Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Leloir: La música de las probetas, los chirridos de la fama

—¿Usted, podría definir en diez líneas y de manera sencilla en qué consiste su trabajo?
La pregunta flotó unos instantes en medio del humo, los cables eléctricos, el nervioso ajetreo de los cameramen, en la pequeña biblioteca del Instituto de Investigaciones Bioquímicas Jaime Campomar. El médico Luis Federico Leloir la recibió con un casi imperceptible gesto de cansancio. En innumerables conferencias, en reportajes, la ha contestado ya, y debe estar acostumbrado a que, incluso cuando su público está formado por académicos, sólo los principios generales de su trabajo puedan ser enunciados sin temor de que la mayoría se quede sin entender gran cosa. Así que levantó una ceja y preguntó a su vez:
—¿Se puede explicar en diez líneas a Miguel Ángel?
Los cronistas se miraban confusos. Algunos sonreían y bajaban la cabeza. Finalmente, también Leloir sonrió y ensayó una respuesta.
—Se podría resumir así: mis investigaciones giran en torno a los nucleólidos azúcares, es decir la transformación de azúcares en los seres vivos y su papel en las funciones celulares. En una palabra, estudio los mecanismos a través de los cuales los seres vivos consiguen energía vital.
Fue uno de los tramos significativos de las conversaciones que Leloir mantuvo con los periodistas durante la semana siguiente a ser distinguido con el premio Nobel. Además de describir a grandes trazos la dirección en que trabaja desde hace treinta años, sirve también para mensurar la soledad en que se mueven él y su equipo —unos 25 investigadores del Instituto—. Eso, a pesar de que Leloir ha recibido una impresionante cantidad de distinciones académicas: el Premio Nacional de Ciencias en 1944; el Premio de la Sociedad Científica Argentina en 1053; el Premio T. Ducett Jones Memorial Award, en 1958; el Premio de la Fundación Severo Vaccaro en 1962; el Premio Louise Gross Horwitz, de la Universidad de Colombia y el Premio Benito Juárez, que le significó un aporte de 100 mil pesos mexicanos.
Por otra parte, el Instituto que dirige tiene un acuerdo especial con la Facultad de Ciencias Exactas y recibe aportes del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas —organismo presidido, casualmente, por uno de los primeros maestros de Leloir, el también premio Nobel Bernardo Houssay—, del United States Public Health, además de las que Leloir describe púdicamente como "donaciones privadas", entre las que hay que contar por lo menos una de 30 mil dólares, otorgada por la Fundación Rockefeller.

LA PEQUEÑA HISTORIA
No fueron pocos en el mundo los sorprendidos de que el premio Nobel de Química recayera en un médico. La explicación es en cierto modo sencilla. Los descubrimientos de Leloir —el de la glucosa 1,6 difosfato, una enzima que se halla presente en el proceso de transformación que sufren ciertos azúcares, por ejemplo— se inscriben en el campo específico de la bioquímica, y arrojan luz sobre un terreno en el que, hasta hace pocos años, la ciencia médica se movía a tientas: el metabolismo de los carbohidratos. En la Argentina, esa sorpresa se redujo bastante: todo el mundo sabe que Leloir —poseedor de una enorme fortuna personal; su sueldo de 200 mil pesos viejos los dona puntualmente, todos los meses, al instituto que dirige— integra el clan encabezado por el doctor Houssay, un equipo de científicos que desde hace años acapara toda clase de distinción académica y maneja en cierto modo la política oficial argentina en cuanto a la ciencia y a la técnica.
Para un lector de diarios medianamente atento, la distinción recibida por el doctor Leloir dio lugar a otro tipo de sorpresas. Con rara unanimidad, "La Prensa, La Nación, Clarín y La Razón presentaron al nuevo premio Nobel como un sabio que se ocupaba de una extraña materia llamada ciencia pura. Nadie dejó de advertir, a pesar de todo, que los trabajos sobre la transformación de azúcares en el organismo humano realizados por Leloir y su equipo tienen una casi inmediata y obvia aplicación en la medicina y en las industrias químicas a ella ligadas. La unánime insistencia de los diarios en el vocablo pureza, tal vez venga a propósito de que Leloir no sea confundido con uno de esos molestos científicos contemporáneos a quienes no bastan los problemas derivados directamente del laboratorio, sino que se preocupan por los problemas éticos, morales, políticos y sociales que suelen moverse en el fondo de toda investigación científica. No había cuidado: el mismo día que la noticia de su nobelazgo se difundió en Buenos Aires, el doctor se puso a salvo de acusaciones de este tipo contestando a un cronista que le preguntó su opinión sobre cuál era el más grande problema que enfrentaba la humanidad en este momento, con esta frase antológica: "Me pone en un brete. La verdad es que a eso no podría contestar".
También es probable que con eso de la pureza los diarios intentaran hacerse perdonar una falla periodística de segundo orden, pero cometida a sabiendas: todos se olvidaron de contar que el doctor Luis Federico Leloir es hermano de Alejandro Leloir, ex diputado, ex presidente del Partido Peronista.

