Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Roberto de Oliveira Campos
BRASIL
La impopularidad como capital político
En vísperas de la reunión del CLAP (Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso), un miembro de la Redacción de PRIMERA PLANA entrevistó al economista latinoamericano más controvertido —algunos dicen más brillante— de la actualidad. El texto enviado desde Río de Janeiro es el siguiente:

A Roberto de Oliveira Campos le encanta pasar la noche en el departamento de algún amigo, con un vaso en la mano, oyendo cantar motivos folklóricos; él mismo pulsa la guitarra, pero no canta. El “dictador económico” del Brasil es un hombre tímido.
Pero, a la vez, es valiente. Hace siete meses, cuando el gobierno revolucionario necesitó un economista que iniciara un combate sin tregua contra la inflación que devoró la economía brasileña a través de los gobiernos de Kubitschek, Quadros y Goulart, el mariscal Humberto de Alencar Castelo Branco llamó a Campos. Decisión extraña, porque Campos fue influyente consejero de los tres presidentes; pero no tanto, porque llevaba años de recomendar medidas heroicas contra la inflación, y la situación política no permitía atender sus consejos. Lo que fue realmente extraño es que él aceptase. No podía ignorar que tales antecedentes lo tornaban vulnerable a la hora de herir los múltiples intereses muellemente cobijados en la inflación.
Ahora, Campos (17 horas de trabajo por día, 4 lenguas vivas y 3 muertas) se sabe el hombre más impopular del país; pero sabe también que esa impopularidad actual contiene un fabuloso capital político. Cercado por una oposición violenta, de la que participan todos los sectores —desde la derecha conservadora hasta la izquierda, y al frente la feroz dialéctica de Carlos Lacerda—, su nombre es diariamente publicitado en millones de ejemplares y por vehementes locutores. La verdad es que supo actuar de tal modo que el fracaso o el éxito de la revolución militar del 31 de marzo dependen del éxito o del fracaso de la gestión de Campos. Castelo Branco no puede prescindir de él sin someterse a la “línea dura que encabezaba su ministro de Guerra, general Arthur Costa e Silva, de tendencias radicalmente nacionalpopulistas.
• Campos nació hace 46 años en Cuiabá, estado de Matto Grosso; su padre era un profesor que reorganizaba la enseñanza en Minas Gerais; él fue seminarista y padeció sus latines en Batatais. En 1938, cuando llegó a Río de Janeiro, su objetivo era una carrera de químico industrial; pero un año más tarde —atraído por la diplomacia— se inscribió en el primer concurso del Instituto Río Branco, de donde egresaría con otros ocho graduados. Insensiblemente, pasó de la diplomacia a la economía. Presidente del Banco Nacional de Desarrollo Económico durante el gobierno de Kubitschek (y coautor de sus famosas “metas”); enviado especial de Janio Quadros a Europa, en procura de una refinanciación de la deuda externa; embajador de Goulart en los Estados Unidos, con fines análogos, renunció en setiembre de 1963. Había obtenido crédito en condiciones inverosímiles, pero la demagogia era un tren en marcha que corría a estrellarse: él lo dijo y se fue.
Pocas horas antes de viajar a USA para asistir a la segunda reunión anual del CIAP (Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso), el ministro de Planeación brasileño recibió a PRIMERA PLANA en su duplex de Ipanema. La dueña de casa condujo al periodista a una terraza revestida de mármoles de tonos claros, suspendida sobre el embriagador panorama carioca: mar y montaña. Campos llegó un instante más tarde, presuroso; el presidente lo había retenido en el palacio Laranjeiras en un último diálogo, antes de partir. Mientras la entrevista transcurría, en otro extremo de la sala, en una mesa redonda, tres generaciones —suegra, esposa, hija—se unían en una inocente partida de rummy. El exhausto ministro se arrellanó en un sofá, tratando de reanimarse con unos sorbos de scotch puro.
“¿Es correcta la apreciación de una parte de la prensa extranjera, según la cual usted dirigiría en el Brasil una experiencia <monetarista> grata al Fondo Monetario Internacional?” Campos respondió serenamente: “Me parece obsoleta esa forma de entender el problema. Para mí no hay sino una política monetaria correcta y otra errónea. Para ser correcta debe ser técnicamente consistente y políticamente viable. Aquí absorbemos todo lo que hay de técnicamente verdadero en lo que recomienda el Fondo y desechamos todo aquello que parece incompatible con la realidad política.”
Con todo, él mismo escribió recientemente, en El trimestre económico (publicación mexicana), sobre la vieja controversia iberoamericana de “monetaristas” y “estructuralistas”. No le parecía un debate bizantino. Pero como hombre de gobierno corta por lo sano: “Una inflación de 80 por ciento al año no es inflación, es inflamación. Tiene que ser combatida con la mayor energía. Es inútil discutir si la inflación ayuda al desarrollo o no; en los últimos años tuvimos la mayor inflación de nuestra historia, y también el más grave estancamiento del período de posguerra. El combate contra la inflación pasó a ser un requisito para volver al desarrollo.” Esto es convincente si se pueden invocar cifras. Campos las cita: “Los resultados están a la vista. En seis meses redujimos la tasa de inflación de 7,4 por ciento mensual a poco más del 3 por ciento, y la economía comienza a reactivarse. El año pasado, el crecimiento del producto bruto por habitante fue negativo; este año, reaparece.”
Se ha dicho que el Estatuto de la Tierra —preparado por él y actualmente en trámite ante el parlamento— deja bastantes subterfugios a la clase terrateniente para que sea inoperante. Pero “el problema agrario brasileño tiene que ser resuelto por la conjugación de varios métodos —opina el ministro—. La tributación progresiva es el instrumento principal: provocará, estoy seguro, un grado suficiente de presión para racionalizar el uso de la tierra. Otro instrumento es la colonización. La expropiación se tornará necesaria en tres o cuatro regiones: no más del 4 al 5 por ciento del área cultivada”.
Facilitada nuevamente la “remesa de lucros” —otra decisión de Campos—, se supone que el Estado brasileño no está en condiciones de verificar la magnitud de esas exportaciones de capital. “Durante la fase de libertad cambiaría —arguye— la remesa oscilaba entre el 3 y el 4 por ciento del capital invertido: la economía en expansión tornaba atrayente la reinversión. Se creó fermentación política en torno del problema, se establecieron restricciones exageradas, y ello no sólo desalentó el ingreso de capitales sino que provocó una cuantiosa fuga. Estamos haciendo comprender al pueblo que los efectos positivos o negativos del capital extranjero no pueden ser medidos por una comparación simplista, contable, entre el ingreso de fondos en un año determinado y la salida de sus rentas. También hay que tener en cuenta el influjo de estos capitales sobre el intercambio y sobre la renta nacional. En definitiva, la experiencia brasileña con el capital extranjero fue benéfica: se reforzó la economía, se aceleraron los cambios tecnológicos, se mejoró la técnica gerencial.” Campos no está en condiciones de estimar la inversión foránea en relación con la inversión total; pero cree que “los capitales extranjeros deben responder quizás por el 10 por ciento del producto nacional bruto, porción que no es exagerada”.
Como miembro del CIAP, él afirma que “varios países alcanzaron y superaron en el último año las metas de crecimiento de la Alianza: en particular, Venezuela, México y el Perú”. No cree que la Alianza tuviera por objeto “ahogar” la Operación Panamericana (elaborada por el gobierno Kubitschek). “La completa, la amplía. En la OPA no se hablaba sino de desarrollo económico; la ALPRO supone reformas básicas y justicia social, que no son subproductos espontáneos del desarrollo económico. Es verdad que aquélla tenía una concepción política más vigorosa y su inspiración era latinoamericana. En el caso de la Alianza, el entusiasmo de Kennedy nunca llegó a contagiar al Congreso de la Unión.”
En cuanto a la ALALC, “entró en un punto muerto —declara Campos—. Personalmente, creo que debemos desistir del sistema de negociar concesiones por productos individuales; es preciso aplicar reducciones porcentuales de tarifas para todos los productos, como en el Mercado Común y la Asociación Europea de Libre Comercio”. Según él, “los industriales latinoamericanos tienen un miedo pánico a la competencia, y así destruyen el dinamismo que la ALALC reclama”.
Tribuna da Imprensa, diario de Lacerda, reprocha diariamente a Campos su impopularidad, que comprometería a la Revolución, y hasta cierta anuencia con determinados intereses privados. “El debate político es muy vivaz en el Brasil y no me siento herido por ello —comentó el ministro—. No conozco ningún estadista que haya combatido seriamente la inflación sin enfrentar la impopularidad. Prefiero estar en lo cierto, a que piensen que lo estoy.”
Si la revolución necesitara un candidato presidencial que defienda la obra realizada y hubiera suficiente acuerdo sobre su nombre, ¿aceptaría Roberto Campos? Una breve reflexión siguió a esta pregunta. Después dijo: “No me negaría a ser candidato, si fuera convocado; pero no creo reunir la experiencia ni las condiciones políticas para ello. Debo aprender a servir mejor, antes de mandar.”
El brillo suave de sus pequeños ojos tembló fugazmente al responder a esta interpelación directa, que en los próximos meses le lanzarán periodistas y políticos con frecuencia creciente.
17 de noviembre de 1964
PRIMERA PLANA

acerca de Oliveira  Campos en https://es.wikipedia.org/wiki/Roberto_de_Oliveira_Campos

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