Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Museo Rocsen
Una familia de origen francés vive, desde hace doce años, una apasionante aventura humana. Al pie de la Pampa de Achala, los Bouchon han reinventado el retorno a la naturaleza: hacen su pan y su manteca, no leen diarios ni ven televisión. Pero escuchan buena música, estudian el pasado y muestran al visitante un asombroso museo donde la arqueología indígena confraterniza con obras de arte y piezas únicas en el mundo
Museo Rocsen
LOS ROBINSONES DE LA CULTURA

Todo comenzó en Niza, hace bastante tiempo: el señor Bouchon llevó a su hijo Jean-Jacques al Museo de Ciencias Naturales de esa ciudad, sin sospechar que ese hecho aparentemente trivial marcaría para siempre al niño de ocho años, fascinado ante las vitrinas. Desde entonces, Jean-Jacques regresó al museo, tres o cuatro veces por semana, hasta llegar a una íntima decisión: un día él también sería arqueólogo y rescataría en un museo la huella del hombre a través de los tiempos.
Ahora, en la paz de la tarde cordobesa, Jean-Jacques Bouchon evoca aquel primer contacto con su vocación. Toda su vida ha sido una especie de epopeya en busca del propio camino, un camino que no termina nunca.
—Lo que hecho hasta ahora es la cuarta parte de lo que quiero hacer —dice en perfecto español, aprendido en dieciocho años de permanencia en la Argentina—. El campo de acción es tan vasto que entreveo la necesidad de trabajar hasta los ciento cincuenta años, descansar cinco minutos y continuar ...
Todo eso está dicho frente a una casa simple y sólida, situada en el valle de Traslasierra, a 5 kilómetros de Nono y a 8 de Mina Clavero. La localidad importante más cercana es Villa Dolores, a 40 kilómetros; es decir, tres cuartos de hora en la camioneta familiar, “único vínculo con la llamada civilización”, bromea.
El padre de Jean-Jacques, un anciano bretón descendiente de una antigua familia de Rennes, ha ¡do a atender las vacas que proveen de leche fresca, manteca y queso a los Bouchon. La madre está en ese momento mostrando el museo a un grupo de sorprendidos visitantes, que por cierto no pensaban encontrar allí, en ese rincón, el último piano de 1810 que queda en el mundo o una estatua egipcia de 4.000 años.
—Practicamos el asesoramiento verbal porque el museo está presentado de acuerdo a un criterio psicológico. El 97 por ciento de los visitantes está integrado por neófitos que muchas veces ni se molestan en leer las etiquetas. Pero considero que cualquier ser humano con sensibilidad tiene el mismo derecho que el erudito a gozar de la cultura, a conocer cosas nuevas cuya existencia ni siquiera imaginaba, y que pueden modificar su visión de la vida.
El “asesoramiento verbal” a que se refiere Jean-Jacques es casi una cátedra. Muchos especialistas que visitan el museo rompen con preguntas la rutina de la explicación y obtienen informaciones a nivel profesional, cosa que resulta particularmente insólita cuando el guía es Isabelle, de 11 años, hija mayor de Jean-Jacques. La cosa puede llegar a ser agotadora para los asesores, que se turnan en su tarea: en verano hay un promedio de cincuenta y cinco visitantes diarios y, si esa cifra baja en invierno, está compensada por las visitas de colegios: el año pasado desfilaron tres mil niños.

UNA VIDA A ESCALA HUMANA
El autobús que ha traído a los turistas está a punto de arrancar, pero nadie quiere irse. La gente se demora haciendo preguntas, extasiada por la personalidad de los dueños del museo, tanto como por las maravillas que acaban de ver. Finalmente, el vehículo parte y un silencio idílico invade el lugar.
¿Cómo se les ocurrió a los Bouchon instalarse aquí y dedicar su vida a esto? El núcleo familiar se reúne: Jean-Jacques, 44, delgado, quemado por el sol; su esposa Françoise, 33, una rubia cuyas manos curtidas por el trabajo desmienten su silueta, escapada de Vogue; Isabelle, 11, y Pierre, 9, dos niños sonrientes. Los padres de Jean-Jacques eluden el reportaje, absorbidos por sus quehaceres; la pequeña Agnes, de 5 años, última hija del matrimonio, juguetea por ahí. Son una auténtica familia de robinsones, tal como podría haberlos soñado Daniel de Foe.
—Yo no vine a la Argentina para quedarme —comienza Jean-Jacques, que por cierto asume su argentinidad hasta el extremo de decir que se llama Juan Santiago—. Vine hace dieciocho años para trabajar en los servicios culturales de Francia en Buenos Aires. Pero me gustó enormemente el país y pedí la radicación definitiva.
—Yo vine con mis padres —dice Françoise—. Ni siquiera sabía el castellano y se puede decir que lo aprendí asistiendo a los cursos de la Facultad de Derecho, donde me inscribí. Muy poco tiempo después de mi llegada me casé con Jean-Jacques.
Al verlos juntos, se comprende que están hechos para entenderse: en la antigua familia de él hubo marinos que corrieron la gran aventura de los océanos; en la de ella hubo viajeros que llegaron a Australia, como aquel antepasado ingeniero que trazó el primer ferrocarril desde Sidney a Melbourne. En ambos casos, alta burguesía de provincia zarandeada por la guerra, pero no lo bastante como para perder su herencia cultural, su amor por la tradición aun en un suelo virgen, donde hay que empezar de nuevo todos los días.
—¿Cómo llegaron aquí? ¿Por qué eligieron precisamente este lugar para quedarse?
—Vinimos a Córdoba en viaje de bodas, y decidimos vivir aquí definitivamente —explica Jean Jacques—. Este es un hermosísimo lugar, agreste, rupestre, a mil metros de altitud. Un lugar realmente ideal para una vida tal como pensamos vivirla. Compré este campo abierto por el valor de una motoneta, hace doce años. Levanté todo lo que hay aquí con mis propias manos, yo mismo quité las piedras e hice el desmonte. Puede decirse que empezamos desde cero: incluso se dio la fatalidad de que me desvalijaron la casa que tenía en Buenos Aires antes de venir aquí. Tuvimos que vender la radio, la heladera, incluso los regalos de la boda, todos objetos de un valor muy relativo para mí... Un camino de herradura unía el pueblo de Nono con este lugar, pero ahora hay un camino bien trazado, aunque quisiera que fuera mejor. También he traído luz eléctrica y agua.
No todo fue fácil. Cuando Jean-Jacques adquirió aquellas 100 hectáreas de campo totalmente inculto lo engañaron asegurándole que tendría agua permanente. Pero no fue así: “A los dos meses no se podía conseguir agua ni para cebar un mate".
—Ya había nacido Isabelle. Mi mujer y yo recorríamos a pie un kilómetro y medio para llegar hasta el río. Ella llevaba a la nena bajo un brazo y la ropa sucia para lavar bajo el otro. Yo iba cargado con cuatro damajuanas de diez litros: dos adelante y dos atrás. Así lográbamos tener agua durante tres o cuatro días. Pero eso fue una prueba de que podía bastarme a mí mismo. Hice tres perforaciones, construí siete pequeñas represas, y ahora tengo una pileta de natación...
—¿La gente de los alrededores no los ayudó?
—Nos miraban un poco como a bichos raros —interviene Françoise—. Nuestros escasos vecinos estaban convencidos de que mi marido me tenía secuestrada, creían que yo era una mártir. Incluso le hicieron a él fama de verdugo: llegaron a gritarle “¡Asesino!’’ cuando lo veían. Finalmente nos aceptaron, aunque con la misma extrañeza que manifiestan a veces los visitantes porteños: “¿Pero cómo puede vivir una chica como usted en esta soledad?". Muchos no comprenden y se espantan.
Sonríe y mira a su marido, totalmente identificada con sus puntos de vista aunque en algunos momentos lo haya “pasado muy mal" sufriendo especialmente “la falta de confort".
