosigado de heroína en Washington un rumor recorría los pasillos del Congreso y de la Casa Blanca. "Nixon —comentó el senador Martin Carey a la revista Time— parece haber llegado a un acuerdo con los líderes de las distintas fracciones del Parlamento para federalizar todos los delitos en que pueda incurrir la Cosa Nostra". Algo es cierto: si se federalizara el combate contra el sindicato del crimen, la mafia tendría los días contados. El FBI, entonces, podría saltar sobre disposiciones estatales que a veces —por obra de los políticos sobornados— impiden su libre actuación. Pero quizá la panacea no sea más que un simple juego de ilusiones, una pirotecnia que se enciende cuando la muerte de un muchachito aparece como un odioso desperdicio.
Revista Siete Días Ilustrados
16.02.1970

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