Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Yuri Gagarin
Yuri Gagarin
el último reportaje
Mes y medio antes de perder la vida a bordo del avión experimental que piloteaba (el 27 de marzo último, a 60 kilómetros de Moscú), Yuri Gagarin fue entrevistado por el coronel francés Louis Castex, autor del libro «De Clément Ader á Gagarine», cuyo lanzamiento editorial se realizó la semana pasada en París. Es posible que haya sido ese reportaje el más importante y el que arrancó más confesiones inéditas al primer hombre del espacio. SIETE DIAS adquirió a la editorial Hachette y a la agencia Opera Mundi los derechos exclusivos de ese encuentro, cuyos frutos se ofrecen a continuación

“Vengo a despedirme, Valia, dije a mi mujer al entrar a casa. Ella me miró interrogante y asombrada. Parto para el cosmos. Me sentí aliviado. Ya todo estaba dicho. En verdad, había preparado largo tiempo atrás las palabras con que anunciaría a mi mujer que había sido elegido como primer cosmonauta de la historia. Ella me sonrió valientemente, nos abrazamos y partí para la aventura tan deseada ...”
Yuri Gagarin inició con esta confidencia el relato de su vocación de “hombre espacial”. La historia arranca en un koljós de la región de Smolensk, donde nació Yuri el 9 de marzo de 1934. Su padre trabajaba como carpintero mientras que la madre cuidaba de la granja y de sus cuatro hijos, tres varones y una mujer. Yuri tenía apenas siete años cuando se produjo la ocupación nazi, y con ella las privaciones, el miedo y la humillación.
“Poco antes de la entrada de los alemanes en mi pueblo vi por vez primera un avión. Llevaba las estrellas rojas, era un aparato soviético dañado en un combate aéreo y se aprestaba a hacer un aterrizaje forzoso. No pude soportar la tentación, me escapé de casa y corrí por el campo para mirar la máquina de cerca. Para mi gran decepción, se había destrozado al tocar fierra. El piloto, que había salido indemne, no quiso aceptar ningún refugio y se acostó cerca de su avión. Yo permanecí a su lado hasta la mañana siguiente, con los ojos fijos en sus condecoraciones, tocando sin cesar la chaqueta de cuero de ese hombre que volaba. Fue una experiencia que marcó toda mi vida.”
El pequeño Yuri, ávido de cielo, trepa a menudo al techo de la casita familiar para observar las evoluciones de los aviones soviéticos que bombardean a los enemigos. Cierto día, uno de ellos pasa en vuelo rasante y deja caer volantes sobre el pueblo. Los panfletos muestran un dibujo de Hitler, simbolizado por un cuervo, que se posa sobre un montón de cráneos; debajo, se anuncia el desastre de los nazis en Stalingrado. Es el fin de la pesadilla, el fin de la ocupación enemiga; ahora retornarán los familiares llevados a los campos de concentración. El avión, mensajero de esta gran noticia, se trasforma en un motivo de fascinación y de intensas meditaciones para el niño.
Cuando vuelve el padre de Yuri, la casita de madera será desarmada, trasportada y vuelta a levantar tabla por tabla en la ciudad de Gjask, donde el niño, estudiante aplicado, podrá aprender un oficio: ajustador mecánico.
Pero Yuri tiene un sueño: conocer Moscú. Aprueba un examen y logra ingresar en una escuela técnica moscovita. Allí le dan su primer uniforme, y el jovencito corre al estudio de un fotógrafo para que sus padres puedan verlo retratado con un atuendo muy parecido al de un oficial de aviación. Cuando cobra su primer sueldo, lo divide en dos para enviar la mitad a su madre. Al poco tiempo decide perfeccionarse en una fábrica de Leningrado; en ese entonces se apasiona por el teatro, que frecuentará asiduamente.
Sus gustos son amplios: literatura, matemáticas y física constituyen sus materias preferidas. Sus profesores le encargan un trabajo muy arduo, sobre Tsiolkovski y su teoría de los cohetes y de los viajes interplanetarios. Para Yuri Gagarin, es como una deslumbradora revelación: analiza todos los libros de la biblioteca que tratan sobre el tema y prepara un informe tan completo que deja admirado a sus profesores. Por entonces, empieza a aprovechar cuanta posibilidad se le ofrece para saciar su sed de vuelo.
“Cada vez que escuchaba el zumbido de un avión, o cuando veía por la calle a un aviador, me sentía impresionado. Decidí ingresar en el aeroclub, creyendo que volaría inmediatamente; en cambio, me hicieron comenzar con estudios teóricos. Por fin pasé el examen eliminatorio, consistente en saltos en paracaídas y vuelos acrobáticos. Esta prueba afortunada coincidió con mi éxito en el examen de técnico fundidor. Debía elegir entre trabajar en alguna industria de la cuenca del Donetz o pasar el verano volando en el aeroclub. Opté por la segunda posibilidad: piloteaba un Yak 18, un tipo de avión de caza, siempre con un instructor al lado. Por fin me soltaron. Sólo los pilotos son capaces de comprender la emoción del primer vuelo. Yo estaba entusiasmado: acababa de decidir que sería un aviador militar.”
Se instala en la escuela militar de Orenburg, una ciudad de la estepa que se encuentra sobre un escarpado flanco de los montes Urales. Está orgulloso de su flamante uniforme, de la campera caqui con alas en las charreteras. Sus superiores lo destinan a una escuadrilla y vuela sin descanso. Al finalizar el programa de estudios, pide autorización para ir a un koljós a trabajar la tierra.
“Desarrollaba músculos y me sentía feliz. Pero extrañaba a Valia. La había conocido en Oremburg, donde trabajaba como empleada de correos. Su carácter, su pequeña estatura, su naricita respingada, todo me gustaba en esa muchacha. Cuando regresé, comenzamos a vernos asiduamente. Advertimos que teníamos gustos parecidos ... Entre tanto, comencé a pilotear aviones a reacción, los Mig. Recién entonces, al manejar aparatos realmente modernos, me sentí un verdadero piloto.”
El 4 de octubre de 1957, un suceso conmueve al mundo y alborota a los aviadores de Orenburg: el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik soviético. Constituye el comienzo de la conquista del espacio. La hazaña cósmica coincide con los exámenes finales de Gagarin, que se recibe de piloto de caza, con el grado de teniente. El lanzamiento de un segundo satélite artificial, con la perra Laika a bordo, encerrada en una cabina hermética, sumerge al joven piloto en un vértigo de ideas y ambiciones. Ya que un ser viviente lograba llegar al cosmos, ¿por qué no podría hacerlo un hombre?, ¿y por qué ese hombre no habría de llamarse Yuri Gagarin?
Se casa con Valia en Urenburg y la lleva a Gjask para que la conozca su familia. Luego, el flamante matrimonio Gagarin se separa; él parte hacia una base del norte, donde los vuelos son más difíciles y las condiciones climáticas más duras; ella se queda en Oremburg para terminar sus estudios de enfermera. A Gagarin le resulta saludable el contacto con pilotos experimentados; se aclimata pronto y espera que la prolongada noche polar abra paso al sol de medianoche. Entre tanto, Valia ha recibido su diploma de enfermera y se une con su marido en la base del norte.
El 2 de enero de 1959, la Unión Soviética lanza un cohete cósmico de varias etapas en dirección a la Luna. Gagarin se conmueve ante esta noticia sensacional: la visita del hombre al espacio exterior es inminente. En ese momento, Valia espera un bebé; Yuri desea que sea una niña. Su anhelo se realiza en dos aspectos: el nacimiento de su pequeña Helena coincide con la elección a candidato cosmonauta con que lo distinguen en la base.