—Considero que un ser humano tiene que determinarse pronto en la vida —aclara Jean-Jacques—, y una vez que ha llegado a esa determinación, si no vive de acuerdo consigo mismo puede llamarse un fracasado. Yo he decidido vivir los 365 días del año y quisiera que el día tuviera más de veinticuatro horas. Cuando vi claramente mi camino y la posibilidad de seguirlo, me dije: “Ya que tengo otras cosas en la cabeza, dejaré la ciudad, con todos sus atractivos a menudo huecos y me iré al campo en busca de paz”. Creo que lo he conseguido. Creo que he cumplido en gran parte con el programa que me había asignado y que, por suerte, no tiene fin. Desde los ocho años soñé con inaugurar un museo y lo he logrado, pero me queda por explorar un campo de acción fabuloso desde el punto de vista de la antropología, la paleontología, la arqueología y la entomología.
La colección de mariposas constituida por Jean-Jacques durante treinta años de paciente labor asombra a los visitantes del museo, aunque lo expuesto sea apenas la mitad de lo que queda por clasificar: “Me he propuesto mostrar mariposas del mundo entero; es una colección que inicié en mi niñez”.
—Nosotros coleccionamos huevos de pájaros de toda la región —interviene Isabelle, inclinada por las ciencias naturales—. Tenemos más de noventa tipos de huevos distintos, desde huevos de avestruz hasta huevitos de picaflor... A Pierre y a mí nos apasiona la ornitología.
—¿Qué tipo de educación reciben Pierre e Isabelle?
—Son chicos educados en libertad, según criterios muy modernos —dice Françoise en un castellano que domina como el alemán y, naturalmente, el francés, que es su lengua materna—. Lo mejor que se puede decir de mis hijos es que no son “estandardizados”: reciben diariamente lecciones especializadas sobre temas que les interesan profundamente y casi todas sus actividades son creadoras.
—¡Hacemos pueblos! —interviene Pierre—. Pueblos de negros, de indios...
Uno espera ver maquetas, pero no: se trata de auténticas cabañas bien construidas, con puerta, techo y ventanas. Hay una casa colgante en un árbol, al estilo Tarzán, y otra que hasta tiene muebles rudimentarios. Cuando Jean-Jacques expresa su más ferviente deseo, el de ver su obra crecer y perdurar a través de sus descendientes, debe ser reconfortante para él mirar a sus hijos, tan entusiasmados por seguir el camino que su padre les trazó.
El régimen de educación de los chicos, que no podrá mantenerse en el ciclo secundario, combina la enseñanza tradicional con el arte. Por supuesto, los niños conocen cada pieza del museo y su historia; podrían discutir sobre arqueología con un especialista, y saben utilizar sus manos como hábiles artesanos.
—Tienen un teatro de títeres —dice Françoise—. Ellos mismos hacen los decorados, los muñecos y los libretos . . . Invitan a otros niños de la vecindad a ver las funciones y a veces los padres los acompañan. Pienso que a los invitados hay que darles algo más que un té, una comida o una sesión de televisión: aprecian más un contacto humano, una conversación interesante, un encuentro creativo.
—¿La ausencia de radio, de televisión y de diarios no los tiene a ustedes un poco aislados del mundo en cuanto a información?
—Recibimos un par de revistas importantes, no sólo de aquí sino también de Francia —dice Jean-Jacques, y añade sonriente—: y por supuesto también seguimos a Mafalda . . .
El único aparato eléctrico que se puede ver en la casa es un viejo tocadiscos. Françoise, que lleva doce años apartada del mundanal ruido, se maravilla ante la diminuta cinta de cassette que trae el periodista, y que cubre una hora de conversación o de música.
—La música es fundamental para nosotros. La buena música clásica, se entiende, no esa otra comercializada que traspira dinero —explica Jean-Jacques—. Este año espero poder comprar un buen tocadiscos . . .
—¡Y una heladera! —añade Pierre.

EL RETORNO A LAS FUENTES
La franciscana austeridad de esa existencia casi despierta nostalgias, deseos de imitar.
—¿Cómo es un día de su vida, desde la mañana hasta la noche?
—Nos levantamos temprano, alrededor de las seis —dice Jean-Jacques—. Cada uno de nosotros tiene su tarea: mientras mi padre cuida a la pequeña Agnes, Isabelle estudia con Françoise, mi madre atiende el museo, Pierre sale a cumplir un encargo y yo estoy en el campo ganando nuestra vida . . .
—Antes yo tenía mucho trabajo y aún lo sigo teniendo, a pesar de que una chica viene a ayudarme en las tareas más pesadas —acota Françoise.
Las tareas más pesadas son ordeñar las vacas, limpiar la casa o lavar la ropa. El resto corre por cuenta de Françoise: hacer el pan, la manteca, el queso familiar; preparar la comida, dar clase a los chicos... Por la tarde se intensifica la actividad en el museo: todos colaboran en las incesantes visitas guiadas que hay que cuidar con la misma dedicación, ya sean de veinte personas o de cuatro: a veces Jean-Jacques ha llegado a hablar catorce horas seguidas. Cuando no está en el museo o trabajando en la restauración de alguna pieza se ocupa del campo: son 100 hectáreas que deben alimentar a siete personas. Jean-Jacques es una especie de factótum en la zona: hace de todo, desde muebles artesanales hasta trabajos de albañilería. Su consejo es requerido para un problema veterinario, de abono o de decoración, indistintamente. Sus estudios de pintor, escultor y arquitecto de la Escuela Superior de Bellas Artes de París significan para él algo más que “una chapita de bronce que se coloca en la puerta”. Son, según sus palabras, “un primer escalón que sirve para empezar a estudiar”. Su devoción hacia el trabajo manual también es algo más que una necesidad: él mismo hizo el camino que lleva a su casa, arrancó el agua a la tierra, taló árboles y utilizó la madera para levantar galpones. No pudo cocer sus ladrillos y fabricar metal o cemento, por lo que tuvo que invertir más de tres millones de pesos viejos en esos materiales para levantar su museo. Pero los 625 metros cuadrados de superficie cubierta han salido de sus manos de intelectual.
—Un verdadero intelectual siempre debe llevar dentro de sí a un trabajador manual, sobre todo en ciertas profesiones —dice Jean-Jacques—. Por ejemplo, un arqueólogo que no tenga experiencia manual difícilmente pueda apreciar en su justo valor una pieza manufacturada por un hombre que tal vez era analfabeto, pero que puso toda su sensibilidad humana en la realización de su obra.
—¿Y qué sucede cuando, al finalizar la jornada, termina también el trabajo en el campo, en el museo, en la casa?
—Los niños se van a la cama y Françoise y yo comenzamos otro aspecto de nuestra tarea. Tenemos una enorme correspondencia, en cuatro idiomas, con museos, institutos de arte, entidades culturales ... También tenemos que resolver otros problemas; a veces se detiene en la aduana un envío que sólo tiene valor para nosotros: ropa usada que nos mandan de Europa ... Con ella ayudo a la gente de los ranchos de tierra adentro, pero bien adentro, donde no hay pueblos, ni aun caminos. Esa gente es la que colabora conmigo en la búsqueda de objetos que no tienen valor aparente, pero que son invalorables desde el punto de vista cultural. Cada vez que emprendo un viaje, sé dónde encontrar amigos...
—¿Cómo se hacen esas cosas?
—Por ejemplo, si llego a una zona donde sé que se ha trabajado el metal, en busca de un utensilio cualquiera, lo primero que sucede es que la gente me rodea para que les lea la correspondencia. Sólo quedan en esos pobrísimos ranchos los viejos y los niños: la generación intermedia está trabajando en las ciudades o en los plantíos. Los ausentes aprenden a escribir y mandan noticias que nadie sabe descifrar. Cuando yo llego, la gente piensa que sé leer por el simple hecho de que tengo un automóvil, y así se entabla una relación. A veces puedo remediar una situación grave, ayudar a un enfermo, dar un consejo, y ya me tratan como un amigo. Al final, si he acordado llevarme una espuela por 1.000 pesos, esa gente tan pobre y sin embargo tan rica en valores humanos me la regala. Entonces yo, con el pie sobre el acelerador, les pongo 2.000 en la mano. Es así como soy bien recibido en todos los ranchos y obtengo muchas veces lo que otros no consiguen con dinero.
—¿Hay un mercado organizado para los objetos artesanales del país?
—Lo que hay es una serie de prácticas deplorables. No hablemos ya de esos mercaderes que recorren los pueblos y compran un santo de madera en 500 pesos para vendérselo en 100 mil a un turista. Lo verdaderamente triste es que mucha gente vende al peso objetos de metal para ser fundidos, con absoluto menosprecio de su valor
artesanal o arqueológico. ¡He visto en Jujuy a buscadores de oro y plata que venían en aviones particulares! .
