Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


somos buenos vecinos?

¿Somos buenos o malos vecinos?
Salvo Brasil, todos los países limítrofes tienen problemas con la Argentina. Viejos rencores se suman a los nuevos y obstaculizan el acercamiento con la Argentina real

¿Somos buenos o malos vecinos? ¿Cómo nos ven y qué piensan de nosotros en los países limítrofes? PANORAMA puso a la Argentina y a los argentinos en la picota. Para encontrar respuesta a estos interrogantes movilizó cinco redactores: Rolando Hanglin viajó a Brasil; David Deferrari a Bolivia; Gerardo Lisboa, a Chile; Daniel Muchnik, a Paraguay, y Aníbal Walfisch (que tuvo a su cargo la coordinación general), a Uruguay.
Todos partieron con la expresa misión de romper con la maraña de rumores y prejuicios e investigaron sobre el propio terreno los factores reales (diplomáticos, políticos, sociales) que pueden enturbiar las relaciones de vecindad entre esos países y la Argentina. El documento que sigue, resultado de un esfuerzo sin par en el periodismo argentino, ofrece el testimonio imparcial y objetivo de cada uno de nuestros enviados especiales y contribuye a esclarecer las causas de las inquinas, rivalidades y recelos que aún subsisten entre nosotros y los pueblos vecinos.

BRASIL: “Claro que les ganaremos"
El conserje del Hotel Regente se inclina ceremoniosamente y, ante la pregunta, abre grandes ojos asombrados: “¿Si los argentinos son buenos vecinos?... No sé, son buenos clientes. Mucho mejores que los yanquis y los uruguayos. Eso sí, un poco despreciativos, sobre todo los porteños”.
Dos días después, en la Boutique au Sud, la obsequiosa Chantal Pereyra despliega, entre sonrisas, un mar de colorida ropa sport. “¿Por qué atiendo tan bien a los argentinos? ¡Es que son gente chic! Saben comprar”. Otra mujer, Dulce Alves, secretaria del gobernador Negrao da Lima, ante la neutra mirada de varios ordenanzas, testimonia que “los argentinos son amorosos y románticos, aunque tristes. Aquí solo se piensa en el deporte, en cambio, en Buenos Aires, ciudad de lujo y de boites, los porteños viven para la mujer”.
La opinión de la dueña de una boutique, como Chantal Pereyra, es sin duda una opinión interesada, influida por las compras de prósperos turistas; la elocuente secretaria de Negrao da Lima, en cambio, representa a las mujeres brasileñas —un 90 por ciento— que entienden que el porteño es sexy. Entre los hombres predomina, en cambio, una total indiferencia solo alterada por las confrontaciones deportivas. El antiargentinismo, en Brasil, no tiene eco popular.
Hay que escarbar hondo en las conciencias para encontrar respuestas que reflejen una opinión personal. La mayoría de los brasileños enfrentaron con asombro el interrogatorio; titubearon, debieron pensar lo que iban a decir porque nunca se les ocurrió preguntarse si los argentinos somos buenos o malos. Además, les cuesta hablar mal. Son muy diplomáticos y corteses. De cien brasileños interrogados en distintos puntos de la avenida Río Branco o de Nossa Senhora de Copacabana, solo diez se atrevieron a confesar que los argentinos son algo fatuos. Con una sonrisa maliciosa, un señor maduro, en un bar céntrico, argumentó: “Los argentinos son los más inteligentes y capaces de toda América, después, por supuesto, de los brasileños”.
En las favelas solo nos conocen a través del fútbol: “¿Qué piensa usted de los argentinos?”. “¡Oh!, pienso que les podemos ganar en cualquier momento”. El interlocutor, un negro fornido, miró a su mujer, como pidiéndole que refirmase su opinión. “Claro que les ganaremos”, aprobó ella. Ambos se referían, con un entendimiento tácito, a un encuentro entre los seleccionados del Brasil y la Argentina, y no a un posible enfrentamiento bélico o a la puja diplomática.
El Palacio de Itamaraty, en Río de Janeiro, sigue siendo la sede de la política exterior brasileña. Allí, mulatos calzados de charol conducen al huésped hasta Félix Faría, portavoz de la Cancillería. A los 32 años, Faría —traje de hilo blanco, corbata de seda anaranjada según la moda tropical inglesa del año 30—, es uno de los cerebros técnicos de Itamaraty. “No tenemos un solo hombre en el servicio exterior —asegura con displicencia— que no sea funcionario de carrera... Todos son egresados de nuestra escuela. He sabido —agrega— que ustedes tienen problemas porque hay muchos políticos en las embajadas. Sin embargo, tenemos una gran imagen de Zavala Ortiz. Me gustaría tenerlo de canciller en el Brasil”.
