Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ezeiza
THE GREATEST IN THE WORLD
Con un americano del Norte en la carpeta voladora

Mediados de 1949.. . Ya estoy harto de la Flight Hostess, que es una joven poseedora de definida personalidad, inteligencia, cultura general y singular atractivo (glamour) , dotes que adquirió en la escuela de Limatambo, Perú, donde son instruidas y seleccionadas por la PAA las seductoras camareras de 20 años para las lujosas y modernas naves del Servicio-Inter-Pana-Americano que surcan los cielos de todas las latitudes, las cuales (aquéllas) dominan perfectamente el inglés, a pesar de lo cual, algunas hablan correctamente tres o más idiomas.
Prefiero sumergirme en la encantadora conferencia de Mr. T. P. Farrell, Gerente de Relaciones Públicas y Propaganda de la Associated News Inc. Corporation, quien viene a la Argentina para extender sus servicios contribuyendo a abatir las barreras que se interponen entre los pueblos impidiendo que la prensa tenga acceso a las fuentes de información. T. P. Farrell lleva el mismo nombre del periodista que fué expulsado por haber informado sobre las tribus de indios y los malones de gauchos que, capitaneados por sus caciques, vinieron desde las pampas argentinas al Congreso Eucarístico de 1936, mientras a la sazón el actual Sumo Pontífice era solamente el Cardenal Pacelli.
T. P. Farrell se embarcó en el Boeing Stratocruiser, en que volamos, partiendo del aeropuerto de Idlewild, aunque él es ciudadano de Poughkeepsie, New York. Mientras nuestro veterano piloto W. B. S. celebraba los 12.500 cruces de la cordillera, el gran periodista echó una mirada obligada al Cristo de los Andes, enclavado en un paso de 3.750 metros sobre el nivel del mar, que es lo que debe mirar todo turista antes de contemplar la inmensidad de la pampa donde el gaucho tropieza ahora con el inconveniente de los alambrados y de los jeeps y antes de descubrir la belleza de los lagos del Sur donde los millonarios encuentran el salmón y otros peces aptos para sus vacaciones.
—Idlewild, volvió a insistir, es el aeropuerto más grande del mundo. The greatest in the world. Argentina debe mandar hombres a aprender experiencia para construir el aeropuerto de su propiedad que sirva para que nuestros aeroplanos más modernos puedan aterrizar confortablemente y se desarrollen sin interferencias nuestros servicios de turismo. Ud. sabe que nosotros practicamos la política de buena vecindad, ahora desde hace muchos años. (Cuando volábamos sobre el cráter del volcán Momotombo, Farrell afirmó que esta política ha podido consolidarse después, que su país dió a sus vecinos de South America los medios tecnológicos para asegurar el gobierno de la democracia y terminar con los caudillos típicos. Explicó que cuando los biplanos del Uncle Sam pasaban sobre Momotombo persiguiendo a las huestes del bandido Sandino, todavía no se había adoptado la buena vecindad porque no era posible habiendo gentes que eran contrarias a la libre iniciativa y a las fuentes de información).
En ese momento entramos en una línea de vuelo que tiene de paralela una doble cinta blanca que sale de Buenos Aires y se interna 20 millas en la provincia. Pasa por encima de la avenida de circunvalación General Paz, con tres gallardos puentes de los cuales descienden las curvas que en forma de trébol permiten entrar y salir de una circulación de gran velocidad. Es la autopista de Ezeiza ya terminada.
Son los 25 minutos que mi compañero de viaje (se lo explico) perderá para ir del aeródromo hasta Buenos Aires, lo cual, le digo humildemente, no es una distancia excesiva en comparación con la que existe entre Idlewild y Nueva York. Idlewild es mi obsesión, ahora que he abandonado a la flight hostess. Lo era en realidad desde que me topé con Mr. Farrell. Más bien desde que comencé a volar. Es una obsesión como la que sufre todo hispanoamericano a quien se toma desprevenido mientras está chupando el mate de sus ilusiones patrióticas.
Estaba achatado con lo colosal de Idlewild, después de recorrer en uno de los viajes más largos del mundo, las 52 estaciones de esta World Airways: Miami, Hawai, Okinawa, Bangkok, Shangai, Estambul, El Cairo. . . Me perseguía cuando oíamos los tambores vudúes de Port au Prince y el magnífico compañero de viaje, ciudadano de Poughkeepsie, tomaba notas de las procesiones interminables de campesinos “algunos a pie, acompañados de mansos burros, mientras una mujer nativa va también montada en ellos, cabalgando de costado’’. Idlewild no me era perdonado ni para continuar con la historia de la fortaleza que costó millares de vidas, el sanguinario monarca y la isla maravillosa donde los aborígenes se revelaron contra sus amos franceses. Farrell compró allí una enorme fuente para ensalada que quería llevarse consigo, por ser típica, y sólo le era menester extender una orden y hacerla embarcar por expreso aéreo de la PAAAA, quien la conduciría, precisamente a Idlewild, el aeródromo más grande del mundo.
