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EL MUNDO
Vietnam: La diplomacia de los B-52

Desde el punto de vista de la moral existen pocas dudas: Estados Unidos carece de derecho a masacrar niños, ciudades, cultivos vietnamitas. Es más complicado el análisis político. Los sectores de opinión, que en todo el mundo se manifiestan contra la agresión estadounidense, seguramente mayoritarios, tienen tendencia a creer que Washington está derrotado y que el general Giap, vencedor de los franceses en Dien Bien Phu, también sabrá dar cuenta de los prepotentes generales del Pentágono. Es cierto que el alto mando norteamericano ha deslizado, en más de una oportunidad, que deben enfrentar, en Vietnam, al enemigo más serio que hayan jamás conocido. Es verdad, también, que nunca un pueblo tan chico incidió tanto en el mapa político del mundo enfrentándose a la maquinaria bélica más formidable de la historia. Pero Estados Unidos no está vencido. Ha impuesto a la humanidad la peor de las victorias: convertir a la agresión en una guerra normal, en un hecho cotidiano. Cabe preguntarse por qué. Por qué los B-52 se dedican pacientemente a destruir un pueblo.
Cuando la nueva oleada de bombas suspendió las negociaciones de París, el asesor Henry Kissinger viajó inmediatamente a Washington. Allí se entrevistó, en las primeras 48 horas sucesivas a su regreso, con los secretarios de Estado y de Defensa, William Rogers y Melvin Laird, respectivamente; con el vicepresidente, Spiro Agnew y con Richard Nixon. La reunión con el presidente duró siete horas. Luego hizo una conferencia de prensa. Su rostro no denotaba impaciencia o nerviosidad, pero sin embargo perdió la calma. Sólo un negociador irritado afirma que sus enemigos son "frívolos”. Eso salió de la boca de Henry Kissinger. Siguió en ese tono: "No nos van a obligar a llegar a un acuerdo, no nos van a dorar la píldora para llegar a un acuerdo hasta que las condiciones sean las que nosotros exigimos”.
A partir de ese momento, ante la evidencia de que el asesor había regresado de París con las manos vacías, el periodismo norteamericano, por ejemplo, el influyente Washington Post, sugirió que estarían deterioradas las relaciones Nixon-Kissinger. Aparentemente, el asesor habría trabajado en base a un acuerdo que permitiese a Estados Unidos salir de Vietnam ahora. Nixon se negó siempre a considerar un arreglo que pudiese fracasar en los primeros tramos de su segundo mandato presidencial. Ese temor nixoniano se acrecentaba porque la firma del acuerdo redactado por Kissinger y Hanoi en octubre último (nunca se firmó) debía entrar en vigencia justo en el momento en que Estados Unidos entraba en el delicado round de las negociaciones sobre la seguridad europea y Medio Oriente. El presidente piensa en un acuerdo más sustancial. Por eso ordena los bombardeos.

BORRAR CON EL CODO ... El documento de octubre establecía que las tropas del Norte podían quedarse en las posiciones que hubiesen conquistado en el momento del cese del fuego. Después del triunfo electoral de Nixon, Kissinger exigía en París una redacción que precisara lo contrario: nada de tropas norvietnamitas en el Sur. El presidente sureño, Nguyen Van Thieu, expresó con nitidez el pensamiento de la Casa Blanca: afirmó ante la Asamblea Nacional que los borradores de París implicaban, de hecho, una anexión del Sur al Norte por medios políticos - militares, y aseguró que, en caso de llevarse a la práctica, el control comunista en todo Survietnam, sería sólo una cuestión de tiempo.
Por supuesto que iba a ser así. Pero habría que aclarar cuáles son los derechos de Estados Unidos para plantarse como juez de la política interior de un país que ni siquiera está en su mismo continente, un país que nunca fue su colonia, con el cual jamás mantuvo vínculos económicos o culturales de envergadura, cuáles son los derechos para decir esto sí, aquello no. La respuesta es, desde el punto de vista política, obvia: sus fundamentos se miden en toneladas de explosivos y, como alguna vez se ha dicho, la política es esa cosa que sale de la boca de los cañones o, expresado en términos un tanto académicos, la guerra es la continuación de la política por otros medios. La política mundial de los Estados Unidos reposa, por necesidades de su propio desarrollo económico, en el principio de hegemonía.
