Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Radioaficionados
Los Quijotes que cabalgan el aire

Kayexalate: la extraña palabra vibró en el cielo, y a miles de kilómetros de donde había sido lanzada un radioaficionado neoyorquino la captó, corrió a un laboratorio médico, compró la droga, montó en su automóvil hacia el aeropuerto de La Guardia y la puso en el primer avión a Buenos Aires. Luis Tambussi, un cincuentón que se jacta de tener amigos íntimos en todo el mundo, recibía a través de sus auriculares, mientras tanto, otras respuestas: desde La Paz, Bolivia, le comunicaban que vanamente habían tratado de obtener el medicamento; desde Santiago de Chile un médico le notificaba que "le quedaba un poco de kayexalate, apenas medio frasco" y que se lo enviaría de inmediato.
La acuciante persecución de una droga que serviría para salvar la vida de una mujer de 48 años que padecía de nefroesclerosis maligna (una insuficiencia renal) revivió, a mediados del año pasado, la fábula que hace una década planteaba el film 'Si todos los hombres del mundo...' en el que un grupo de pescadores intoxicados y perdidos en medio del océano conseguían escurrírsele a la muerte gracias a un puente de solidaridad tendido a través de África y de Europa, desde el Congo a Noruega.
El parangón apuntala, sobre todo, la tesis de que los radioaficionados conforman, actualmente, una especie, tal vez la única, que transita libremente por encima de las especulaciones geográficas y políticas; una asociación cuyos fines no están estatuidos y que por eso mismo tiende al altruismo entre los hombres.
En la Argentina, alrededor de 10.000 personas enfrentan diariamente su equipo de transmisión y recepción, a menudo instalado en una incómoda bohardilla, y repasan espontáneamente los códices de la confraternidad. "Oye, ¿y cómo sigue tu hija?" Y desde centenares o miles de kilómetros, la voz de alguien a quien no se conoce despanzurra, con sólo cuatro palabras —"Un poco mejor, gracias"—, a un monstruo a quien los radioaficionados conocen todavía menos: la incomunicación.
A partir de 1922, en que se transmitió Parsifal, de Wagner, desde el teatro Coliseo, en la Capital, la atracción que irradia el hobby de las emisiones radiales se robusteció sin desmayos y casi sin pausas. En 1924, desde Bernal, un pueblo de los suburbios de Buenos Aires, se estableció contacto, por primera vez en la historia, con un radioaficionado de Gisbone, Nueva Zelandia, exactamente en el otro extremo del planeta.
En 1933, la instalación de una emisora en las, islas Oreadas del Sur resultó el más rotundo quid jurídico que esgrimió la Argentina, una década después, ante los organismos internacionales para reclamar su soberanía sobre el cono antártico. Hace un par de semanas, la inauguración de una estación (LU Cero ASC), que opera como cabecera de la red de emergencia de la Federación Argentina de Radioaficionados, "constituye —dijo el secretario de Comunicaciones, Antonio Pagés Larraya— un notable aporte en beneficio de la comunidad; un aporte patriótico que nos acerca afectivamente a otros países".
Para los radioaficionados, la nueva estación de enlace marca, además, la culminación de un proceso donde es la vocación lo que cuenta por encima de todo. "La electrónica no puede ser ya sólo un hobby", subraya Federico Graupner, presidente de la Federación, mientras más de un centenar de radioclubes diseminados en todo el país parecen empecinados en la actividad formativa: tanto como la LUCero ASC, la reglamentación de la Ley 16.118, declarando de interés nacional la tarea que despliegan y liberando de recargos aduaneros la importación de sus equipos, retempla su espíritu quijotesco, una amalgama de ciencia, deporte y filantropía.
Espoleados por el imprevisto, a los radioaficionados sólo los frenan, a veces, sus enormes gastos de energía eléctrica. Pero los radioclubes no cejan: "La Cámara de Diputados de Catamarca ha aprobado un proyecto de ley que faculta a cada radioaficionado a consumir gratuitamente 50 kilowatios por mes", apunta Graupner.
Todo lo cual hace sonreír a Enrique Kessler, asesor de Pagés Larraya y también radioaficionado: desde el punto de vista pedagógico, tales licencias suponen un estímulo que gravitará en la multiplicación de adeptos, aún sometidos a las estrictas reglamentaciones que los rigen. El radio, aficionado debe tramitar su registro y computar cada una de sus llamadas y recepciones en un libro de guardia; le está prohibido radiar operaciones comerciales y dialogar sobre temas políticos, por considerárselos atentatorios contra la seguridad nacional. "Pero el radioaficionado está en otra cosa; le interesa proveerse de un buen equipo (cuyo precio oscila entre los 500.000 pesos y el millón, aunque también los hay, hechos a pulmón, que cuestan 50.000) para ocuparse de las cuestiones que más le interesan."
En efecto, la reseña de sus actividades está poblada de acontecimientos que irrumpen, silenciosamente, en el ámbito de la épica:
•Hace poco más de un año, durante las inundaciones producidas por los desbordes del Río Uruguay, tendieron una red de propalación que coordinó las tareas de salvamento de zonas absolutamente incomunicadas.
•Cuando la Argentina envió un contingente de soldados para integrar las fuerzas de las Naciones Unidas en el Congo, en 1961, hicieron posible el diario contacto entre los soldados y sus familiares.
•Pero, después del tendido de lazos de amistad, el traslado de medicamentos parece ser rutina en la labor de los radioaficionados: "La semana pasada conseguimos, en 24 horas, una partida de Meticortelone Acetate, desde Nueva Jersey, Estados Unidos, y de esa manera pudimos salvar a un enfermo que nuestros médicos daban por desahuciado", señala Kessler.
Y el hecho demuestra que, tal vez, su abnegación y su enraizado desinterés obraron de antídoto para tumbar un viejo estigma: a mediados de 1963, la burocracia frustró los desenfrenados esfuerzos de Luis Tambussi, y cuando el kayexalate llegó a Buenos Aires, a Ezeiza, un rostro tan anónimo como el del radioaficionado neoyorquino se meneó irreductible: "Estamos fuera de horario. Venga mañana". La enferma murió esa noche.
PRIMERA PLANA
20 de octubre de 1964

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