Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

DEPORTES
CON EL DIABLO EN LA PISTA
Era un muñeco trágicamente pálido.
Había jugado a la temeridad, a una temeridad, curiosamente, sin miedo, y yacía, inerte, en una mortaja de fuego. A las 9.58 del domingo último, en la vuelta 39, un hombre naturalmente retraído, de pocas palabras, de escasos gestos, Ignazio Giunti, italiano, 29, de profesión piloto de autos, se sumaba al martirologio de los seducidos por el vértigo. Pocos minutos antes transitaba por el camino de la idolatría; pocos segundos después, con sus ojos sin imágenes, calcinado, destruido, era sólo un nombre para la dolorosa estadística de la osadía.
En el Autódromo Municipal, en los 1.000 Kilómetros Ciudad de Buenos Aires, primera prueba de la temporada con puntos para el campeonato mundial de marcas, en esa mañana gris y destemplada, hubo un pecador original, el único: el francés Jean-Pierre Beltoise, 33, un ser extraño, vanidoso, prepotente, empeñado irreflexivamente en hacer girar una demencial ruleta rusa. Su Matra celeste se detuvo sin nafta. Era el principio del drama. Menudo, con su cuerpo sembrado de cicatrices, renqueando, la razón se evadió de su mente insondable. Empujó su auto, fue en busca de los boxes, como si estuviese entreteniéndose en una carrera de juguete. Traspiró, se agotó y, finalmente su Matra quedó emboscado, casi en medio de la pista, a quinientos metros de los boxes, lógicamente inalcanzables.
"Además de débil, es un idiota", bramó un periodista. Y completó con igual ira: "No es capaz de empujar una silla y se pone a empujar su auto".
Ignazio Giunti, entretanto, entraba en la fatídica vuelta 39. Iba, chupado, detrás de Joakim Bonnier. A la salida de la horquilla, al enfrentar la curva ciega que lleva hacia la recta, Bonnier sorteó por la derecha el erizado obstáculo; Giunti se encontró de pronto, alucinadamente, entre la espada y el Matra. La hecatombe estalló en fuego.
No podía haber ya milagros. Atrapado en su Ferrari 312 P, desgarrado, sin un gemido, Giunti, abruptamente golpeado, con sus huesos rotos, perdió el conocimiento. Un sudario chisporroteante culminó el caos. La muerte había tenido un extraño gesto piadoso: Giunti sucumbía sin dolor, sin sentido. Una vuelta después debía parar en su box; el infortunio anticipó su detención y, malignamente, la hizo definitiva.
Ausente, como en una nebulosa, sin comprender todavía la cruel dimensión de su culpa, Jean-Pierre Beltoise, despojado ya de su casco, se encaminó hacia su box. Al cruzar la terraza de los garajes, Luis Solari, fotógrafo de La Nación, enfocaba su máquina hacia la hoguera de la Ferrari de Giunti; un alud humano lo precipitó desde la cornisa y Solari se derramó sobre Beltoise, amortiguando éste el impacto. Fue la única contribución útil en toda la mañana del inconsciente piloto francés.
La indignación esperó a Beltoise. Los mecánicos de Ferrari lo encararon agriamente y uno de ellos, con un hierro, intentó agredirlo, mientras el periodista inglés Tony Rudlin le asestó un puñetazo. Unos metros más allá, el diminuto Arturo Merzario, sumido, quebradizo, copiloto de Giunti, se mordía las uñas con rabia. El barbado francés Henri Pescarolo, entre tanto, no pudo contenerse: "Beltoise es un peligro, es un irresponsable; la próxima vez le paso con mi auto por encima". Beltoise pareció regresar a la normalidad: rompió sus diques y se echó a llorar. Tardíamente medía la dimensión de su descontrol.
El lunes a la medianoche, Beltoise; fue entrevistado por Canal 11. Fue un diálogo lacónico, cortante. Y allí el piloto francés, ante una pregunta, respondió desaprensivamente, intentando vanamente justificar lo injustificable: "Sí, es antirreglamentario empujar un coche en la pista. Pero la culpa, en todo caso, es de las autoridades por no haberme hecho recordar el reglamento. Yo lo tenía olvidado". Fue una excusa pueril, casi cínica, porque esa prohibición es el abc del automovilismo competitivo y, en consecuencia, inolvidable. Era como admitir, por ejemplo, la candorosa advertencia que un árbitro cualquiera pudiera hacerle a un futbolista antes de entrar en una cancha: "Por favor, no vaya a tocar la pelota con la mano dentro del área, porque entonces le cobraré penal".
La carrera siguió desovillándose ante una multitud impresionada. El estrépito, sin embargo, fue sofocando poco a poco la angustia. Los Porsche —era lo lógico— gobernaron la competencia. El tedio fue apoderándose del circuito, mientras, como siempre, se establecían diferencias abismales entre las estrellas y los partiquinos. El argentino Eduardo Pino, cabalgando su Baufer-Herceg, un adefesio presuntuosamente bautizado como La pantera rosa, fue alcanzado por el primero ya en la octava vuelta y poco después, con su motor asmático, abandonaba la competencia. Un espectador lanzó humorísticamente: "Si a éste le hubiesen tomado una prueba de insuficiencia se habría recibido con medalla de oro".
La inmensa mayoría del público soportó la prueba hasta el final. Fue, realmente, curioso, porque no lo detenía ningún fervor localista, ya que todos los argentinos seguían siendo sólo una ilusión. El Berta LR, por lo pronto, había astillado, ya el sábado, un día antes de la prueba, todo fervor. Conducido alternativamente, en una lenta tarea de ablande, por Luis Di Palma y Carlos Marincovich, destripó su motor estruendosamente. Poco después, Di Palma diría: "Yo en la vida escuché un ruido semejante". El cigüeñal construido en el país —no hubo tiempo de esperar el encargado a Londres— no soportó el trajín y se hizo añicos. Todo se hizo apresuradamente y, una vez más flameaba un signo de típica inspiración argentina: la improvisación. Otro espectador razonó: "¿Desde cuándo se sabía que se iba a hacer la prueba? Desde hace dos meses ¿no? Y entonces, ¿qué esperaron? Bah, siempre pasa lo mismo". Pablo Brea, un argentino curiosamente normal en este universo dominado por la excentricidad, se conformaba con una migaja: "Antes de la carrera podré dar unas cuantas vueltas; creo que tendré un entrenamiento, más o menos, de una hora". Condujo con acierto, pero tal mezquindad no bastaba para enfrentar a un puñado de monstruos que viven casi todo el año arriba de sus coches. Brea no fue, desde luego, una excepción: el resto de sus compatriotas corrió la misma suerte. Se repetía, pues, lo de todos los años, y el público, razonablemente, no podía plantear con respecto a ellos ninguna exigencia
La atracción se concentró en la vanguardia, en donde los Porsche se habían convertido en los amos del circuito. En la intimidad de los boxes, allí hasta donde no llega a penetrar la curiosidad de la multitud, se produjeron escenas que revelaban claros desacuerdos entre los componentes de un mismo equipo. Muchos no usaron, concretamente, un lenguaje principesco y se reprocharon ácidamente sus mutuos errores. La intolerancia se apoderó, por momentos de la pista, como cuando el argentino Eduardo Copello, a veces un tempestuoso, fue reiteradamente taponado por Dominique Martin, precisamente el coequipier de Brea.
Copello vio cubierto su camino a la salida del mixto. La obturación se mantuvo durante largo tiempo y entonces comenzó a funcionar la impaciencia del corredor argentino. Una y otra vez, Copello intentó pasar a Martin, pero éste siguió siendo un no vidente tenaz. Hasta que al piloto foráneo se le abrieron desmesuradamente los ojos: Copello le dio un topetazo a su coche y Martin perdió entonces el control de su máquina y entró en un medio trompo que recién finalizó sobre el pasto. La embestida despejó el camino deliberadamente obstruido y la trompa del coche de Copello, abollada, certificaba el singular combate.
García Veiga y Marincovich habían cambiado de máquina: compartieron la Ferrari del norteamericano Sam Posey. Aquéllos, por lo menos, trataban de olvidar, aunque fuese transitoriamente, el ruido estallante del Berta LR. Rápidamente, Posey sintetizó su juicio sobre sus acompañantes: "García Veiga es parejo y maneja muy bien. Tiene el estilo que se necesita en Europa. Tal vez, Di Palma tenga más talento, pero, en cambio, es muy desparejo y destrozón".
Casi todos los pilotos que iniciaron la severísima prueba —165 vueltas al circuito N° 15— se aferraron obstinadamente al volante; nadie quería entregárselo a su copiloto. Hubo, empero, una excepción: el español José María juncadella, quien, antes de completar la hora de marcha, como si su carlinga le quemara, traspasó la conducción a Carlos Alberto Pairetti, el argentino mejor clasificado: un quinto puesto. Juncadella, exhausto, traspirado se tiró en el piso de su box; se tapó la cabeza con una campera, pidió a gritos una gaseosa, se revolcó y palabroteó. "Este —definió un espectador— parece el Alberto Sordi del automovilismo."
Cuando los vencedores, Joseph Siffert y Derek Bell, recibieron en el podio la tradicional corona de laureles, estallaron los aplausos entre una muchedumbre de caras sonrientes. Hacía, apenas, unas horas de la absurda inmolación de Giunti pero el espectáculo tenía que terminar. Ese puñado de trotamundos del vértigo, enfundados en hirientes atuendos, excéntricos y melenudos, atrevidos viajeros de lujo, narcisistas, altaneros, desarmónicos, "una punta de locos", como los diagnosticó un espectador sin exquisiteces tuerca, pensaban ya insensiblemente, como robots sin carne ni hueso, en su próxima aventura: las 24 Horas de Daytona, a correrse en Estados Unidos el 30 del actual.
Al día siguiente de la prueba, la prensa italiana descolgó sus diatribas. La Argentina seguía siendo, automovilísticamente, un país subestimado. "¿Qué habría ocurrido —se preguntó un periodista nuestro— si en Italia se hubiese matado un piloto argentino, tal como murió Giunti?" Y él mismo se contestó: "Absolutamente nada". El Vaticano, sin entrar a desmenuzar detalles técnicos de la organización de los 1.000 Kilómetros, se pronunció claramente a través de su radio: "Las carreras de automóviles resultan ridículas ante la dignidad humana. El número de las víctimas que ensangrientan las pistas automovilísticas ha llegado ya a cifras que no sugieren la idea del riesgo, sino la del suicidio". La polémica seguirá. Es inevitable. Pero para aquí y para todos los lugares del mundo, habrá un solo culpable: el impredecible Jean-Pierre Beltoise.
19/1/71 • PRIMERA PLANA Nº 416

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