Estados Unidos es, sin duda, el primer país del mundo capitalista; su estructura no le permite otro papel. Si la fuerza de su presencia económico-militar se debilitase hasta el punto dé impedirle imponer condiciones en el comercio y la política del mundo que lidera, se resquebrajaría también el andamiaje interior. Por eso Estados Unidos no puede ni siquiera pensar en la posibilidad de Vietnam del Sur en manos de los comunistas.
Como queda dicho, las esferas de lo político y lo moral no siempre coinciden; mezclar consideraciones morales en una descripción política, apenas da un resultado: carecer de conclusiones ciertas. Estados Unidos, aunque lo hace, no necesita destruir a Vietnam del Norte; si lo somete al más indignante castigo es para obligarlo a firmar un
arreglo que avente el riesgo de un Vietnam del Sur con posibilidades de un futuro gobierno más o menos socialista. El premier norvietnamita, Pham Van Dong, aseguró hace poco más de un mes, en una entrevista a la revista norteamericana Newsweek, que si en Saigón se establecía un gobierno provisional tripartito, Hanoi no haría ningún intento por comunizarlo. Cabe pensar que así hubiese sido, que así será el día que Estados Unidos salga de Indochina. Pero el Partido Comunista de Vietnam del Norte, pese a la indudable influencia que ejerce sobre sus compañeros del Sur, no estará en condiciones de detener por mucho tiempo, so pena de perder su conocida posición de revolucionario internacionalista, la escalada política del comunismo sureño.
Por insistencia del presidente Thieu, Washington y Hanoi dejaron perfectamente aclarado, en París, que el programado Consejo Nacional de Reconciliación y Concordia, que se haría cargo del gobierno survietnamita inmediatamente después del cese del fuego, sería sólo un organismo provisional y administrativo, y no un gobierno de coalición. Hanoi estaba, incluso, dispuesto a retirar del Sur algunos batallones que hasta el momento ni siquiera aceptaba que existiesen. Pero Thieu, a quien se le destina el papel de guardabarros de la Casa Blanca, quería más: afirmó con intransigencia que cualquier acuerdo que permitiese a las tropas de Hanoi quedarse en el Sur, minaría la soberanía survietnamita. Por eso las bombas caen ahora sobre la capital del Norte, para que Pham Van Dong firme la retirada de sus tropas y acepte que el cuerpo internacional de control del cese del fuego esté integrado por varios miles de hombres armados y con absoluta libertad de movimiento. En cambio, hasta el momento, Hanoi insiste en su propuesta: 250 hombres, desarmados y confinados en las guarniciones centrales.

¿SOLO CUATRO AÑOS MAS? Vietnam del Norte es destructible. El primer ministro declaró en 1972 que el país podía combatir no menos de cuatro años más. Años atrás, cuando fue entrevistado por los realizadores de la película Lejos de Vietnam, el extinto presidente Ho Chi Minh afirmó con increíble serenidad que “la guerra puede durar aún diez años más, veinte, cincuenta años más, pero Estados Unidos está derrotado”. Acaso sea cierto. El riesgo es encontrarse, al final, con un vencido que al retirarse deja un país habitado únicamente por esquirlas de bombas.
Probablemente en estas cosas hayan pensado los dirigentes comunistas de todo el mundo que concurrieron, en Moscú, a las celebraciones del 50º aniversario de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cuando oleadas de B-52 rugían sobre Hanoi. El Kremlin apenas produjo una breve nota condenatoria. Porque la URSS no va a intervenir directamente en esta guerra. Sabe que hacerlo sería poner al mundo a un paso de la tercera, tal vez definitiva, conflagración mundial. De modo que Estados Unidos podrá bombardear tranquilo. Hanoi seguirá peleando, pero también irá haciendo concesiones; sabe que tampoco China enviará a sus soldados al vecino país, por las mismas razones.
