Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Palacios porteños
Palacios
La ciudad de los cuartos cerrados
Hace algunos años, los escritores Adolfo Mitre y José Bianco se encontraron en una recepción en la embajada de Francia, en la esquina de Cerrito y Arroyo, mansión que fue construida hacia 1915 por Matilde Zapiola de Ortiz Basualdo y donde, en 1931, se alojó el entonces príncipe de Gales durante su segunda visita a la Argentina. Mitre, con ampulosa nostalgia, evocó los fastos de la residencia y observó que ya no existían familias capaces de construir “semejantes palacios”. Bianco, escéptico, reflexionó: "A mí me parece un palacio argentino como tantos otros, con decoraciones de yeso y muebles hechos ayer.” Entre ambas posiciones —la beatamente admirativa y la crítica— discurre todo un filón de la sociología argentina. “¡Buenos Aires fue una ciudad tan lujosa!”, exclamó tiempo atrás Lucía Láinez de Mujica Farías, madre del novelista Manuel Mujica Láinez; el uso del pasado define, también aquí, una melancolía y una realidad.
Dentro de unos días se cancelará, en Arenales al 1600, la traza de la residencia que la familia Saint (propietaria del chocolate Águila) ocupó allí desde 1926. No pasará mucho, opinan los nostálgicos, antes de que se volatilice también el palacio de los Verstraeten Anchorena, en Maipú y Arenales, frente a la plaza San Martín; y si el Estado no se lanza en su rescate, el misterioso caserón de los Atucha, en Suipacha 50 (que acumula prodigios de mobiliario y decoración, típicamente argentinos, del siglo XIX), pronto dejará paso a un rascacielos.
Algunos de los edificios más prestigiosos han hallado un seguro de vida en su dedicación a sede de diversas entidades: embajadas (palacio Ortiz Basualdo, Francia; palacio Pereda, también frente a la plazoleta Carlos Pellegrini, con los techos decorados por el catalán José María Sert, Brasil; residencia de Federico de Alvear, en Avenida del Libertador, Italia), museos (palacio Errázuriz, Libertador y Pereyra Lucena), ministerios (palacio San Martín, ex Anchorena), instituciones privadas (Círculo Militar, palacio Retiro, ex Paz).
“No se puede mantener este elefante blanco”, se lamentó Alberto Manceaux (61 años, casado, sin hijos, abogado), hijo de Andrea Saint, al despedirse de la casa de la calle Arenales, poco antes del remate que terminaría de dispersar las colecciones de la familia. Manceaux no puede precisar el valor actual de la propiedad, que está en venta, aunque la contribución inmobiliaria ¡a cotiza en siete millones de pesos. La residencia existía ya hacia 1890; en 1926 la compró Enrique Saint, a la sucesión de Luisa Seeber de Sahores, y poco después le agregó la finca lindera, en la que erigió los patios y jardines de estilo español que la caracterizaron.
Algunas facturas de la época autorizan un sobresalto de incredulidad. En 1928, las pilastras esculpidas, de piedra de Francia, costaron 245 pesos cada una; la baranda de la escalera, en madera de cedro tallada, calada, pintada y dorada, con columnas de madera dorada, 8.700 pesos; colocar una fuente de piedra y terracota, completa, 30 pesos. En los 708 metros cuadrados de la propiedad se aglomeraron: una reproducción de la cocina de la Casa del Greco, en Toledo; tallas del ebanista español Muñoz; 56 metros de azulejos de Triana, con escenas de montería, idénticos a los del palacio del duque de Benavente, en Sevilla (4.200 pesos); una increíble reconstitución de la calle Hatun Rumyoc, del Cuzco, en un pasillo de la mansión que conducía a la sala de arte incaico, cuya chimenea era copia, a su vez, de la Puerta del Sol de Tiahuanaco.