—¿Conoce bien la República Argentina?
—He viajado mucho y la conozco en profundidad, en su aspecto virgen, en su folklore auténtico, dicho y cantado por gente sencilla. Este país tiene un gran futuro, pero también tiene un gran pasado que no se descubrió todavía; probablemente, la civilización calchaquí es tan interesante como la cretense, pero apenas se ha rasguñado un poco en el terreno de la investigación.
—¿Ha recibido alguna ayuda, algún estímulo por parte de las autoridades argentinas?
—Bueno, tengo el título de museólogo de la Nación Argentina, que es como un compendio de los títulos que yo poseo en Europa, pero nada más.
—Si pudiera pedir algo, ¿qué pediría?
—Me parecería un sueño si Vialidad decidiera pavimentar ese camino que tanto me cuesta mantener en buen estado. Pero sé por experiencia que son más generosos los que no pueden que los que pueden: escribí a cuarenta embajadas pidiéndoles un objeto representativo de cada país para el museo y no tuve eco.
—Pero los objetos que se exponen en el museo son, en algunos casos, realmente excepcionales ... ¿De dónde provienen?
—La mayoría está en nuestra familia desde hace siglos, aunque perdimos muchísimos durante la guerra, que fue muy dura con nosotros. Incluso pasamos hambre, pero jamás vendimos una sola de las obras de arte.
En el museo Rocsen (nombre de resonancias célticas que conmemora una antigua y querida propiedad familiar en Bretaña) pueden verse cosas asombrosas: un caballo tibetano de barro cocido que adornó hace 1.000 años el tejado de una pagoda; una estatuilla egipcia de Amón-Ra, de hace 4.000 años, que el conocido egiptólogo francés Jacques Carrón le regaló a Jean-Jacques cuando supo de su pasión
por la arqueología; un colmillo marino que por su tamaño es quizás el único en el mundo; una estatua dorada y policromada de Carlomagno que la familia Bouchon se trasmite de generación en generación desde hace 500 años; tres lacrimatorios galo-romanos, encontrados por el propio Jean-Jacques en el sur de Francia y que están registrados en el museo de Arles: “Tienen unos 1.700 años de antigüedad y el vidrio está corroído por la sal de las lágrimas que vertieron los cristianos del siglo II —explica Jean-Jacques—. En cuanto a este reloj en forma de globo terrestre, es una pieza única encargada por un antepasado mío que era marino: gira a la velocidad de la Tierra y marca la hora de cualquier lugar del mundo por los meridianos’’.
El dueño del singular museo rehúsa dar cifras precisas, en cuanto al valor de cada pieza, aunque admite que recibió una oferta de 375.000 pesos por un arma que pertenece a su familia desde tiempos de Luis XIII. El valor de las piezas no tiene para él una importancia intrínseca, como no la tiene un objeto amado para quien es su enamorado. ¿Cómo tasar, por ejemplo, esa calabaza pirograbada hace 1.000 años (dato confirmado por el procedimiento del carbono 14) que Jean-Jacques fue a desenterrar en los valles calchaquíes. Tuvo que someterla a varios procesos químicos progresivos para llegar a quitarle la tierra con un pincel de pelo de visón y presentarla tal como se la ve ahora ...
—Cuando adopto un objeto no me canso nunca de mirarlo —admite—. No me desilusiona jamás ni llega a desgastarse el placer que me produce. Es como cuando oigo una y otra vez un trozo de música. Tal vez se deba a un sentido de la belleza que se ha perdido hoy día en el imperio del plástico, cuando una matriz que ha sido obra de arte es repetida al infinito hasta desvalorizarse. Sin embargo, no hay que olvidar que desde el neolítico el hombre nunca dejó de añadir lo bello a lo útil.
—Esa afirmación parece una profesión de fe: ¿es usted religioso?
—Digamos que he recorrido un largo camino hacia Cristo, pasando por el budismo, Confucio y serios estudios orientalistas ... Pero si alguna vez pensé ser un contemplativo, he desechado la idea. Mi ideal lejano sería fundar una comunidad de tipo espiritual: algo así como una vuelta a la Cena eucarística de los primeros cristianos.
Van cayendo el crepúsculo y el silencio sobre ese rincón del mundo donde una familia ensaya un estilo de vida casi olvidado.
—Hemos aprendido a suprimir lo superfluo y a sustentarnos en gran parte con lo que producimos. Yo sé que me bastaría con volver a Buenos Aires para recuperar un lindo lugar en la sociedad, pero eso no me interesa. Me interesa demostrarme a mí mismo que soy capaz de vivir de acuerdo a mi ideal.
En ese final de la tarde las austeras paredes del museo resultan poco atractivas: casi parece mentira que en su interior haya un delicado puñal tunecino cuyas incrustaciones de plata integran una frase del Corán que sólo se puede completar con otros puñales cuyos dueños pertenezcan a la misma secta, o uno de esos rarísimos Cristos vivos en la cruz, sin el lanzazo en el costado y con los ojos abiertos. Por él han llegado hasta aquí muchos antropólogos de la Universidad de Córdoba, e incluso de Francia, desdeñando los muros rústicos del galpón construido por Jean-Jacques.
—Muchas veces los visitantes no quieren entrar, creyendo que se trata de una estafa. Pero se topan con otros que salen entusiasmados y entonces se deciden a abonar el peso que cuesta la entrada. Nunca se arrepienten de haberlo hecho y ésa es mi verdadera ganancia, mi premio. Porque yo no vivo del museo, sino que por el contrario me cuesta dinero. Ese peso de la entrada es el precio mínimo que vale nuestro tiempo: un tiempo precioso que distraemos de nuestras tareas para ganarnos la vida.
Siempre inquieto, actualmente está trabajando en una fachada de cerámica que representa el desembarco de Colón: adornará el museo y será como un homenaje a esta América que tanto ama.
—Jean-Jacques, usted contó que de chico se escapaba de su casa para volver al museo de Niza. ¿Algún niño hizo lo mismo para visitar el museo Rocsen?
—Sí, por cierto. Un día, en una excursión de adultos, apareció un chico de 11 años que, según supe después, era el hijo de una sirvienta riojana. Se veía que se' había “colado” y me llamó la atención su interés por las cosas de la cultura. Hablé con aquel chico y le pregunté qué quería ser cuando creciera. Me dijo: “Minero, como mi padre”. Volvió varias veces, con otras excursiones de turistas que vivían en el hotel donde su madre trabajaba. Miraba todo con asombro, con pasión. Fingiendo no reconocerlo, volví a preguntarle qué deseaba ser cuando fuera mayor. Me clavó los ojos y dijo: “Mire, señor, yo ahora entreveo tantas cosas, tantas posibilidades, que yo, la verdad, ya no sé qué voy a ser ... Pero minero seguro que no”. Por ese solo caso valía la pena haber hecho mi museo.
Ante la casa, Jean-Jacques vuelve sobre su preocupación principal, ese camino que sueña asfaltado. Según parece, los vecinos más cercanos sólo comprenden la necesidad de mejorarlo cuando tienen algún enfermo y acuden a la casa de los Bouchon porque sólo la camioneta de Jean-Jacques logra pasar en tiempo de lluvia. A diferencia de Françoise, que se autocalifica como “tímida, insociable”, volcada hacia el pasado hasta el extremo de releer a Julio Verne y Alejandro Dumas porque las novelas modernas la “angustian”, Jean-Jacques está lleno de proyectos para el futuro: visitar un nuevo museo de paleo-patología que se ha inaugurado en Perú, viajar a México, terminar una investigación sobre la civilización nazca ... Todo ello se hará si mejora su situación económica y sale de su deuda por la ampliación del museo.
Hace rato que las vacas están en su establo. Françoise prepara la cena, mientras Pierre e Isabelle observan el cielo que se oscurece rápidamente más allá de las sierras.
—¡Mirá la primera estrella! ¿O será un satélite? —grita Pierre, siempre dispuesto a dejarse seducir por la técnica del siglo XX.
—No —contesta la voz tranquila de Isabelle—. Es Venus.
Revista Siete Días Ilustrados
20.03.1972
Museo Rocsen
Museo Rocsen

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