Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Borrasca sobre el Kremlin
"Caminé por las calles de Moscú sin observar llanto o júbilo... —escribió un corresponsal norteamericano el viernes pasado—. La Plaza Roja estaba como siempre. No había tanques, ni barricadas, ni tropas. Tampoco había emoción alguna. La capital rusa estaba tan quieta como cualquier viernes por la mañana." Sin embargo, desde el lánguido atardecer del día anterior, a la ciudad la carcomía un hormigueo incesante. Había rumores. Los muros sombríos del Kremlin permanecían obstinadamente silenciosos, pero algo estaba ocurriendo.
La noche del jueves, Izvestia ("Noticias"), órgano oficial del gobierno soviético desde que Lenin tomó el poder en 1917, quedó inmovilizado. A esa hora, Alexei Azhubei, yerno de Nikita Kruschev y director del diario, no sabía qué decir al mundo. O quizá lo sabía, pero no podía decirlo. La agencia Tass salió en su ayuda: "Se anunció hoy que ayer se celebró una reunión plenaria del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética para considerar la solicitud de Kruschev de ser relevado de sus funciones en vista de su avanzada edad y empeoramiento de su salud." Nikita Kruschev, el heredero de Stalin, había sido depuesto. Tass distribuyó la información sólo a sus clientes extranjeros. El pueblo ruso dormía.
Fue un golpe incruento, casi una transición natural, aunque en los primeros momentos se desató toda clase de especulaciones, y la repercusión fue inmediata. De un extremo al otro del globo, los comandantes de las organizaciones militares más poderosas recibieron el alerta. En las cancillerías, las teletipos multiplicaron febrilmente el tránsito de cables. Harold Wilson y Alec Douglas-Home olvidaron por un instante la marcha de las elecciones británicas para enterarse de lo ocurrido. Johnson recibió informes al minuto. Hablando en un mitin gigantesco en el Madison Square Garden de Nueva York, expresó que la desaparición del dirigente soviético "puede ser o no síntoma de malestares más profundos, o una señal de cambios por venir", pero reflejó la inquietud oculta que lo embargaba al decir a la multitud que "los disturbios que ocurran en el mundo sólo harán más firme la determinación del pueblo norteamericano". En París, una mujer anunció el fin del mundo, y se disparó un tiro en la boca. Charles de Gaulle, que finalizaba su viaje por América latina, recibió la noticia durante una recepción en Río de Janeiro, a bordo del crucero Colbert. "Sic transit gloria mundi", reflexionó, sombrío. Y luego, con ligereza, agregó: "Bueno, el pobre Kruschev se fue."

Tenso conciliábulo
Nadie conocía el paradero del comunista más famoso y versátil del mundo. La historia construida con las informaciones parciales y los rumores inciertos de la capital moscovita lo excluía del teatro de operaciones. Kruschev no había estado en las reuniones donde se había decidido su liquidación. Esta había estado a cargo de la jerarquía en pleno del partido y del gobierno soviéticos. Mihail Suslov, principal teórico marxista, fue quien presentó la moción antikruscheviana. La sesión pudo ser borrascosa, o bien, tranquila. Pero debió ser tensa. Alrededor de la mesa gigantesca del salón de reuniones estaban los compañeros de toda la vida del hombre a quien debían liquidar, ahora, sus colegas, sus herederos, beneficiarios directos de la batalla crucial que Kruschev sostuvo contra la vieja guardia stalinista en la década del cincuenta.
¿Cuáles fueron las razones que determinaron su suerte? Oficialmente, primero, su edad (70 años) y su salud. Suslov lo habría acusado de fomentar "el culto de la personalidad", el mismo cargo que Kruschev levantó contra José Stalin. Pero había otras razones, que resultaban obvias aun para los menos entendidos: Nikita Kruschev había llevado al borde del abismo al movimiento comunista mundial; su celo nacionalista había descuidado la unidad del bloque, que amenazaba hacerse trizas. Por eso, Pravda no tardó más que 24 horas en descargar sobre él el peso de una de las más violentas diatribas, y todo volvió a recordar los viejos tiempos de las purgas stalinistas, de la lucha contra el grupo antipartidario de Malenkov, Molotov y Kaganovich. Fueron las mismas palabras, la misma técnica de entonces. Como con sus antecesores, los nuevos jerarcas se ensañaron en el ídolo caído, en el hombre fuerte inerme, en el viejo árbol hecho astillas. A partir del sábado 17 de octubre, Nikita Kruschev pasó a la historia de su país como "un intrigante carente de inteligencia, propenso a conclusiones sin madurez y a decisiones y acciones precipitadas, un individualista jactancioso y parlanchín, autoritario y reacio a tomar en cuenta las realizaciones de la ciencia y la experiencia práctica".
Ya no figurará, pues, en la Enciclopedia Soviética oficial como el héroe que surgió de la tierra de Ucrania regada con sangre, para dedicar su vida a la construcción del comunismo. Hasta ahora había sido eso: un pastor a los siete años, vaquero más tarde, minero finalmente. "Mis padres eran mujiks, los más pobres de los pobres... Todas las noches nos acostábamos con hambre", solía decir.

El camino del poder
Debió ser un muchacho gregario, peleador, mal educado. Pero inteligente, brillante. No hizo el servicio militar, aunque sí la guerra. Dos guerras. A partir de 1914, tomó parte en las revoluciones, en las revueltas civiles, cuando la intervención extranjera; en una época en la cual la industria y el transporte quebraron, los campesinos quemaban las casas de sus amos, los proletarios asaltaban los negocios. Kruschev vivió en una tierra poblada por víctimas: victimas de la guerra, del tifus y de la malaria, de la inflación y del desempleo. Víctimas del hambre, como su primera mujer, que murió por falta de alimentos.
Para Nikita Kruschev, brutal, jovial, irascible, aficionado a la bebida y a la violencia, el camino del poder era el único en una Rusia que comenzaba una etapa revolucionaria. Hizo su carrera aprovechando la estructura partidaria, y al margen de sus cargos de burócrata, su actividad demuestra su habilidad para eludir a sus enemigos y para aplastarlos. Fue "el único que levantaba la voz delante de Stalin", y el único que siguió levantándola hasta 1956, cuando conmovió al mundo con sus revelaciones asombrosas sobre el dictador georgiano. A partir de entonces, el poder fue suyo definitivamente.
En 1956, al producirse la destalinización, sus efectos parecieron contraproducentes. Siguiendo el ejemplo de 1953 de los alemanes orientales, los otros satélites comenzaron a rebelarse. En Polonia y en Hungría las represiones fueron sangrientas, y todo el mundo pensó que Moscú daría marcha atrás. No fue así, sin embargo. Kruschev intuía que el momento más peligroso para cualquier régimen totalitario es cuando comienza a relajarse, y estaba seguro, con esa insolente confianza que tenia en si mismo de que, a la postre, ganaría con su política.
El resultado está a la vista: nunca se vivió mejor en el mundo comunista, nunca progresaron tanto esos países, nunca se pensó, desde que terminó la guerra, que el mundo lograría convivir en paz. Este es un aspecto del problema, sin embargo; no todo. Porque el precio que ha costado es alto: nunca el comunismo estuvo tan dividido, nunca antes se había desafiado abierta e impunemente la autoridad moscovita, nunca desde 1917 naciones comunistas aparecieron casi aliadas con potencias capitalistas contra sus propias hermanas.

El difícil diálogo
Kruschev, no obstante, prefirió la liberalización de los satélites, la relajación del régimen en su propio país, la coexistencia en el campo internacional. Con John Kennedy en la Casa Blanca, consiguió un aliado, y tras el enfrentamiento de Cuba (octubre de 1962), ambos comenzaron a construir un mundo evidentemente mejor.
Con Kennedy se encontraron en Viena, en junio de 1961, y durante tres días, ambos trataron de conocerse el uno al otro. Fue una prueba dura. El ruso se mostraba obstinado. Kennedy estaba enardecido, y cuando llegó el momento de partir, se negó a hacerlo. "No —bramó—. No me voy. Quiero conocerlo mejor." El diálogo continuó.
Pero fue infructuoso. Kennedy introdujo en la conversación algunas frases de Mao Tse-tung ("El poder político nace en el caño de un fusil"), y Kruschev lo miró atónito. "Usted parece conocer muy bien a los chinos", dijo. "Deberíamos conocerlos ambos muy bien", respondió Kennedy. "Yo los conozco suficientemente bien", terminó Kruschev, cortante.