Las dichosas sombras
Entre todos estos esplendores heterogéneos deambulan las memorias de ilustres huéspedes: el conde de Keyserling, el bajo Fiodor Chaliaplin, el director de orquesta Ernest Ansermet, la frecuente presencia de Victoria Ocampo, “las ondulaciones de Josefina Baker y de la Mistinguette. La casa de Saint tuvo su apogeo en tiempos de Marcelo de Alvear, y fue recatando su brillo hasta apagarse casi por completo a la muerte de Enrique Saint, en 1938. “Llegamos a tener enfrente una unidad básica femenina peronista”, suspira el doctor Manceaux.
Otros oropeles más vetustos iluminan las memorias de los caserones que circundan de gris el verdor de la plaza San Martín. Frente a ella se alzó, en 1904, el palacio que hoy ocupa la familia Verstraeten Anchorena y que es, en realidad, la mitad de la mansión original (los Ortiz Basualdo Anchorena hace años vendieron su parte, que compartía la misma fachada con sus medio hermanos, los Verstraeten). “Este es un conventillo de lujo”, intercala el miembro de la familia que informa a PRIMERA PLANA, entre una y otra discreta alusión a que los salones de recepción de la planta baja se usan hoy como depósitos de cosas en desuso.
En los 3 mil metros cuadrados de la residencia Verstraeten (tres plantas y un pequeño jardín) habitan dos familias, con ocho hijos cada una, y sobran habitaciones (muchas de ellas evidentemente clausuradas). La falta de funcionalidad se cristaliza en el único baño de la planta noble, destinado a servir a inmensos salones; el arquitecto fue Julio Dormal, el mismo del Teatro Colón, quien sólo se preocupó de la fachada (“copia de modelos franceses —aclara desdeñosamente el informante—; el interior no lo preocupaba, y así quedó”). Uno de los salones se adorna, sin embargo, con un inmenso fresco mitológico —paradójicamente pintado por un miniaturista francés, Chaplin—, procedente de un palacio de París. Esplendorosos tapices y gobelinos, cuadros de Greuze y de Ziem, antigüedades fenicias y una fuente de mármol en el jardín de invierno (que no se usa porque filtra al piso de abajo) comparten con cierta melancolía las penumbras de esta mansión, en cuyos altos vive aún su propietaria, Mercedes Anchorena de Verstraeten. La señora de Verstraeten (antes, de Ortiz Basualdo), es hija de una de las mujeres más acaudaladas que hubo en la Argentina: Mercedes Castellanos de Anchorena, propietaria del actual palacio San Martín y donante de la fastuosa basílica del Santísimo Sacramento, al otro lado de la plaza.

El oro perdido
El palacio San Martín fue erigido por el arquitecto Alejandro Christophersen para el multimillonario Aarón Castellanos, colonizador del Litoral, y su hija, la señora de Anchorena. En realidad, a partir de la imponente cour d'honneur, o patio de acceso, se despliegan tres casas bajo una misma fachada, ocupadas más tarde por los tres hijos varones de Mercedes Castellanos: Aarón, Enrique y Emilio, cada uno de los cuales hizo decorar su sector a su gusto y por distintas personas. La recepción más majestuosa se hizo en 1916, para el centenario de la independencia; la última de campanillas fue para el casamiento de Leonor Anchorena Uriburu con Alejandro Luro Roca. El doctor Luro fue, precisamente, el gestor de la venta del edificio al gobierno, ante el temor de que se la demoliera, en un increíble millón y medio de pesos.
Cuando Juan Atilio Bramuglia, ministro de Relaciones Exteriores del peronismo, ingresó en el palacio, se dirigió afanoso al Salón Dorado, para confesar a poco su decepción: “¿Dónde está el oro? Esto no es más que yeso pintado.” La frase, más allá de lo pintoresco, golpea sordamente en un rasgo común a todos estos espectaculares edificios, claves de una imperiosa necesidad de aparentar tradición cultural: su imitación decidida, esforzada, de lo francés, sin reparar a menudo en incongruencias. Como toda improvisación, la decadencia de estas moles es patética: resulta prácticamente imposible conservarlas en buen estado (quizá por la “falta de conciencia histórica de los argentinos”, que un Anchorena denunció ante PRIMERA PLANA), y las ratas y los insectos pululan por sus basamentos que (pese a todos los esfuerzos de los decoradores de los salones de arriba) no llegan a ser centenarios. “Esta zona de Retiro es insoportable; las ratas nos persiguen, aunque la desrratización es periódica”, comentó un angustiado funcionario de la cancillería. Para Alejandro Luro, ex habitante del caserón, la problemática es distinta: “Hay que saber cuidar estas casas —afirma—. Pero en este país es imposible. Aun en los lugares más encumbrados la gente insiste en arrojar las colillas al suelo; antes de que Perón lo incendiara, ya los socios del Jockey Club habían empezado a quemarlo”, asevera irónicamente el doctor Luro.