"Después que presenté mi pedido de admisión en la escuela de cosmonautas, me hicieron pasar un examen oftalmológico. Siete veces me revisó el oculista, sin poder descubrir un solo defecto en mis ojos. A continuación, atravesé una experiencia destinada a verificar si era capaz de trabajar en condiciones muy difíciles para la concentración mental. La prueba consistió en hacer operaciones aritméticas mientras un altoparlante emitía resultados falsos con voz monótona. Era atrozmente molesto y costaba un gran esfuerzo trabajar sin distraerse."
A estos primeros exámenes siguieron otros, ante neurólogos, cirujanos, laringólogos, especialistas en medicina general, cuyos veredictos no tenían apelación: nueve de cada diez candidatos eran eliminados. Gagarin terminó las primeras pruebas y se le dijo que aguardase los resultados. Pasaron los días, y cuando ya estaba perdiendo todas las esperanzas de ser citado, recibió la orden de presentarse ante la comisión. Lo esperaban severas pruebas bioquímicas, electrofisiológicas y psicológicas, que duraron vahas semanas. Muchos candidatos fracasaron, pero Gagarin sorteó las pruebas triunfalmertte. El período más glorioso de su vida comenzaba entonces.
“'Para el Cosmos se necesitan hombres de corazón de bronce, de espíritu vivaz, de nervios de acero, dotados de una voluntad de hierro, temple moral alto y excelente humor. Dejaba mi escuadrilla por la escuela de cosmonautas, con el orgullo de ser uno de los elegidos para la aventura del espacio. Cuando volví a casa luego de las pruebas, Valia me esperaba, sonriente, con una torta decorada con el número 26. Era precisamente el día de mi cumpleaños. Dije a mi mujer que deberíamos instalarnos en el centro de Rusia, donde sería piloto de pruebas. Le disfracé la verdad para evitarle preocupaciones. Ser piloto de pruebas no es lo mismo que ser cosmonauta."
Ya en la escuela de cosmonautas, Gagarin comenzó a aprender lo que le espera al hombre en su zambullida en el espacio. Primeramente, baja presión barométrica, bruscos cambios de temperatura, todo tipo de radiaciones, el ruido, las vibraciones, las fuertes aceleraciones, la ingravidez, la atmósfera artificial en el interior de la nave espacial, la tensión efectiva, la tensión nerviosa y, por último, la molestia de las ropas espaciales. Los candidatos a cosmonautas admitidos después de los exámenes médicos penetran en un mundo nuevo, extraño, penosísimo y apasionante a la vez.
La jornada de los "elegidos” comienza con una hora de gimnasia al aire libre, con sol, lluvia o nieve. Después vienen los juegos de pelota (voleibol, basquetbol, waterpolo); las zambullidas desde el trampolín, la gimnasia en barra fija, los ejercicios de natación submarina. Además, se hacen saltos con paracaídas, diferentes de los que se practican durante el entrenamiento común. Un ejemplo de esta experiencia es el "salto con apertura retardada”, que implica una impresionante caída libre desde ¡miles de metros de altura.
Fuera del entrenamiento físico, Gagarin estudia matemáticas especiales, mecánica teórica y otras disciplinas, como anatomía y estructura del sistema sanguíneo y nervioso. Después de la teoría, los candidatos a cosmonautas pasan a la aplicación práctica a bordo del "estimulador de vuelo”; también se hace entrenamiento del “aparato vestibular’’ con asientos giratorios y saltos sobre una red. Otros aparatos usados con frecuencia son la hamaca, donde se coloca al cosmonauta con los ojos vendados y el sillón inestable, donde pierde el equilibrio.
“Durante este período, Valia estaba en Oremburg, junto a su padre enfermo. Cuando éste murió tuvo la enorme delicadeza de ocultarme la verdad para no perturbar mi primera etapa de entrenamiento, particularmente dura. La segunda etapa comienza con la práctica de la vuelta centrífuga. En uno de los extremos de un eje se encuentra una cabina para el cosmonauta; en el Otro extremo, una carga que hace equilibrio. El conjunto da vueltas alrededor del eje. Las aceleraciones son cada vez más intensas, pero hay que conservar el dominio mental pues el cosmonauta debe leer en voz alta y recordar las cifras que se inscriben sobre un tablero luminoso.’’
Llega el momento de entrar en la cabina de la astronave y escuchar las explicaciones del constructor, que tranquiliza a los futuros viajeros del espacio. A la izquierda del asiento de Gagarin hay un pupitre munido de palancas y el conmutador del sillón radiotelefónico, de la regulación de la temperatura y del motor de freno. A la derecha, el aparato de radio, la palanca de orientación y los alimentos. Delante del sillón, un tablero con todos los indicadores, un reloj eléctrico y un globo que rota con el movimiento orbital de la nave. Debajo del tablero, una cámara de televisión que permite observar desde la Tierra al cosmonauta. Sobre el asiento hay un sistema de correas y de paracaídas y un dispositivo de catapultaje.
El entrenamiento se acelera. Las pruebas más duras se hacen en el banco de vibraciones, aparato que imita las trepidaciones de la astronave, y en la cámara térmica, donde se permanece una hora para habituarse a las temperaturas elevadas. Finalmente, se agrega la prueba de la célula: consiste en una prolongada estadía en una cámara herméticamente cerrada, sin el menor ruido y sin un soplo de aire. De cuando en cuando el cosmonauta recibe un mensaje radial al que no puede responder. Se trata así de “endurecer” el sistema nervioso.
“Mientras nos preparábamos, se acercaba la hora de penetrar en el cosmos. La Unión Soviética envió sucesivamente cuatro aeronaves para circundar la Tierra. Las tres últimas estaban tripuladas por perros. Bauticé a la última perra cosmonauta, de pelo rojizo y lanudo con el nombre de Zvezdotchka (estrellita). Por ese entonces nació mi segunda hija, Galia. Ya tenía la intuición de que me elegirían para inaugurar las rutas del cosmos.”
Así fue. Se fijó el miércoles 12 de abril de 1961 como fecha del lanzamiento. La víspera, Gagarin y el cosmonauta Nº 2, Gherman Titov, llegan al cosmódromo de Baikonur. Después de una partida de billar, los dos cenan con su médico. Antes de irse a dormir, el facultativo certifica la absoluta normalidad de la presión arterial, el pulso y la temperatura de ambos cosmonautas, que rechazan un somnífero y duermen apaciblemente hasta el momento de dirigirse hacia la aeronave, el Vostok (Oriente). Apenas comienza a amanecer. El cielo se muestra trasparente; el tiempo, favorable. El desayuno de los cosmonautas es servido a las 5 y 30 y consiste en puré de carnes, gelatina de grosella negra y café, todo en tubo, como la cena de la víspera. Se produce la última visita médica: Gagarin está perfectamente bien y puede endosar su traje espacial, de color azul, enterizo, abrigado y liviano. Después le colocan la escafandra de protección, anaranjada, brillante; también le ajustan un casco de comunicaciones y luego otro, herméticamente cerrados, con grandes letras: URSS.
“Mientras me llevaba el autobús hacia la plataforma de lanzamiento, percibí, desde lejos el cuerpo plateado del cohete, apuntando hacia el cielo, con seis motores de veinte millones de caballos-vapor en total. A medida que nos aproximábamos a la rampa de lanzamiento, el cohete se agrandaba, como si aumentara de volumen. Parecía un inmenso faro. El primer rayo de sol hacía resplandecer su superficie parda. Antes de subir al ascensor que me llevaría a la cabina de la astronave, me pidieron que grabara algunas palabras; dije: Hasta pronto. Esa es la única despedida que cabe cuando se parte para un largo viaje. . . ”
Ya en la cabina, Gagarin dice simplemente: “Tierra he aquí el cosmonauta. Me siento bien, estoy listo”. Pasa media hora, una hora. A la hora y media de espera, el director de vuelo da la orden de partida. Gagarin escuchó un silbido y después el rugido de un trueno; sintió que la nave se sacudía con violencia. Muy lentamente, abandonó la instalación de lanzamiento. La aceleración aumentaba.