En el campo diplomático se pasa velozmente de las opiniones sobre los argentinos a una visión de la Argentina. Mientras saborea un cafezinho, Faría brinda el esquema sobre el que se mueve el servicio exterior brasileño: “No creo en las hegemonías... —pontifica—. No creo, sobre todo, que haya una oposición entre Brasil y la Argentina. Tenemos demasiados puntos en común. Estamos convencidos de que no podremos arribar a un desarrollo convincente sin un amplio acuerdo con Argentina. Esto es vox pópuli entre los hombres públicos brasileños. Ningún país domina a otro solo con proponérselo. Eso surge naturalmente”.
En los niveles oficiales se mantiene, pues, la cordial indiferencia de los brasileños para con la Argentina. ¿Qué significa esa indiferencia? es una pregunta que muchos argentinos han intuido, sin hallar respuesta. Sobre todo cuando, meses atrás, el senador Fullbright, uno de los mentores de la política exterior norteamericana, declaró, de visita en Brasil, que “este país tiene todo el apoyo de los Estados Unidos para obtener el liderazgo latinoamericano”. Surgieron críticas y serios escozores en Buenos Aires; se temía que los norteamericanos volvieran, en beneficio del Brasil, a la vieja política del país-llave, que consiste en volcar la influencia militar y la ayuda económica en un país de grandes fronteras, gran población e interesante situación estratégica, para que ese país-llave arrastre a toda su zona en una determinada política. Esto dejaría indefensa a la Argentina.
Pero Dimas Magalhaes, principal orientador de la Oficina de Asuntos Interamericanos de Itamaraty, desmiente fervorosamente toda posible animosidad antiargentina : “Hay odios y simpatías, celos de buenos vecinos. Nada importante. Estamos convencidos de que no llegaremos a nada sin una estrecha unión con la Argentina. No por motivos románticos, sino económicos. El 70 por ciento de las operaciones de ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio) responde a estos dos países. No hay unidad latinomericana sin la Argentina y el Brasil”.
Para Magalhaes, el problema es una ecuación geopolítica: “La Argentina y el Brasil son dos potencias medias en un mar de países chicos. La Argentina domina hacia el Pacífico. Brasil hacia el Caribe. Pero en los desvalidos países mediterráneos, Paraguay y Bolivia, se produce una colisión de influencias. Yo entiendo que la competencia por ayudar a esos países es benéfica para todos.' La leyenda de la guerra argentino-brasileña es un sedimento de la intervención militar en nuestras políticas. Esa leyenda surgió en las escuelas de oficiales, cuando para formar a los muchachos se les creaba la hipótesis teórica de una guerra entre los dos países. Es la única posible... ¡No vamos a luchar contra Ecuador, o Costa Rica!”.
Bordeando los sesenta años, Raimundo Padiliha preside la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados: es uno de los personajes más notables de la actualidad política. “El supuesto enfrentamiento entre nuestros países —dice— es una falacia y carece de sentido histórico o económico. No importa lo que diga Fullbright. Nadie lo autorizó a aventurar esos juicios”.
Los brasileños insisten en creer que la unidad argentino-brasileña salvará a América latina, que esas dos voces unidas ocuparán un papel central en la política mundial. Pero casi siempre vuelven a su cordial indiferencia: el gobernador Francisco Negrao da Lima, figura clave, arrellanado en el Palacio Guanabara, declinó hacer comentarios políticos. En cambio, saludó al pueblo porteño y formuló generosas loas a la ciudad de Buenos Aires. Es que, sumido en una profunda crisis interna, Brasil se retrae y posterga su política exterior. Resta una sospecha: que esa serena indiferencia del pueblo y de los gobernantes, se deba a que los brasileños creen que existe la batalla contra la Argentina, pero también que ya la han ganado.

uruguayURUGUAY: “Los hermanos ricos”
El automóvil, un imponente último modelo, se detuvo junto al surtidor de la estación de servicio. El conductor sacó la mano por la ventanilla, entregó las llaves del baúl al empleado y ordenó:
—Llene el tanque.
Cuando el automóvil se alejaba, el empleado comentó: “¿Se da cuenta? ¡Tenía que ser argentino! Los uruguayos llegan y preguntan a cuántos kilómetros está la próxima estación, cuentan el dinero y si les alcanza cargan cinco o diez litros. Solo los argentinos y los yanquis pueden darse el lujo de que les llenemos el tanque con combustible”.