Cuando enfilamos la autopista de Ezeiza, fué como si Dios me hubiera comenzado a perdonar los pecados. Se la mostré con el dedo y, aunque Farrell se limitó cortesmente a mirarme la uña creyendo que usaría algún esmalte especial para gigoló o bien entendió que hacía un saludo no fascista, comencé a sentir el efluvio de la tierra, como si se estuviera acercando la grandeza de una emoción.
Después las cosas se amontonaron y sucedieron en uno de esos breves espacios de tiempo que desesperan a los novelistas cuando explican al lector que han tardado más tiempo en contarlo que el que hubo entre el beso traidor de la heroína y el primer impacto de la ametralladora del gangster descubierto por un maravilloso G. Man.
Como Mr. Farrell se comía todas las consonantes, menos la h, la conversación podía desenvolverse a la velocidad de un relámpago. Después que conseguí explicarle en qué consiste la autopista de Ezeiza, el hombre ya estaba atento, pero a cada rato volvía con su cañonazo del aeropuerto más grande del mundo. No comprendía muy bien que el camino pudiese haber sido tendido siendo que no había dólares mientras se lo construyó, ni tampoco un empréstito, una misión técnica o una fiscalización del Fondo Monetario. Pero siendo un experto en asuntos latinoamericanos se dedicó a tomar apuntes y preguntó si podía sacar algunas fotografías, puesto que en su país eso no está permitido por causa de la cuestión del uranio, pero aquí se necesita tener información libre para que los pueblos se conozcan unos a otros y así no habrá tanto peligro de que vuelvan las dictaduras que causaron la segunda guerra mundial.
De pronto llegamos encima de una estupenda extensión de casas de tejas rojas que parecía devorarse el horizonte, invadiendo la llanura, asomada a la pista, bordeando un riel de trocha angosta. Se veía la iglesia. En las calles había gran movimiento de coches y peatones. Salía el humo de las chimeneas. Como el Boeing iba bastante bajo descrubríamos rostros sonrientes de mujeres y a los chicos con sus delantales de la escuela correteando por una plaza. Camiones de frigoríficos y chatas de verduras, tanques lecheros, ómnibus y colectivos entraban y salían de la sorprendente ciudad en filas interminables.
Estuve tentado de hacer como el Mateo del cuento, cuando el pasajero norteamericano le preguntó qué era el edificio del Congreso:
—No sé, ayer no estaba.
Pero no le dije más que tres palabras:
—La Ciudad Evita.
No se dió por entendido o a lo mejor sabía hacerse el opa (el piel roja). Que de pronto hubiésemos levantado una ciudad de 5.000 casas, también sin dólares y sin iniciativa privada, ya era bastante fuerte. Después del disparo de la autopista, éste era un cañonazo de nuestras baterías que lo hizo poner en guardia. Pero seguía refugiándose en Idlewild y desde Idlewild se batió como un solo hombre, es decir, como un hombre que se ha quedado solo con su slogan de lo más grande del mundo y espera salvarse con la bomba atómica. Espera sentado.
Lo empecé a fusilar entonces, ya sin miedo y sin piedad. La Ciudad Evita, convertida de la promesa de 1948 en la asombrosa realidad de 1949, me levantó el ánimo del todo, como una bandera. ¡Y tan luego con ese nombre! Y me largué a fondo:
— ¡La autopista es de dos bandas! ¡Cada banda tiene diez metros y medio de ancho! ¡Son 21 kilómetros sin ningún obstáculo! ¡Mire que ya estamos llegando! Si quiere y puede olvídese de la Ciudad Evita. Ya estamos llegando a nuestro pequeño campito de aterrizaje. Allí junto a esas dos piletas hay un barrio obrero. Es el número 1. Más allá verá los otros números. Viviendas y servicios completos de escuela, hospital, iglesia, proveeduría y cine, para 10.000 o 12.000 personas, es decir, toda la gente que se necesita para el campito de aterrizaje, la oficinita de la aduana, el tallercito de reparaciones, la torrecita de comando, el hotelito, el correito, las playitas, la pampita de los alrededores, los arbolitos, los campingcitos....
El viajero se ha puesto de pie:
—Pero esto son pistas tangenciales. Pero ¿y el defecto de las pistas tangenciales?
—Sí, ya sabemos. Se necesita mucho espacio para tener pistas tangenciales. Y el aeropuerto más grande del mundo. Idlewild,
no tiene mucho espacio aunque tiene 5.000 acres. Ya sabemos que allí muchas entradas de aterrizaje no pueden ser utilizadas cuando hay mal tiempo por su proximidad con otras estructuras. Pero este campito nuestro tiene 24.000 acres. Aquí no hay defecto que valga. Aquí el sistema tangencial se desarrolla al infinito. Tenemos aeropuerto para 25, para 50 años, para los aviones de todos los tipos y de todas las cantidades dentro de un futuro previsible.
-Oiga: 6.700 hectáreas. Para Ud. 24.000 acres, cinco-veces más que el aeródromo más grande del mundo, Idlewild.
En Idlewild los trabajadores llegan desde grandes distancias y tienen que pagar dos dólares y medio por mes para estacionar sus autos. En Ezeiza los trabajadores están al lado. Sus viviendas están en el área adicional del aeropuerto. Vienen a pie.