LOS TRABAJOS Y LOS DIAS
Las viejas zapatillas, el guardapolvo agujereado, la silla destartalada en la que suele sentarse conmovieron a todo el país cuando fueron exhibidos a través de decenas y decenas de fotos publicadas en diarios y revistas. Esos detalles impidieron, paradojalmente, que el público accediera a uno de los costados más conmovedores, más significativos de la personalidad de Leloir: él, que es un ser metódico por excelencia, suele transformarse, cuando el trabajo lo exige, en un apasionado improvisador. A ello lo ayuda una habilidad manual sorprendente. Hace años, mientras trabajaba junto con Juan M. Muñoz en el Instituto de Fisiología, inventó un modelo extrañísimo de centrífuga refrigerada, un aparato hoy normal en todo laboratorio especializado, pero que en ese momento no existía en el país. "Llené una cámara de automóvil con una mezcla frigorífica, la até con alambres alrededor de la centrífuga, y con eso trabajábamos. Cada experimento duraba un día y a veces durante semanas todas las preparaciones eran inútiles", rememora Leloir. Parece extraño que sea justamente esa época —alrededor de 1940— la que concite una cierta nostalgia en Leloir, un argentino nacido en París en 1906. Por ese entonces integraba el equipo formado además por Braun Menéndez, Fasciolo, Muñoz y Taquini. Trabajaban en el estudio exhaustivo de los mecanismos de la hipertensión arterial, y entre algunos de los triunfos que el equipo logró anotarse, pese a la escasez de medios técnicos, figura la demostración de que la renina, una proteína del riñón, actuaba sobre otra proteína de la sangre. De esa demostración se dedujo luego una amplia gama de descubrimientos. "Fue una de las épocas más felices de mi vida. Pocas veces uno tiene la suerte de poder integrar un equipo en el que abunden el buen humor, la discusión estimulante, y donde se junten personas de conocimientos complementarios."
El gusto por el trabajo en equipo y el humor —un humor sutil, más dispuesto a la sonrisa que a la carcajada —parecen ser las características más notables del doctor Leloir. Para probar el primero, bastaría apuntar que, hasta el presente, Leloir ha donado el monto de todos o casi todos los premios que recibió para aumentar tanto el instrumental científico como el personal del Instituto. Del segundo, hay una prueba cercana y evidente. Un preocupado periodista le preguntó cuáles eran a su juicio los resultados prácticos de sus descubrimientos: "El resultado más práctico, en ese sentido, está constituido por los 80 mil dólares del premio", dijo.

EL PREMIO NOBEL Y LA POLITICA
Hace un año, una novela que analizaba con punzante ironía los mecanismos políticos, la multitud de intereses y pequeñas trenzas que se ocultan detrás de la solemne designación de un premio Nobel, fue best-seller en Estados Unidos y Europa. En realidad, esos mecanismos se hacen presentes —-y en suma, deciden,— sobre todo cuándo el parlamento sueco tiene que designar al Nobel de literatura y al de la paz. Alguna incidencia tienen también, es innegable, en las designaciones de los otros rubros. Este aspecto de la cuestión no parece preocupar demasiado al doctor Leloir: para él, después de todo, los premios son una de las tantas maneras que tiene el mundo de impedirle dedicar sus horas al laboratorio, "el lugar de la tierra que más interesante me parece", según su propia definición. En cambio, suele tomar muy en serio, aunque con un dejo de impaciencia, las objeciones que algunos hacen al hecho de que su Instituto reciba aportes de organismos extranjeros. Una estudiante de Teología del Instituto Superior de Cultura Religiosa lo interrogó al respecto durante el viaje que Leloir —un poco porque así estaba planeado desde hace meses, otro poco para huir de los periodistas— realizó a La Plata. "Las subvenciones extranjeras nos han permitido comprar material y equipos que no podríamos haber conseguido con fondos locales. Muchos otros investigadores argentinos han recibido ayuda del exterior y en particular de Estados Unidos. Es muy difícil conseguir algunos elementos con fondos locales. Sin embargo, no ignoro que estos subsidios provocaron largas polémicas en la universidad, y hasta hubo casos en que profesores que aceptaban este tipo de ayuda fueron agredidos. Lo que sucede es que algunos no comprenden que los subsidios se otorgan por méritos científicos y no por razones políticas."
Gustador de Gardel, de las películas de acción, de los apacibles domingos a la tarde de su barrio, el barrio Norte, Luis Federico Leloir no muestra mayor interés en las grandes palabras, ni siquiera en ubicar su propio trabajo dentro del contexto del progreso universal. "Lo que sí espero es que los suecos no se hayan equivocado en darnos el premio a nosotros, en lugar de dárselo a cualquier otro científico", suspira. Nació en París, se perfeccionó en Inglaterra, y eligió entre muchos posibles el papel de pacífico sabio sudamericano que no sabe ni quiere saber nada de los conflictos que agitan al mundo. Es probable que, hoy por hoy, Leloir —separado a la fuerza de su querida rutina de llegar al laboratorio a las 9, almorzar junto con el equipo a las 12, volver a trabajar hasta las 18, ir a casa a leer y al día siguiente volver a empezar— suscriba con entusiasmo un juicio de Alfredo Nobel, un investigador sueco a quien debe 80 mil dólares y la inevitable celebridad mundial: "No ero haber merecido la fama, y no me gusta nada el ruido que ésta produce".