En este diálogo, escuchado incidentalmente en una estación de servicio en las afueras de Montevideo, se encuentra tal vez la síntesis más reveladora de lo que experimenta la mayoría de los uruguayos con respecto a los argentinos: una sensación de envidia, de inferioridad, de ser el hermano menor relegado por una absurda y anacrónica ley de mayorazgo.
Fue muy difícil, sin embargo, llegar a esa conclusión. La investigación de Panorama en el Uruguay tropezó con una valla casi infranqueable: la invariable cortesía de los uruguayos hacia los argentinos, que no les permitía expresar sino elogios, ocultando cuidadosamente toda crítica que pudiera herir nuestra susceptibilidad. En el Este, sobre la costa, en las zonas balnearias, casi hasta la frontera con el Brasil, las respuestas fueron prácticamente unánimes: "¿Malos vecinos? ¡Por favor! Los argentinos son macanudos. En realidad, no sabríamos qué hacer sin ellos”. Las mujeres uruguayas, en particular, fueron más efusivas probablemente más sinceras en sus expresiones de amistad: “¡Ah!, sobre todo los porteños, son la mar de simpáticos”.
El hecho es comprensible, en especial en esas zonas donde esperan con ansiedad la incesante marea de turistas que en los meses de verano contribuyen a sanear las tambaleantes finanzas uruguayas.
Sin embargo, el sentimiento secreto que se oculta en la admiración, suele deslizarse a veces en las conversaciones: “Ustedes podrán tener muchos problemas, pero siempre encuentran la forma de solucionarlos. La Argentina es un país grande, rico. A veces alcanza su expresión cabal, sin disfraces, como en la frase del congresista colorado Jorge Battle: “¡Cómo me gustaría haber nacido en la Argentina!”.
Pero en las pequeñas poblaciones del interior, no piensan ni reaccionan de la misma manera. Un sesenta por ciento de los entrevistados no mostró interés alguno en la encuesta. El resto, en su mayoría, se sometió a las preguntas con cierto desgano. “¿Si son buenos vecinos? Y, no veo por qué tienen que ser malos”. La respuesta de un chacarero de Tacuarembó resume la opinión generalizada en el interior: “Uruguay está ahogado entre el Brasil y la Argentina; si en algo nos benefician, es con el turismo. Pero ésa no es una solución de fondo para nosotros”. Arraigados, aferrados a la tierra y a sus tradiciones, sienten que su país es víctima de una injusticia histórica, la que definió claramente el ex canciller Homero Martínez Montero, refiriéndose a la reciente ratificación del Tratado de Límites: “El Uruguay es un país que nació como una solución transaccional entre el imperio del Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata, pero no tuvo el elemento fundamental de todo Estado: un territorio definido. Desde el Tratado Preliminar de 1828, las fronteras quedaron indeterminadas. Y solo después de casi un siglo y medio eso pudo solucionarse”.
Muchos uruguayos, sin embargo, prefieren ignorar la trascendencia del problema de límites. Destacar su importancia, equivaldría a reconocer una situación de inferioridad, por lo menos territorial, ante los dos colosos fronterizos. En Montevideo, sobre todo, salvo en ciertos sectores políticos y universitarios, contestan con frases evasivas “¿La ratificación del Tratado? Ah, sí, no sé porqué hacen tanto escombro”.
Precisamente en Montevideo, fue donde pudo detectarse con mayor fidelidad y en una gama más amplia, la perspectiva uruguaya de los argentinos. Para los estratos más elevados —empresarios, terratenientes, comerciantes acaudalados— entre argentinos y uruguayos no existen diferencias, salvo en lo que respecta a la moneda. En su principesca residencia del bulevar Artigas, una señora de la alta sociedad montevideana recordaba, nostálgica, la época en que el peso uruguayo se cotizaba a doce argentinos. “¡Qué tiempos! Pero esto no va a tardar en pasar, ya verá”, afirmaba luego, optimista. La crisis económica, que para ella tenía contornos anecdóticos, no representa lo mismo para casi todo el resto de la población oriental. Grandes sectores de clase media, inclusive de alta clase media, sufren duramente las alternativas de la crisis. Pero lo difícil de comprender es qué tenemos que ver los argentinos con el descalabro económico. Indudablemente nada. Tampoco ningún uruguayo fue capaz de sugerirlo, pero más de la mitad de los doscientos entrevistados, se refirieron a la crisis espontáneamente: “Ustedes, ahora, vienen aquí y pueden darse cualquier lujo”, afirmaron muchos, sin abandonar su sonrisa, aunque con cierto tono de orgullo herido, recordando las épocas en que contaban con una moneda fuerte y el cambio los favorecía.