Tenemos por ahora tres pistas. Cada espigón puede hospedar 12 aviones. El espigón internacional y el nacional proveen sin dificultad a un movimiento de 180 aviones por hora, que es igual al régimen de capacidad de las pistas.
Las pistas tienen un pavimento de hasta 1 metro y 30 de basamento y por lo tanto aguantan todos los impactos imaginables.
Le sigo gritando, aunque ya ha quedado apabullado. Ha visto efectivamente los aviones que entran y salen como bandadas en un orden extraordinario, mientras regueros de ómnibus de las compañías llevan y traen los pasajeros del centro de la ciudad a través de los 25 minutos de la estupenda autopista.
Los pasajeros previamente han entrado por un mecanismo aduanero-inmigratorio que funciona como una máquina para el hogar. Por un lado entra el chancho y por el otro salen los chorizos... sólo que de aquí no salen los chorizos.
Le muestro el sistema de luces, la torre de control, el radar de aproximación, las torres auxiliares para los carreteos, los edificios de la aduana, de la inmigración, del correo, del hotel, de dirección, de control de vuelos, de otras oficinas públicas y de las compañías, los hangares y talleres, los balizamientos.
Le enseño los 3.000.000 de árboles que se plantaron. Le hago calcular los 1.800 a 3.000 metros de largo y los 60 de ancho de las pistas. Le muestro cómo está preparado el terreno para ir agregando pistas hasta llegar al atraque simultáneo de 67 aviones. Ahora, en 1949, en seguida de su inauguración, el atraque a la vez es de 21. No se lo podría concebir si no se lo viera. No lo hubiera creído ningún ciudadano poughkeepsiano, graduado en Cornell, experimentado en Miami en cuanto a vuelos, en la A. News Inc. en cuanto a periodismo, si no lo hubiera tenido bajo los ojos, contemplándolo “desde los muelles asientos de espuma de goma, mientras observa el panorama a través de amplias ventanillas especialmente diseñadas al efecto”.
Traía en sus pupilas la visión de la Fuerza Aérea Haitiana, para no querer hablar ya de los aeroplanos que todos los días llevaban a Nueva York, como huéspedes del gobierno del Estado, a los ciudadanos de Puerto Rico que habían de votar en favor o en contra de la independencia de las islas. Estaba saturado de millones de dólares. Venía tras el dios de la Noticia. Noticia del hombre que muerde al perro. Del “paquete con dos relojes para uso en bombas de tiempo bolcheviquis”, consignado a N. York por alguien de Talara, Perú. Noticia de la perra de caza que fué llevada en avión hasta Río de Janeiro porque “el progreso ha revolucionado la vida del hombre y entonces no sería de extrañar que con el tiempo los perros de caza dispusieran de cómodos helicópteros y se dedicaran por cuenta propia a su deporte favorito prescindiendo de la ayuda del clásico cazador provisto de su respetable carga de municiones”. Noticia del canguro traído
bajo contrato para un circo de Buenos Aires, que “sin lugar a dudas dió el salto más largo del mundo que puede dar un canguro, al volar entre la ciudad de los rascacielos y la metrópoli argentina, el cual al descender del clipper no hizo declaraciones a los periodistas, pero es posible que los reúna después en una conferencia de prensa con el fin de referirse a importantes tópicos sobre la vida y el gobierno de sus semejantes”.
Y yo, ciudadano argentino, periodista southamericano, me di el lujo de darle la Noticia:
—¿Ud. estuvo en Egipto? ¿Ud. vió la Gran Pirámide? Una de las siete maravillas del mundo. Para construirla Keops cerró los templos, prohibió los sacrificios, obligó a todos los egipcios a trabajar para él. Unos arrastraban los bloques desde la Arabia, otros los llevaban hasta la Libia. Trabajaban cien mil hombres que se relevaban cada tres meses. Diez años para hacer la calzada por donde iban los bloques. Veinte años para levantar la pirámide. Dice Herodoto que Keops llegó a vender la hija para buscar dinero para la construcción. Hubo que mover 2.500.000 metros cúbicos de material para hacer la Gran Pirámide.
—Pues bien, para hacer Ezeiza se movieron 6.000.000 de metros cúbicos, no necesitamos emplear cien mil hombres, no cerramos los templos, no teníamos dólares. Nos los negaban en Nueva York. Inglaterra no nos dejaba conseguirlos a cambio de libras. La Eca nos desairaba como una cortesana esquiva. No vendimos la hija. No entregamos las Malvinas. No negociamos la Antártida. Y así hicimos el aeródromo realmente más grande del mundo. Más grande que Idlewild. Mucho más grande, puesto que hasta hemos superado a la Gran Pirámide.
Y esto sin contar la Ciudad Evita, terminé agregando, que se la recomiendo para cuando se ponga en contacto con la Federación Americana del Trabajo.
Y entonces me tendí en el “sleeperette” de esta “tortuga truculenta” en que volvía a mi patria, dispuesto a echarme una siestita porteña como premio de la batalla.
Carlos Dalmiro Viale
Revista Argentina
01.01.1949
Ezeiza
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