"Los sonidos de la nave tenían matices y timbres musicales tan particulares que ningún compositor podría reproducirlos, ni con la voz humana ni con los instrumentos. Los poderosos motores del cohete parecían crear la música del porvenir. Con cada etapa del cohete que se desprende las aceleraciones aumentan. Mover un brazo o una pierna, aunque sea levemente, causa dolor. Cuando la nave llegó a su órbita, sentí la extraordinaria sensación de ingravidez. Me desprendí del sillón, y comencé a planear en la cabina, entre el techo y el piso. No sentía mis brazos, mis piernas, mi cuerpo, porque ya no tenían peso”.
La nave avanzaba a 28.000 kilómetros por hora; Gagarin podía ver el Cabo de Hornos; minutos más tarde volaba sobre el Congo, y segundos después divisaba las nieves del Kilimanjaro. A las 10.15 Gagarin abandona el estado de ingravidez: la nave penetra en las capas densas de la atmósfera. En la cabina se registran 20 grados de temperatura, pero la envoltura se recalienta hasta alcanzar los 1.000. Por las ventanillas, Gagarin sigue con los ojos los reflejos de las llamas que bailan alrededor de la aeronave.
“Debía llegar al suelo en 20 minutos. Volaba sobre mi país. Siberia es impresionante: los ríos parecen gruesas venas en el brazo de un gigante. Ante una orden de la Tierra, comencé las maniobras de descenso. A cuatro mil metros de altura descendí en paracaídas a una velocidad vertical de 6 metros por segundo. A 2.500 metros de altura se abrió el paracaídas de freno. Súbitamente vi brillar el Volga. Caí en el lugar previsto, en una zona cultivada como las de mi infancia. Cuando abandoné la nave me dirigí hacia una mujer y una niña que caminaban por el campo. Mi escafandra anaranjada las asustó. Pero desde una plantación vecina unos hombres gritaron: ¡Es Yuri Gagarin!, y corrieron a abrazarme. Después me recogieron en helicóptero y retorné a la base. Me sentía feliz. Esa felicidad dependía de haber elegido bien mi vida. El viaje había durado sólo 108 minutos, pero valía por años de maravillosas experiencias. . . ”
Al narrar la historia de su vocación espacial, Yuri Gagarin ignoraba que pocas semanas después, un accidente de aviación le costaría la vida. Pero es indudable que aun en ese caso hubiera afirmado su convicción de no haberse equivocado al elegir el camino del cosmos. Después de su hazaña, llovieron los discursos, los desfiles, los agasajos públicos, los viajes triunfales por el mundo entero. Asumió la jefatura de los cosmonautas hasta 1964, y ocupó una banca de representante en el Soviet Supremo. Después se dedicó a estudiar ingeniería aeronáutica. Acababa de recibirse cuando murió, el 27 de marzo de 1968, mientras probaba un avión de gran altura. Se dijo insistentemente que la Unión Soviética “reservaba” a Gagarin para una nueva y sorprendente hazaña espacial. Cuando quince días antes de su desaparición, se le preguntó si volvería a realizar un paseo por los cielos, contestó: “Tengo el corazón joven y siempre dispuesto. Pero ya es bastante dicha para mí ser el primer hombre que llegó al Cosmos. No pido nada más”. Tal vez presentía que su fin llegaría en un vuelo de rutina, después de haber desafiado indemne los peligros del Infinito.
Revista Siete Días Ilustrados
23.05.1968
Yuri Gagarin
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