Los norteamericanos palparon así el origen de la intransigencia soviética. Al llegar a Viena, Kruschev había sido recibido por Viacheslav Molotov, el viejo stalinista, enviado allí a un exilio cómodo, con funciones de embajador. Al bajar del tren, el primer ministro se apresuró a estrechar su mano y le dijo: "Ahora debemos unirnos". Andrei Gromyko, ministro de Relaciones Exteriores, se limitó a mirar el cielo y susurrar: "Por suerte, tenemos buen tiempo."
Era evidente, la tormenta estaba en todas partes. Primero estalló en el campo económico, con los fracasos de la
agricultura; luego, en las relaciones con China; más tarde hizo crisis y quizá la eclosión de este proceso sea lo que el mundo contempla en estos días.
Nikita Kruschev desapareció sin un adiós, en lo que constituye el cambio de gobierno más limpio y natural de la historia soviética. No cabe duda de que esto apunta a un fenómeno quizá irreversible: la institucionalización del poder en la Unión Soviética.
Mientras tanto, tres cosmonautas esperaban en un lugar del Volga que se les rindiera la parte de gloria que los hechos de Moscú les arrebataron. En el resto del mundo, se aguardaba el desenlace de este último acto de la vida política del gobernante más espectacular desde los tiempos de Hitler.
En el Vaticano, el Osservatore Romano se refirió a su amargura personal, y en Moscú, un filosófico viejecito respondió a un periodista occidental: "Ahora tendrá tiempo para pensar...". Desde luego, y para cambiar las pasiones tiránicas del poder por placeres más sencillos, porque a Nikita Sergeievich Kruschev no le queda ya nada más que hacer que pasear, leer, cazar y pescar a orillas del río Negro, como un jubilado afortunado.

Recuadro en la crónica___________
La herencia de Kruschev
Un norteamericano preguntó hace unas semanas al mariscal Tito, en Belgrado: "¿Cree usted, señor presidente, que haya algunos puntos que revisar en el marxismo?". Tito respondió con una carcajada contagiosa.
Hace diez años, Tito era el traidor, el agente del imperialismo capitalista, el fascista, el hombre a quien había que liquidar. Hoy es el punto equidistante entre los bandos, quizá el personaje más respetado del universo comunista de 1964, en el cual todo aquello que no es chinófilo, es titoísta.
Los tiempos cambian, y la historia se precipita a pesar de los hombres. Tito ha conseguido su posición actual, en parte, gracias a los buenos oficios de Nikita Kruschev, pero mientras que el paisano yugoslavo goza del máximo prestigio, su colega ucranio está sepultado bajo una lápida que nadie le quitará de encima, con seguridad, en mucho tiempo.
Sin embargo, Nikita Kruschev no fue un déspota, ni siquiera un dictador comparable a Stalin. Fue un gobernante que compartió el poder con sus colegas, que había delineado una política guiado por el interés nacional (y quizá universal) y que había elegido a sus sucesores y hablaba francamente de su retiro: "Ahora tengo 69 años, y todos sabemos que no puedo mantener eternamente la posición que tengo", dijo el año pasado.
El mundo se pregunta por qué terminaron con él. Una versión afirma que los miembros del Presidium votaron en su contra con más pena que animosidad, y los observadores, los kremlinólogos, señalan la paradoja de que lo reemplacen sus colaboradores más cercanos, seguramente sostenedores de su misma línea política. ¿Por qué, pues?
Porque Kruschev había llegado a un punto muerto, dice la mayoría de las fuentes. Porque con él no había salida para el callejón ideológico en el que comunistas de cien países se habían metido. Porque era un hombre gastado por el poder, una pieza inservible en momentos tan delicados como los actuales. Porque hacía falta, en fin, un chivo emisario que cargara con todas las culpas, con todos los errores, cometidos a lo largo de diez años de conducción.
Por supuesto, ninguna de estas respuestas termina de explicar lo que pasó entre las paredes de esa mole sin acústica que es el Kremlin. "Si a once años de la muerte de José Stalin seguimos ignorando el día, la hora y las circunstancias de ella, ¿cómo podemos pretender una explicación?", expresó un diplomático.