Recorte en la crónica__________
Los muchachos de Leloir
El martes 27, a las 3 de la tarde, un centenar de periodistas, otro de reporteros gráficos y cameramen, doblegaron la personalidad de un tímido, confirmaron la presunción de que —con todo— Buenos Aires es una ciudad en la que pasan muy pocas cosas. Frente a tanto despliegue, a semejante selva de micrófonos, flashes, teleobjetivos, cámaras, camaritas, preguntas tontas y de las otras, los más fascinados eran los restantes habitantes de la casa de Obligado al 2400: irremisiblemente cercados por la frivolidad ambiente, los científicos, investigadores, personal técnico y becarios compartían la satisfacción de Leloir y el premio.
"Lo felicito, dire", dijo al pasar frente a Leloir un integrante del personal de maestranza. "¿Vio amigo, las cosas que pasan?" Durante esa jornada nadie trabajó con probetas y fórmulas, porque la noticia cayó como una bendición a las 9.30, cuando recién se iniciaban las labores. Sara Goldemberg de Algranatti, con 13 años en el Instituto, una bioquímica eficaz y para variar bastante tímida (full time, 160 mil pesos al mes), declaró: "Festejamos con una copa muy simple, todos juntos, al mediodía". Con respecto al premio, fue terminante: "Era hora". Fue la primera de las entrevistadas que se quejó de las bajísimas retribuciones. "Yo me sentí contento con el mundo, sentí que se había hecho justicia, por fin", precisó el jefe full time (220 mil por mes) José Manuel Olavarría. El becario Clovis Perazzolo, de Porto Alegre, Brasil, aseguró: 'Salté como frente a un gol de Pelé, lo festejé como si yo fuera argentino". Sin exagerar, alabó el nivel del Instituto, el más alto de Latinoamérica en la especialidad, según él. "No es mi jefe, pero puedo llegar a él sin problemas", se entusiasmó. Hombres y mujeres coincidieron en la tarea de definir la personalidad del diré Leloir: "Es extremadamente humilde y modesto, odia la publicidad y tiene un carácter muy agradable y parejo", tal cual se oyó decir a la secretaria personal de Leloir, Silvia de Chelala. Su marido, el investigador Chelala, rehuyó la requisitoria. ¿Por qué "Es que a los científicos esto nos parece perder el tiempo." ¿Y qué es lo que lo emociona? "Investigar, sin duda —responde Chelala—, un juego intelectual que nos aleja de la rutina." Y de la realidad que el país vive, también. La justificación corre por cuenta de científica acerca un material básico para un país desarrollado. A veces no se aprecia bien la utilidad práctica de ese esfuerzo". Emocionadísima, pulcramente peinada de peluquería, una de las integrantes del staff Leloir, la doctora Clara de Fischman, habló de su jefe directo: "No es un director que da órdenes, se sienta en su despacho y toma café todo el día. Él trabaja a la par de todos, seis, siete, ocho, diez horas diarias. No hacemos feriados, no tenemos sábados. Leloir es el más completo científico argentino".
Detrás de todo —de largas, agotadoras, hasta fecundas jornadas de trabajo— los científicos de carrera se esfuerzan por dar una determinada imagen, que los muestre austeros, serios, reconcentrados, medidos, en una palabra, semejantes a seres de laboratorio. "Será porque somos realmente así", reconoció la bioquímica Nélida González, desde hace una década en el Instituto.
Será.
CONFIRMADO - 4 de noviembre de 1970

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