¿Fue ese tal vez un mal momento para pulsar el sentimiento uruguayo hacia la Argentina? ¿La crisis, la sensación de dependencia incrementada por el aumento del turismo, pesaron desfavorablemente en el ánimo de los uruguayos para ofrecer una imagen distorsionada? Es posible, pero, en realidad, lo superficial suele responder a instancias profundas que encuentran bueno cualquier camino para exteriorizarse y que han ido incubándose a través del tiempo. Siempre hubo turistas argentinos, siempre hicieron ostentación de su poderío económico, siempre el Uruguay los necesitó.
En ciertas circunstancias, sin embargo, surge el antagonismo, El “civilismo” uruguayo llegó al extremo cuando diarios brasileños se refirieron, hace unos meses, a la posibilidad de que las Fuerzas Armadas del Brasil invadieran el territorio uruguayo, apoyadas por la Argentina, en el caso de que hubiese un golpe de mano subversivo. Casi al mismo tiempo hubo rozamientos diplomáticos por la demora en la puesta en marcha del proyecto de Salto Grande. “Los gobiernos de América latina no tienen conciencia internacional —declaró a Panorama el doctor Carlos M. Fleitas, director de Usinas y Teléfonos del Estado—. Debemos romper las fronteras y pasar a la efectiva integración. Con lo de Salto Grande no queda otro camino que ponerse a trabajar, si no, lo mejor es disolver la comisión y no alardear más con el asunto”.
El anatema lanzado por los opositores contra el gobierno, también alude indirectamente a la Argentina: “Debemos abandonar esa frívola e irredimible actitud de atarnos a la rueda ajena”, vociferó un diputado colorado. El pueblo estuvo de acuerdo. Pero en pocas semanas —ante una nueva postergación del proyecto, debida esta vez a la negativa del Banco Mundial para financiarlo— aflojó la tensión, y la tradicional sonrisa reapareció en los rostros para dar la bienvenida a los millares de turistas que comenzaban a poblar las playas orientales.
Las alternativas económicas, las rivalidades y las envidias, no pueden, sin embargo, debilitar los lazos que unen a argentinos y uruguayos en un origen y un destino común. El camino hacia una efectiva integración es arduo pero promisorio. Cuando se alcance, se habrá conseguido también desterrar definitivamente esa frase pesimista que aparece siempre en los momentos de crisis: “Al Uruguay no le queda otro remedio que anexarse a la Argentina”.

CHILE: “Nacieron para mandar”
“La Argentina busca, en su expansionismo, tener una salida por el Pacífico, dicen en Chile. Aun cuando estas especulaciones no tienen consistencia, la prensa, la radio y los partidos políticos se sirven de estos argumentos para generar roces entre los dos países. En suma, los chilenos no nos quieren”.
Con este juicio desconsolado, el embajador argentino en Chile, doctor Alfredo Orgaz, fundamentaba su dimisión al cargo, que antes se había atribuido a “razones de salud”. Cuando el periodista de Panorama llegó a Santiago, el diario Córdoba acababa de hacerse eco, en un reportaje, de la renuncia del embajador. A cinco meses del incidente fronterizo de Laguna del Desierto, esas argumentaciones agudizaron la animosidad de los chilenos. “¿Los argentinos buenos vecinos? Gorilas e imperialistas, querrá decir”, fue la rápida respuesta de un funcionario interceptado en los pasillos del Palacio de la Moneda.
Los chilenos podrán reconocernos todas las cualidades del mundo, pero nunca las de la buena vecindad. La medida de esta apreciación surge, como es obvio, de los conflictos fronterizos. En Santiago, la pregunta del periodista argentino encontró indistintamente, en casi todos los barrios y en los diferentes niveles sociales, una respuesta pronta, casi sobreentendida: “¿Y todavía lo pregunta?”. El 80 por ciento de los entrevistados no ocultó su inquina; el otro veinte por ciento se mostró más comprensivo, pero sin concedernos la razón: “Los argentinos no comen ni dejan comer. ¿Para qué quieren la Patagonia si no la explotan, si los únicos que estamos dispuestos a poblarla somos los chilenos”. En las callampas, 'habitadas por el estrato más humilde, el incidente fronterizo ha dejado menos huellas. Los argentinos preocupan menos que sus propios problemas, que son muchos y que nosotros no les vamos a solucionar. Pero donde el antíargentinismo hace explosión es en el sur chileno. En Punta Arenas hay una animosidad latente, amenazante, en cada poblador. Los que han cruzado la frontera y nos conocen de cerca lo explican: “los argentinos nacieron para capataces, les gusta mandar”. Y a los chilenos no les gusta obedecer, pero lo hacen, conchabados en las minas argentinas para no morirse de hambre en su tierra.
“La Patagonia es chilena. El general San Martín fue solo una figura complementaria en las luchas de la independencia”. Desde hace mucho tiempo los niños chilenos recitan este abecedario del resentimiento. Y en la volteada entran los próceres. Como Sarmiento, cuyo busto va a dar al Río Mapocho cada vez que estalla un incidente.
El periodista Carlos Naudon dijo que “la Argentina es un gran país, pero una débil nación”, y con esa definición pretende explicar la notoria indiferencia argentina frente a las enardecidas turbamultas chilenas. Lo que para los argentinos es un síntoma de madurez, de poderío y seguridad es para los chilenos un índice de debilidad. Alejandro Magnet, autor de Nuestros vecinos justicialistas, y actual embajador en las Naciones Unidas, incansable denunciante del “imperialismo argentino”, no elude, sin embargo, un entendimiento de alto nivel a pesar de hacer notar que “nuestros vecinos no dejaron nunca de ejercer una planificada expansión territorial, y al cabo de un siglo y medio de reyertas, se ha formado una epidermis hiper-sensible en el nacionalismo chileno”.
Pero debajo de esa enfermiza debilidad chilena, subyace un espíritu refinado, una nobleza y una inteligencia que necesitan solamente el detonante para aceptar un profundo entendimiento con sus vecinos. Dirigentes políticos, funcionarios, estudiantes así lo expresaron a Panorama. Saben que el fruto de un acuerdo así será la real solución de los problemas nacionales. Por eso, a despecho de las groseras historietas que circulan en Chile, de las extraordinarias deformaciones para acomodar la-historia argentino-chilena a una óptica separatista, pueden decir para salir del callejón sin salida: "Tomemos vinito hasta tutearnos”

BOLIVIA: “Se creen dueños del mundo"
—¿Cuántos habitantes tienen ustedes?
—Unos veinte millones.. .
Los ojos del curtido minero de Catavi se abren admirativamente. Guarda silencio un momento y mirando al periodista porteño contesta algo perplejo:
—El suyo si que es un país... Nosotros hace rato que estamos con tres millones no más. El periodista se encogió de hombros. Desde su llegada, la misma admiración un poco envidiosa lo había golpeado casi como un reproche. De pronto su Argentina, su complicada, semidesarrollada y desengañada Argentina se había convertido en una potencia imperialista entre los cerros de Bolivia.
—Ustedes, los argentinos, tienen de todo, se quejan de puro vicio —comenta el padre Iriarte, director de la Radio Pio XII en la mina de Siglo XX—. Vengan a dar una vuelta por estos lados y verán lo que es miseria.
En La Paz, el periodista de Panorama almuerza con un amigo boliviano en uno de los restaurantes que bordean El Prado, la avenida principal de la ciudad. En un rincón, dos norteamericanos comen juiciosamente sus very typical “humitas”.
Se acerca el maltre con el menú y el boliviano hace el pedido:
—Tráiganos pollo con arroz y chuño, por favor.
—El chuño se acabó, así que...
Un repentino acento de Corrientes y Esmeralda hace parar la oreja al periodista. La agresividad de la voz es característica.
—Bueno, señor, pues tráigalo sin chuño, pero que esté bien picante.
—¿Y para qué lo quiere tan picante? Seguro que no lo va a poder comer.
Cuando el maltre se aleja refunfuñando “en argentino”, el paceño se vuelve algo enojado hacia el periodista. Por un momento olvida que su compañero también es porteño.
—¿Te das cuenta hermanito? Se te quieren imponer en todo, hasta en cómo hay que comer la comida boliviana.
La encuesta no resultó difícil; entre los habitantes de las zonas aristocráticas, como el Barrio Calacoto y el Barrio La Florida, solo conocen al porteño; un diez por ciento manifiesta admiración
incondicional (son tal vez los que hubieran querido nacer y vivir en Buenos Aires). El 90 por ciento restante se muestra dubitativo y confiesa que “los argentinos son prepotentes y se creen los dueños del mundo”. El sentimiento de inferioridad explica el resto. Nos miran desde abajo: para los hombres nuestras mujeres son envidiables, muy bonitas y muy bien vestidas, pero orgullosas; para las bolivianas, los porteños somos elegantes, apuestos, pero agresivos, piropeadores irrespetuosos.
Con muy pocas diferencias se mantuvo este mismo porcentaje en la encuesta realizada entre cien transeúntes de la calle Sagarnaga, en el barrio Viejo, tradicionalmente habitado por la clase media boliviana (modestos, muy modestos empleados y comerciantes). En cambio, en el barrio de El Alto, camino del Aeropuerto, poblado por indios, los porteños son casi desconocidos. Allí identifican al argentino con los indios salteños, que visten, viven, comen y mueren como los bolivianos. Y por supuesto, unánimemente, demuestran hacia ellos la misma fraternidad y sentimientos de solidaridad que hacia sus compatriotas.
El político Walter Guevara Arce —que, como corresponde a todo buen político boliviano, pasó varios años de exilio en la Argentina— recuerda con algo de lejanía su destierro, los años duros que pasó trabajando en un frigorífico de Avellaneda, en Buenos Aires.
—Sabe usted —comenta—, en Bolivia pasa una cosa curiosa. Detestamos a Chile pero nos llevamos muy bien con los chilenos. En cambio, nadie odia a la Argentina, pero los argentinos en general no caen nada simpáticos. Son ustedes gente muy cascaruda. Eso lo pude comprobar en Buenos Aires, están siempre a la defensiva. Pero una vez que se quitan la coraza son capaces de gran solidaridad humana y tienen un agudo sentido del humor.
Los bolivianos identifican al argentino con el porteño, incluso quizás con una imagen de porteño prepotente algo pasada de moda. El emigrado argentino no hace mucho para mejorar las cosas. La calma y el relativo atraso de las ciudades latinoamericanas lo irritan, y no lo oculta. Son “los yanquis de América del Sur”. En la frontera, sin embargo, las cosas cambian. Es muy difícil distinguir una chola salteña de una de Tarija. La misma ropa, la misma lengua, las mismas costumbres, resabios del enorme imperio inca que se extiende como un fantasma sobre las aduanas de Argentina, Bolivia y Perú.
—¿Buenos vecinos? ¿Y usted cree que con la poca colaboración que obtenemos de nuestra cancillería se puede ser muy buen vecino? —replica un elegante funcionario de la embajada argentina.
—Cada vez que les pedimos algo tardan un siglo en decidirse, y después mandan la décima parte de lo que les solicitamos. La escuela República Argentina, en Santa Cruz, tuvo que ser prácticamente reconstruida por los residentes argentinos, porque ni esperar que de Buenos Aires nos mandaran fondos. Aquí mismo, en La Paz, tiene usted la escuela General San Martín, que entre paréntesis está bastante derruida. Cada vez que llevamos cualquier cosa, guardapolvos, lápices, cuadernos, la directora casi llora de agradecimiento. Yo no sé cómo esa gente en Buenos Aires no comprende la inversión de amistad a largo plazo que significan esos guardapolvos y esos cuadernos. Pero nada. Tenemos que dar gracias si nos mandan banderas para el edificio de la embajada.. .
A pesar de la indignación del diplomático, el gobierno de Buenos Aires sabe tener de vez en cuando un gesto simpático, como el de enviar, el año pasado, un agregado naval a un país condenado por su mediterraneidad. La medida, implícitamente, dio ánimos a la esperanza de los bolivianos de ser reconocidos alguna vez como país marítimo. En otra oportunidad, la embajada hizo enviar 140.000 vacunas antivariólicas y antiaftosas. No salió una sola línea en los diarios, pero quizás ese mismo silencio haya sido la mejor propaganda.
“Con la Argentina nos une la tradición, el sentimiento, la solidaridad. La Argentina, que es un país más desarrollado, puede seguir contribuyendo a nuestro desarrollo. Particularmente quisiéramos que nuestros compatriotas en su país, me refiero a los braceros del norte argentino, puedan mejorar sus relaciones laborales con los patrones”.
La cortesía del ex presidente Barrientos oculta apenas uno de les puntos más candentes de las relaciones argentino-bolivianas. Muchos bolivianos llegan para conseguir trabajo en los ingenios durante la época de zafra. El trato laboral, que es duro para los obreros argentinos, se hace agobiador para los bolivianos, muchos de ellos analfabetos y sin documentos, a quienes se les descuentan aportes “jubilatorios” que no aprovecharán jamás.
Bolivia y la Argentina ya tuvieron un destino común durante la Colonia. Nuestras luchas de entonces nos separaron demasiado. A pesar de que hay un nuevo concepto de integración, todavía no hemos llegado a amarrar suficientes lazos.
El presidente Ovando, ferviente partidario de la integración regional, da la pauta de un futuro de buena vecindad más positivo: “La unidad histórica y política que en su momento constituía el Virreinato del Río de la Plata puede adquirir vigencia para común beneficio de todo el cono sur”.
En la seca soledad del altiplano, en las viejas ciudades donde nació la primera rebeldía contra la dominación española, la Argentina tiene una batalla que librar: una batalla de amistad.

paraguayPARAGUAY: Imperialistas y prepotentes
—¿Qué piensa de los argentinos? ¿Somos buenos o malos?
—Ah, no sé, señor. No sé. No sé nada de esas cosas.
En el viaje desde el Aeropuerto Presidente Stroessner hasta el hotel de Asunción, el intento de Panorama por desentrañar la opinión del taxista resultó completamente estéril. Tal vez en este caso, como en otros, el silencio tenga una explicación. Muchos de los taxistas son policías, funcionarios del régimen, gente comprometida, desconfiada, replegada sobre sí misma. La desconfianza de los paraguayos no es nueva; data de 500 años atrás. Codiciado por sus riquezas, fue invadido cien veces y otras cien; por su ubicación geográfica, fue obligado a entrar en el libre juego de los intereses del Brasil, Bolivia y la Argentina. Durante mucho tiempo, los paraguayos anidaron ese resentimiento que hoy saben expresar verbal y físicamente.
Basta ver las caras con que nos reciben los paraguayos al desembarcar en el aeropuerto de Asunción para saber lo que piensan de nosotros. Para todos, sin discriminación, desde funcionarios a profesionales, desde estudiantes a ministros, desde obreros a lustrabotas, somos indefectiblemente malos vecinos. ¿Por qué? ¿En qué se fundan? La encuesta realizada en distintos niveles sociales permitió detectar dos factores primordiales en el resentimiento de los paraguayos: el resabio de la Guerra de la Triple Alianza y la convicción de que somos un país imperialista. El mote de “curepí” (carne de chancho) que nos endilgan a los argentinos, proviene precisamente de las trincheras de la Guerra de la Triple Alianza, cuando nuestro ejército, el de Brasil y el del Uruguay invadieron y arrasaron al Paraguay. De 1.300.000 habitantes solo quedaron, al finalizar la contienda, unos 300 mil. Cuando los cañones y los fusiles terminaron por callar, Brasil había afianzado su predominio político y la Argentina su poderío económico, extendiendo latifundios y yerbatales hasta el corazón del Chaco Boreal. Hay otros argumentos más: “Nosotros queremos contar con la Argentina para el desarrollo del Paraguay. Bastará que entiendan de una vez por todas que el Paraguay ha entrado en la etapa del desarrollo industrial, que ya hemos dejado de ser los parientes pobres”, aseguró a Panorama Ezequiel González Alsina, ministro de Agricultura. Esta queja tiene resonancia en cualquier calle de Asunción, en toda mesa de café, en el despacho de cualquier político, en la biblioteca de la Universidad. Desesperadamente, los paraguayos quieren dejar de jugar el papel del pariente pobre.
“Siempre nos trataron como muertos de hambre. Que lo digan nuestros exiliados —afirman—, que desde 1947 tuvieron que recurrir a los argentinos para que les dieran un puestito, un magro futuro, algo para poder comer y seguir tirando”. Dieciocho años después, algunos de los 400.000 paraguayos residentes en la Argentina emprenden el regreso. Ya no se ven con frecuencia las largas caravanas de paraguayos que, todos los años, en época de cosechas, cruzaban la frontera de su patria rumbo al Chaco argentino, a Misiones o a Corrientes. No les conviene emprender esa larga travesía: en su propio país hay, cada día, más demanda de trabajo.
El resentimiento paraguayo pareció disminuir con la Guerra del Chaco —contra Bolivia—, entre 1932 y 1935. Desde la frontera, la Argentina colaboró con armas, combustibles y alimentos, y desde adentro, algunos altos oficiales argentinos y voluntarios de la Legión General San Martín cubrieron de heroísmo los campos de batalla. Pero en 1966, como siempre, los paraguayos, perdidos en el interior del continente, necesitan romper su posición mediterránea. “Los argentinos no nos dejan”, es la opinión unánime. Entonces surge el aislamiento y el resentimiento paraguayos. Así, un médico, David Fuentes, confió a Panorama: “Ustedes, los argentinos, se creen muy modernos, pretenden vivir ya en pleno siglo xxi, pero no pueden combatir la delincuencia ni los golpes de Estado. Los paraguayos, en cambio, preferimos vivir en el siglo xix. Elegimos la siesta provinciana. Mientras la Argentina se destroza en el caos económico y social, nosotros vivimos en paz y nadie nos va a sacar de quicio”.
Para los paraguayos, la libre navegabilidad de los ríos Paraguay y Paraná es cuestión de vida o muerte. Por eso nunca estuvieron más cordiales las relaciones como en febrero de 1964, cuando se suscribió el Acta de Buenos Aires, que concretaba la vieja aspiración paraguaya de navegar sin control por las aguas del Paraná. Por eso, también, las relaciones llegaron a un punto de tensión tan vio
lento el 22 de julio de 1965, cuando el canciller argentino, después de intercambiar vanos reproches con su colega paraguayo, suspendía las garantías otorgadas al país vecino. Los gritos de “Argentina imperialista” recrudecieron con la misma violencia que la lluvia de naranjazos que recibió el seleccionado argentino de fútbol a mediados del año pasado, en el estadio de Asunción. El ministro de Relaciones Exteriores, doctor Raúl Sapena Pastor, explicó a Panorama: “El Acta de Buenos Aires pasó a la historia. Si un gobierno puede, por voluntad unilateral, romper con un acuerdo, ese instrumento legal no sirve”.
La negativa paraguaya a que inspectores argentinos oficiaran de “baqueanos” en los buques de su país, dio un vuelco hacia un total desentendimiento. “Nuestra producción —denunció a Panorama Edgar Ynsfran, ministro de Interior— necesita recorrer 1.700 kilómetros de ríos de poco calado antes de llegar al mar, por eso estamos en desventaja con respecto a la Argentina”. Esa desventaja decidió al Paraguay —en los últimos cinco años— a abrir deliberadamente sus fronteras a los cuatro vientos, y a permitir el contrabando.
Los duros encontronazos no impidieron que, hace algunas semanas, se firmaran los acuerdos argentino-paraguayos para el aprovechamiento conjunto de los Saltos de Apipé, mediante obras en las que se invertirán 757 millones de dólares.
Este entendimiento, a nivel oficial, es el recurso que nos resta a los argentinos para convertirnos en “buenos vecinos”. Acabaría para siempre, si se logra, con los vaivenes de una imagen que oscila entre el odio, el rencor y un perdón fulminante, condicionado, eso sí, a que accedamos a ciertas demandas que, como la de libre navegabilidad del Paraná y el Paraguay, solo pueden concederse bajo un control riguroso que proteja nuestra soberanía. La aceptación, por ejemplo, de un contrabando con visos de legalidad, no puede ser el precio de una amistad que los argentinos no negamos.

UN SOLO DESTINO
Ricos, mandones, engreídos, imperialistas, prepotentes : eso somos, en general, para nuestros vecinos, dejando de lado a Brasil, desde donde nos miran en cierto plano de igualdad. Para el argentino medio, que sufre las vicisitudes del subdesarrollo, que se mira en espejos europeos o norteamericanos, el resultado de la encuesta no puede ser más sorprendente. Tal vez porque adoptemos cierto aire de superioridad ante nuestros “hermanos menores”, tal vez por el recuerdo que guardan en esos países del argentino de otras épocas, o quizá por las deficiencias de nuestro servicio diplomático, lo cierto es que no nos ven con buenos ojos; se consideran ofendidos, como los chilenos; o nos envidian secretamente, como los uruguayos; o no quieren saber nada de nosotros, . como los paraguayos; o critican nuestras actitudes, como los bolivianos; o, simplemente, se escudan en la indiferencia, como los brasileños. Las declaraciones de los políticos, las reuniones de cancilleres, las conferencias ' parlamentarias, la Organización de Estados Americanos, la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, todo es muy necesario, pero no basta para dirimir un conflicto que hunde sus raíces en la historia, que se agrava por el recuerdo de guerras injustas, de enfrentamientos incomprensibles, de absurdas pretensiones de predominio. Un recuerdo que persiste alimentado por la incomunicación del presente, por la incomprensión de una realidad histórica ineludible: la unidad de los pueblos de América latina, que si hoy no puede responder ya a la idea de la Unión Iberoamericana que soñó Bolívar, no por eso ha perdido su vigencia, sus posibilidades de realización, a través de una auténtica integración económica, en que la Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay, así como el resto de los países latinoamericanos, lleguen a la unión definitiva de sus destinos, que nunca debieron marchar separados.
Revista Panorama
04/1966
 



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