La envergadura de la guerra en el sudeste asiático postergará, mientras dure, la agudización del conflicto chino-soviético. Paradójicamente, desde un enfoque conceptual, la agresión norteamericana, que de algún modo lima asperezas entre Moscú y Pekín, es el mejor argumento de que disponen los chinos para avalar la tesis que está en el origen de su ruptura con la URSS. Cuando el Kremlin acuñó la teoría de la “coexistencia pacífica”, el Partido Comunista Chino volvió a las fuentes del marxismo clásico y afirmó que las guerras son parte de la esencia del fenómeno imperialista. Los textos que Mao Tse-tung publicó entonces sostienen que, si bien las guerras, en ciertos casos, pueden y deben ser evitadas, los conflictos armados seguirán siendo riesgos potenciales, en las entrañas de la humanidad, mientras coexistan Estados que representan opuestos intereses de clases. Las bombas sobre Hanoi, que caen para evitar la presunta comunización del Sur, dan razón a los chinos; la tímida reacción soviética, también En los tiempos de mayor enfrentamiento teórico entre China y la URSS, la primera afirmó que la tesis de la “coexistencia pacífica” era, tal como la practicaban los rusos, la cobertura ideológica del encendimiento con Estados Unidos que Moscú se aprestaba a perfeccionar. El tiempo, ese gran aliado de los pueblos asiáticos, fue avalando las posiciones teóricas maoístas. Claro que China tampoco interviene en Vietnam y estableció relaciones con Washington. Es cierto que Hanoi nunca pidió intervención directa, pero de todos modos la imagen china ante la opinión mundial pronorvietnamita se ha deslucido un poco.
No es fácil hacer pronósticos respecto al futuro inmediato de la guerra. El Pentágono aún no utilizó todo el poder de fuego que almacena. Dispone de bombas nucleares tácticas, que en buen romance quiere decir armas atómicas de alcance limitado a la región que se quiere destruir. Perfecciona otras que, se supone, podrán aniquilar todo ser vivo sin dañar edificios. La URSS, por su parte, está dispuesta a dotar a Vietnam del Norte de más y mejores misiles antiaéreos del tipo Sam.

LOS TEMORES DE USA. Si es posible advertir las razones por las cuales Estados Unidos no firmará un documento redactado en los términos que lo fue el de octubre, también se puede responder a uno de los interrogantes centrales que plantea la guerra en Indochina: ¿realmente Washington teme en tal medida la perspectiva de una posible comunización de un pequeño país como Vietnam del Sur? La variante de un Saigón en manos de gobernantes comunistas, ¿pone en tela de juicio el papel hegemónico que detenta Estados Unidos? Sí. La mayor potencia del mundo hace la guerra más inmoral de estos tiempos porque su presencia en la región les garantiza el control sobre las presuntas intenciones expansionistas de China. La habilidad de Kissinger consistió en apuntalar esa necesidad de control por vía diplomática y comercial. Estados Unidos está con sus armas en Indochina y con sus productos comerciales en Pekín. Las tropas norteamericanas se encuentran en Laos, Tailandia, Camboya, y eso, aparentemente, debería bastarle a Washington. Sólo aparentemente, porque de nada servirían todas esas conquistas si en el futuro inmediato se encontrasen ante un Vietnam unificado y en manos de dirigentes comunistas. El bastión que USA ocupa en el Sudeste asiático es una posición clave que no abandonará. Los norteamericanos sólo cesarán la guerra en condiciones tales que les permitan seguir
presentes en Vietnam del Sur. Por otra parte, y dado que Estados Unidos no hace la guerra de Indochina por razones directamente económicas, nada le impide recurrir a lo que se conoce como estrategia absoluta, es decir, al genocidio.
