Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

UN DETALLE PARA LA PISTA
por Quinton Blake
UN PELUQUERO SIN ENEMIGOS
A mediados de enero de hace dos años toda la barriada de Villa Luro se sintió tocada en lo más profundo. Dentro mismo de su seno, donde vive gente de trabajo, se había consumado un brutal crimen, inexplicable, en la persona de un humilde peluquero, Manuel Hellal o Manuel Alí, como también se lo conocía, turco, de 67 años, que atendía su pequeño negocio, vivía de su labor y no se le conocían enemigos ni conflictos sentimentales.
Vivía en el barrio desde sus albores, es decir, desde hacía más de 20
años. La muerte la había hallado en su comercio de la calle Cervantes al 1000, pero había poseído otro en la cuadra anterior. El reducido local era apenas de 4 por 4 metros. Estaba dividido en dos por una mampara de madera y vidrios que le permitía, estando en la parte posterior, advertir lo que pasaba adelante.
En ésta estaba la peluquería propiamente dicha, que consistía en un sillón, estanterías y artículos de tocador, como fijador y perfumes. (Destacamos este detalle porque va a tener singular importancia en lo que se va a leer.)
En la trastienda, un baúl, una cama, varias sillas, un ropero y algunos bancos eran el simple mobiliario.
En la cama, con la cabeza casi deshecha por los golpes, y por supuesto sin vida, lo halló un agente cuya presencia había sido solicitada por los vecinos, alarmados ante el comercio cerrado durante el domingo y sin abrir el lunes subsiguiente.
El caso es que los vecinos de los departamentos inmediatos dieron la voz de alarma. Y tenían razón.
Forzada la cortina metálica, el cuadro que se presentó a los ojos del agente Eduardo Varela no era de los mejores para entonar el ánimo.
El peluquero estaba golpeado brutalmente y tenía en la boca un trozo de toalla, introducido evidentemente por la fuerza, para que no pudiera quejarse ni gritar. Vestía las ropas de dormir y una de sus piernas estaba sobre el baúl.
Se advertía que el local había sido registrado, pero apresuradamente. El baúl, por ese detalle, no había sido revisado.
No se podía establecer si faltaba dinero, por la razón de que el peluquero vivía de su trabajo, modestamente.
Los ladrones habían huido, luego, por una pequeña puerta que da al pasillo de la casa vecina, de departamentos, con salida al largo corredor, ya que el lote, de amplias medidas, estaba bien aprovechado.
Todos los vecinos, al ser interrogados por la policía, relataron con cariño la vida de don Manuel o el turco Alí, como se lo llamaba.
Trabajaba durante las horas del día en su comercio, y en las primeras de la noche se lo veía salir a realizar sus compras. Descansaba luego en la acera unos instantes y se retiraba a descansar. No tenía amigos habituales que lo visitaran, ni se le conocían relaciones de carácter sentimental, a pesar de ser viudo. Visitaba habitualmente a su hija Janine y se sabía que hacía lo mismo los domingos en forma alternada con tres sobrinas.
Su hija, domiciliada en la calle Humboldt, iba a la casa de su padre cuando éste no concurría a la suya, El domingo del caso, en que Alí no fué a ninguna parte, debía salir él, por eso en la casa se lo esperó en vano, pero sin asignarle importancia fundamental a su ausencia.
Con la base de estos detalles, la policía hizo una teórica reconstrucción del hecho. En la noche del sábado. después de las 22.20, en que se lo había visto, alguien había penetrado en el comercio. Había atacado al peluquero y se había dedicado al saqueo.
En vista de la carencia de posibles enemigos —que no los tenía—, la policía orientó sus investigaciones entre los muchachones que se reunían en la esquina, algunos de los cuales eran poco afectos al trabajo.
De entre ellos, tres quedaron demorados un poco más de lo normal. luego de ser conversados, porque ni interrogatorio era lo que hablan hecho con ellos. Ninguno de los tres trabajaba. Pero...