En estos momentos, toda huella, toda pista, es analizada por expertos que llevan años disecando la vida de la jerarquía soviética. En líneas generales, las primeras conclusiones indican lo siguiente:
•Kruschev perdió el poder a manos de sus mismos hombres, y esto garantizaría la continuidad de una política. Los embajadores de la URSS recibieron instrucciones de asegurar eso a todos los gobiernos. Los dirigentes moscovitas publicaron en Pravda una declaración de principios, en la que sostienen la defensa de las mismas premisas presentadas por Kruschev en los últimos congresos partidarios.
•En un principio, el hecho de que Mihail Suslov fuera quien presentara la moción contra el primer ministro, y quien anunciara la decisión de "aceptarle su renuncia a todos sus cargos", sugirió que el conflicto podría ser ideológico. Suslov fue activo stalinista, dicen algunos. Pero Kruschev fue mucho más stalinista, puede responderse. Suslov es más ortodoxo, aunque Kruschev nunca hizo nada que no siguiera una ortodoxia soviética: la defensa del interés nacional, y en esto continuó una tradición que el mismo Lenin inició. Si el marxismo no salió muy bien parado por estas razones, para los dirigentes rusos eso no fue nunca un problema: la doctrina de Carlos Marx siempre les fue útil en la medida en que convino a sus objetivos expansionistas.
•Como ocurrió cuando Stalin murió, el poder vuelve a repartirse: Leonid Breznev heredó la secretaría del Comité Central del partido, el puesto clave de la vida política soviética; Alexei Kosigin subió un escalón y reemplazó a Kruschev como primer ministro. ¿Por cuánto tiempo se mantendrá el gobierno colegiado? Cuando Kruschev derrotó a sus adversarios, hace unos años, volvió a concentrar en sus manos todos los títulos de Stalin. Pero lo cierto es que no pudo repetir la experiencia de éste. Parece lógico pensar que, de alguna manera, la institucionalización del poder es un factor que, de ahora en adelante, influirá sobre las decisiones y actitudes de los gobernantes soviéticos.
Por otro lado, si con Stalin murió casi toda la guardia vieja del comunismo ruso, con Kruschev va desapareciendo una generación. Breznev es un hombre de sólo 58 años; Kosigin tiene 60. En 1917, ninguno tenía edad para entender bien lo que pasaba a su alrededor. Lo que es más importante, ¿quién está detrás de ellos? Los respalda una legión de burócratas jóvenes, ejecutivos, cuya mentalidad parece más cercana a la de Evgeny Evtushenko que a la de los viejos intelectuales que vivieron apegados a los dogmas pasados de moda y a la línea partidaria. "La verdad es buena, pero la felicidad es mejor", dice un adagio ruso. Evtushenko lo incluyó en un poema, y agregó: "Pero, sin la verdad, no hay felicidad." Esta mezcla de pragmatismo e idealismo, de juventud y disciplina, los inspira, y ni siquiera la compleja política de la URSS puede escapar de su influencia.
Ahora, Moscú se prepara aceleradamente para enfrentar las pruebas de los próximos tiempos, que no son fáciles. La herencia de Nikita Kruschev es casi tan escabrosa como la que legó Stalin y, desde luego, mucho más compleja que la que, hace un año, recibió Johnson. En primer lugar, Breznev y Kosigin van a maniobrar para suspender la conferencia cumbre de partidos comunistas que Kruschev había convocado, con toda osadía, para el 15 de diciembre. Sólo unos pocos partidos habían adherido a ella, y su realización hubiera implicado el cisma definitivo de lo que fue el bloque más compacto que conoció la humanidad. Este parece haber sido el argumento definitivo de Suslov.
Muchos planes quedan en el aire: el viaje de Kruschev a Bonn, sin precedentes desde que la guerra fría se instauró en 1945; la probable entrevista de Johnson con el primer ministro soviético, algo que ambos preparaban cuidadosamente para 1965; nuevos avances en el campo nuclear, ahora más necesarios que nunca, con la realidad atómica china.
Muchas incógnitas siguen golpeando en la mente inquieta de una opinión pública universal para la cual lo que pasa en el Kremlin no es ajeno. Pero, sobre todo, una preocupación instintiva la golpearla desaparición de Nikita Kruschev, ¿cierra un ciclo al que pertenecen Jawaharlal Nehru, John Fitzgerald Kennedy, Juan XXIII? ¿O abre una nueva etapa en la cual los objetivos de Kennedy, de Nehru, del pontífice romano y del mismo Kruschev van a mantenerse para bien de la humanidad?
PRIMERA PLANA
20 de octubre de 1964

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