Hay otros lazos que atan a Washington al "pantano vietnamita". Cuando a mediados de octubre último los sectores de derecha norteamericanos creyeron que Nixon se disponía a dejar caer a Thieu ante las exigencias de Hanoi, comenzaron a presionar en base al siguiente argumento: qué ejemplo daremos a nuestros aliados de todo el mundo si abandonamos al que nos ha sido más fiel. Nixon no dejó caer a Thieu. Pero el sostén que todavía le brinda no se debe a la presión de los temerosos derechistas: Nixon siempre pensó igual que ellos. Las potencias aliadas a Estados Unidos tienen, una vez más, la certeza: USA no abandona a sus amigos. Quieren, eso sí, que termine la guerra, pero no al precio de sentar un mal precedente, un precedente que les quitaría la tranquilidad que brinda el espaldarazo de las grandes potencias.
Otro costado del asunto, escasamente analizado, es el valor de "ejemplo” de la contienda. En octubre de 1967 el general Westmoreland (curiosamente, una traducción literal de ese apellido daría este resultado: "más tierras al oeste”) afirmó que "hacemos la guerra en Vietnam para demostrar que la guerrilla no vence”. Habría que preguntarse quiénes son los destinatarios de la "demostración”. Se sabe quiénes son las víctimas del experimento. Los alumnos son, evidentemente, los guerrilleros, o aspirantes a tales, de todo el mundo. Si Estados Unidos puede colocar al borde del abismo a uno de los ejércitos más aguerridos de la historia, obviamente está en condiciones de aniquilar, si se lo propone, cualquier intento guerrillero de menor cuantía. La expresión de Westmoreland es la respuesta de Estados Unidos al lema guevarista de "Uno, dos, tres, muchos Vietnam”. El general quiso advertir que cada Vietnam que surgiese en cualquier punto del planeta sería destruido como lo es el Vietnam de los vietnamitas. Lo que está en juego es nada menos que la credibilidad en la fortaleza de la primera potencia del mundo.

UNA OLEADA “ANTIKISSINGER”. Estados Unidos tendrá que salir solo de Vietnam. Si China enviase tropas, habría entonces pretexto para armas nucleares tácticas y, tal vez, una posterior retirada con victoria militar. China no le brindará esa "ayuda”. Tampoco la URSS. De algún modo Nixon deberá llegar a un acuerdo con Hanoi. Consiguió su segundo mandato con la bandera de la paz en Vietnam: no podrá defraudar a la opinión norteamericana por mucho tiempo más. Además, Nixon gobierna con mayoría parlamentaria demócrata. Sus relaciones con el Congreso no son precisamente idílicas, y mal haría en empeorarlas. Lo que ya empeoró, en cambio, es el dorado pedestal al que se había subido Kissinger. En la conferencia de prensa donde habló de la "frivolidad” vietnamita, al explicar los criterios recientes de la Casa Blanca, obvió el pronombre "nosotros” y usó las palabras “el presidente”. Ese día Kissinger fue un vocero del primer mandatario. Dos semanas atrás el influyente columnista Stewart Alsop afirmó que existe en Washington, en los círculos oficiales, una oleada "antiKissinger”. La modificación del gabinete lo habría aislado; por otra parte, Nixon ofreció a John Conally, secretario del Tesoro, hacerse cargo de la Secretaría de Estado "cuando quiera”. Se supone que eso ocurrirá dentro de los dos próximos años. En ese momento Kissinger se retirará, no sin antes haber conseguido de quienes los duros de la Casa Blanca llaman peyorativamente "sus amigos vietnamitas”, las concesiones que Nixon quiere arrancarles. El asesor aspira a pasar a la historia como el hombre cuya eficacia diplomática logró el acuerdo. Cualquier análisis, aun el más superficial, arroja otro resultado: ese acuerdo lo habrán conseguido los B-52. Hanoi tratará de que sea lo menos oneroso posible, lo pagará carísimo, pero acaso salve la vergüenza humana.
PANORAMA, ENERO 4, 1973
Guerra de Vietnam
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