Pese a los inconvenientes, al ocaso del servicio doméstico, al deterioro de la moneda y a las exigencias del trajín contemporáneo, algunas personas le empinada ubicación social persisten en erigir estos templos mundanos a su propia grandeza, que son los “palacios”. “Palacetes, más bien”, tronó una vetusta decoradora porteña, recordando las dimensiones alucinantes del Louvre, de Schoenbrunn, de Pitti. En escala menor, pero siempre con alguna imponencia, suntuosos “hoteles” particulares afloraron en Buenos Aires en la década del 30 al 40. Uno de los más notorios es el del arquitecto Juan Manuel Acevedo y su esposa, la cabañera y escritora Inés de Anchorena, en la Avenida del Libertador, a la entrada del Barrio Parque. Allí también predomina el estilo francés, suavemente estilizado; en el interior, los espejos y los mármoles de impronta versallesca se decoran sagazmente con estatuas góticas, mesas renacentistas y tapices de Flandes.
Más majestuosa, la mansión de los Lariviere fue construida entre 1939 y 1940 por el ingeniero Roberto Pauwels, en Avenida Figueroa Alcorta al 3100. En sus cuatro plantas sobre nivel (además de los subsuelos con calderas, bodega, depósitos, garaje subterráneo y 18 piezas de servicio) habitan dos personas: Felipe Lariviere y su esposa. La casa fue encargada por María Luisa Dose de Lariviere, y reproduce exactamente la que sus otros dos hijos, Juan y Luis, erigieron en París. En sus 2.790 metros cubiertos (sobre 3.132; el resto es para jardín) de indestructible Jansen, de París —que ha provisto a tres generaciones de argentinos de paliativos para su nostalgia francófila—, acumuló preciosidades del gusto Luis XVI; boiseries, alfombras, muebles, cortinas, herrajes, adornos, provienen en su totalidad de Francia.
El costo del palacio Lariviere fue de un millón y medio de pesos; el administrador del ocupante actual presume que ahora debe acercarse a los ochenta millones, incluyendo los cuadros de Tiépolo y de Lawrence, los biombos y las divinidades chinas, las piedras duras del siglo XVIII, las tapicerías de Aubusson, las estatuas de mármol. También son de mármol los techos, los muros y los pavimentos de los baños, verdaderos salones refulgentes. Con sus áureos candelabros, sus quimeras y esfinges de piedra, su exacto jardín a la francesa, la mansión es quizá la última de su género que se haya construido en Buenos Aires; el resabio de un pasado que incluye, también, el palacio hispano-morisco de Enrique Larreta en el barrio de Belgrano, las residencias de Adelia Harilaos de Olmos sobre la avenida Alvear (una de ellas es hoy la Nunciatura Apostólica), la tétrica mansión de las hermanas María y Faustina Duhau, en Alvear y Rodríguez Peña; la hermética casa de Félix de Alzaga Unzué y Elena Peña, en la bajada de Cerrito. Esta antología tiene también sus fantasmas: la desaparecida residencia de María Unzué de Alvear, frente a la plazoleta Pellegrini; la declinante y clausurada que fue de Mercedes Elizalde de Blaquier, en Alvear, entre Montevideo y Libertad; el despoblado torreón gótico-veneciano de los de Ridder. Su claudicante condición espectral se contagia a sus hermanas sobrevivientes; todas son, de una u otra manera, reliquias del museo de la ciudad, fragmentos de un estilo de vida que sólo pertenece a la historia.
PRIMERA PLANA
24 de noviembre de 1964
 

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba