Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Verano 1966
VIDA MODERNA
La piel del verano
El fosforescente guardapolvo blanco de la inspectora de moralidad zigzagueó entre un enjambre de cuerpos echados sobre la arena y, de pronto, su voz resonó por encima de los gritos y el frufrú de las olas. “¡Señorita! —bramó—. ¡Tápese, que está provocando un escándalo!” A veinte pasos, una rubia abundosa estaba a punto de emerger del todo de una bikini amarilla, gracias —o por culpa— de una falla en el cierre. “Se pasan de vivos —rumió la inspectora—. Ven que se le está rompiendo el cierre y nadie le avisa.” El reproche iba dirigido a, por lo menos, un centenar de pares de ojos masculinos, de los muchos millares que en febrero último se entornaban bajo el sol de plomo, en el Balneario Sur, la más concurrida de las riberas de Buenos Aires.
Cruzando la avenida Tristán Achával Rodríguez, entre Brasil y Belgrano, el Balneario Sur condensó, cada fin de semana, al 60 por ciento de los bañistas que aspiran a tostarse y disfrutar de la playa, a no más de media hora de sus casas. Los demás se repartieron en el Balneario Anchorena, El Ancla y Saint Tropez, las obligadas franjas de arena de quienes procuran una compensación de las lejanas, a veces imposibles delicias marítimas. En esos lugares, cada domingo caluroso de diciembre y enero congregó a un millón y medio de bañistas, según datos obtenidos en los puestos de salvataje, la mayoría obedientes a un canon tradicional: jugar a la paleta o al fútbol, escuchar música y flirtear, comer y dormir la siesta. Paradójicamente, el río de la Plata seduce a los menos. Muchas señoras se contentan con un baño de asiento y los jóvenes con adquirir un tinte bronceado, mojándose lo imprescindible. No contrarrestan el calor, pero consiguen un prestigioso status epidérmico. “La moda playera tiende a que la mujer exponga cada vez más zonas de su cuerpo”, se regocijó una modelo publicitaria, asidua del Balneario Sur. Y ésa es la principal razón por la que hay más inspectoras de moralidad que guardavidas.
Sin embargo, Francisco Vallespir, jefe de esa playa, se jacta de que “ninguna otra está mejor preparada para frenar cualquier tipo de imprudencias”. Además de un riguroso equipo de bañeros, “que se hacen respetar”, y los mástiles que enarbolan las banderas indicadoras, veinte altoparlantes chillan una prédica infatigable. Con magros resultados: sólo en diciembre el río se engulló a seis imprudentes y hubo que auxiliar a un número antes inalcanzado de audaces. “No me
puedo descuidar”, admitió hace una semana el barbado Vallespir, en tanto escrutaba la costa a través de un envejecido catalejo. Tiene sus razones: cerca de su atalaya, la Municipalidad instaló un bien provisto consultorio de primeros auxilios, “pero la mayoría de las veces, ni el pulmotor da resultado”.
“El peligro más grande —sentencia el bañero Armando Ortellado (48 años)— es el pozo que se ha formado al cabo de las escaleras. Los nadadores han agotado sus energías, cuando se encuentran con esta sorpresa.” Para amenguarla, tres botes a motor, flamantes, intentan a diario salvatajes más rápidos.

Debajo del ruido
Eminentemente populares, circundadas de camiones más que de autos, las playas de Buenos Aires no proporcionan ninguna clase de placidez ; el río, denso y barroso, acribillado de juncos y riscos, quizá menos. Pero para quienes ansíen ceñirse una malla y deserten de clubes y piscinas privadas, no hay otra salida. Por lo menos, no hay otra que les inflija tan pocos gastos y más trastornos que los del viaje de vuelta, en medio del cansancio, un poco de fiebre, algunos retorcijones. “Y eso no es todo —musitó una jovencita, en Núñez, al extremo de una fila que serpenteaba el veredón de la Costanera—. Los aviones me dejaron sorda.”
Calle por medio con el Aeroparque, y tras un collar de parrillerías alineadas en la vereda, Saint Tropez es una pequeña lonja de arena que alcanzó un raro prestigio hace dos veranos, cuando se convirtió en reducto playero de la hight life. El propósito de sus habitués sigue siendo el de curtir su piel antes de emprender las verdaderas vacaciones, amén de catalogar los nuevos diseños de ropa de baño. Para los asiduos de Saint Tropez, el humo de las parrillas y el tronar de los aviones, en vuelo rasante sobre sus cabezas, son ahora trastornos secundarios: “Esto ha sido invadido por toda clase de gente. De nada valió que eligiéramos el lugar menos apropiado”, tremoló un contertulio, a fines de febrero. Sin embargo, los días de semana la playa les siguió perteneciendo casi en exclusividad.
Una opinión antípoda desplegó el parrillero José Bontani (45 años), cuya clientela de blasés se codea ahora con los intrusos. “Los días de semana esto se llena de vagos. Aparecen a eso de las 10 de la mañana y se acomodan bajo las palmeras.” Las palmeras —quince ejemplares adultos de palma brasiliensis—, que desfallecen en el costado sur de la playa, constituyen un intento de la Municipalidad por bruñir la aureola de Saint Tropez, desgastada a pesar de las bikinis y los bermudas a cuadros, más bien chillones, y de manías todavía privativas de la élite; la última, lucir costosos perros boxer y hacerlos competir en un informal certamen de elegancia canina. Los domingos, prudentemente, los boxers dejan su lugar a revoltosos pomeranias.
El extremo norte de Saint Tropez es el coto privado de una multitud de señoras que tratan de resarcir a sus chicos de los males de departamentos demasiado estrechos y sombríos. A media tarde, la zona se convierte en un club de madres, guarecidas bajo parasoles portátiles, que alternan la atención de sus párvulos con la prolijidad de su crochet. Rara vez les permiten chapucear en la orilla del agua. La fama de Saint Tropez termina donde mueren las olas.

Siempre en Domingo
“Por suerte, esta playa pasó de moda”, se alegró el viejo pescador, mientras hundía sus anzuelos en la resaca, bajo el espigón del Balneario Anchorena. Apenas transitado desde que se clausuraron las vías del Ferrocarril Mitre, que hacía escala frente al muelle, los palacios enquistados en la barranca, la solitaria confitería y el muelle mismo, a medias derruido, son como espectros del pasado esplendor. Anchorena es, básicamente, el paraíso de los adictos a la pesca: una playa plagada de toscas permite a sus cultores aproximarse a la zona de pique; no hay tantos bañistas, ni siquiera los fines de semana, como para espantar a les cardúmenes.
Otros costados del abandono son, en cambio, menos ventajosos: “Cuando hay sudestada —proclamó Ricardo Balbastro (39 años, empleado de un alicaído recreo)—, aquí no queda nada en pie; el agua arrasa con todo”. Según Balbastro, la suerte de Anchorena “sólo preocupa a los que viven de este lado de la avenida Maipú. Los de enfrente tienen pileta propia”. La avenida es, ciertamente, una frontera entre la pobreza de la playa, copada por los juncos, y las opulentas mansiones que remontan el acantilado. De una de esas mansiones brotó un inquietante pronóstico: “Si la Comuna de Vicente López nos limpia la playa, como prometió, abandonaremos Saint Tropez y nos vendremos aquí. Este es un lugar de difícil acceso, un verdadero escondrijo. Aquello está completamente out. ¡Si hasta le dedicaron un tango!”
A pocos kilómetros de allí, también en Vicente López, los prosélitos de El Ancla se multiplicaron a poco que Anchorena y las Barrancas perdieron su clientela. El Ancla fue, veinte años atrás, la más sofisticada “boite” de la ribera, tan prestigiosa que sirvió para bautizar una playa, la más ancha y limpia de todo el litoral bonaerense; ahora, la vieja casa de madera funciona como restaurante y vestuario para los muchos ipiles de bañistas que se congregan a su alrededor. La cita, que resulta plácida de lunes a viernes, se vuelve crispante, estruendosa, los fines de semana, “que es cuando la playa se pone a la miseria”, según
Mario Fiorito, dueño de un despacho de gaseosas y sándwiches. No es una mera especulación segregacionista: “Los domingos son días de robos y peleas. ¿Ve ésos que juegan a la paleta? Esos tienen la culpa de todo. Cuando alguien recibe el segundo pelotazo, empiezan las trompadas”. La cleptomanía playera, a su vez, goza de los encantos de la impunidad: “Existe una maffia especializada en relojes y billeteras. Aquí nunca agarran a nadie”.
Los domingos, además, acaparan el mayor número de accidentes: en El Ancla, la insolación pudo enjugarse gracias a flamantes sombrillas que se alquilan a 150 pesos por día. A la ausencia de guardavidas cabe atribuir el incremento de los ahogados, a menudo víctimas de un disparatado afán de notoriedad: hace un mes, un muchacho de 19 años pagó con su vida una demostración que debió servir para admirar a su novia. Lo encontraron a la semana. “Es un caso entre tantos —admitió un bañero del aledaño Círculo Militar, testigo de una decena de percances, todos ocurridos en medió del canal que sirve de acceso a los veleros del club—. Más de una vez tuvimos que improvisar un servicio de salvataje.”
Pero no siempre el afán de notoriedad desencadena lágrimas y llama a una somera reflexión: más frecuentemente, los improvisados coros folklóricos, las ondulantes mallas caladas y los hercúleos acróbatas, que nunca faltan, integran un programa de asombros más o menos previstos. A veces, el programa incluyó algún número extra. En el Balneario Sur, al atardecer de un sábado, una inspectora de moralidad se plantó frente a una parejita e interrumpió sus arrumacos: “¿Dónde se creen que están? ¡Aquí se viene a tomar sol!” Frente al ridículo, el muchacho optó por ser gracioso: “De acuerdo, pero acaba de nublarse.”
Primera Plana
08/03/1966

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