Un cepillo, una "gillette" y un frasco de perfume delatores
TRES de los muchachos habían quedado "demorados". Pero la policía, luego de andar entre sus cosas, resolvió que debían quedar en libertad, porque no había nada que pudiera, con cierta firmeza, representar el principio de una prueba. Fué entonces cuando se pensó que el crimen podía tener alguna relación con algunos robos, de escasa monta, que se habían producido en el barrio. Y hacia ellos se orientó la acción de las autoridades. Fué al comisario Corradi a quien se le ocurrió la idea y quien recorrió distintas fincas. En la misma donde el peluquero vivía, se había producido una pequeña ratería en uno de los departamentos. Faltaban una maquinita de afeitar y un cepillo. El policía anotó. Y siguió en su recorrida.
Así dió con el departamento vecino, donde se alojaba una señora con un sobrino 19 años. Se vivía muy humildemente. Por eso, rápidamente advirtió que allí había tres cosas que no "entonaban" con el ambiente hogareño. Eran: un cepillo, una máquina de afeitar y un frasco de perfume recién comenzado. ..
Con ellos, y con un pretexto, el comisario Corradi volvió al primer departamento. Efectivamente, eran los objetos robados. Regresó al departamento del hallazgo. Y, sin más, basado en un viejo axioma policial que "sospechoso desorientado o confundido confiesa si tiene algo que ver", espetó al muchachón:
—¡Vos fuiste el que robaste la gillete y el cepillo!...
Y sin darle tiempo a reaccionar, agregó:
—¡Y también robaste el perfume al peluquero asesinado!...
Y el policía —con tantos años como canas tenía— ganó la partida.
Desorientó al sospechoso.
Luego, se lo llevó al Departamento de Policía, a fin de interrogarlo.
No fué tarea fácil lograr su confesión. Hubo que llegar a la simulación del hallazgo de impresiones dactilares para que, al cabo de varias horas, dijera:
—¡Sí. fui yo...! Y entregó la alianza de oro del turco, que tenía en un zapato...
Entonces debió contar cómo había realizado el crimen.
El sábado por la mañana, con la paciencia propia del descarriado a quien domina una idea y atenaza un pensamiento inconfesable, se había instalado en el zaguán donde, conforme hemos indicado, se encuentra la puerta que da entrada a la trastienda donde fué encontrado el cadáver. Allí, agazapado, por temor a que lo advirtiera algún vecino, esperó a que Alí apareciera en procura del tacho de los residuos, como lo hacía habitualmente.
Alí salió de su habitación y se dirigió a la calle, en busca del recipiente. Él, entonces, penetró en la trastienda y se escondió debajo de la cama. Allí permaneció hasta que Alí regresó a su cama, se acostó a fin de descansar un rato, porque era aún muy temprano y porque siempre lo hacía así.
El muchachón, Gerardo Carreras, esperó otro rato. Luego, sigilosamente, salió de su escondite y atacó al peluquero. Lo golpeó hasta que lo dejó sin sentido. Para ello utilizó un banco que halló a mano, porque había ido desarmado, dentro de su primitiva criminalidad.
En seguida tomó una toalla y se la introdujo en la boca, para impedir que gritara.
Luego se alzó con 300 pesos, el frasco de perfume —que resultaría el detalle delator—, la alianza del turco, y volvió sigilosamente al departamento vecino, donde había dormido, en casa de unos familiares que ignoraban sus malandanzas y a los cuales decía que se levantaba temprano para ver si conseguía trabajo ...
Conseguida esta declaración, Carreras habló de la colaboración de otros dos sujetos, que luego no se estableció.
Inmediatamente, el actual subjefe de policía, inspector general Luis Serrao, procedió a conversar con el detenido, al igual que el juez, doctor Berlingieri, que constituyó su despacho en el departamento de Policía.
Luego, esta confesión tuvo variantes. En sus manifestaciones ante el magistrado, Carreras se rectificó, para reconocer luego la comisión del hecho y volver a cambiar sus declaraciones después.
Pero, finalmente, reunidas las pruebas necesarias, fué condenado por esa muerte incomprensible que sólo le había reportado 300 pesos, un anillo y un frasco de perfume y había costado una vida laboriosa y humilde, pero no por eso menos valiosa....

Revista PBT
26.06.1953

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba