Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


Argentina en el cosmos

La Argentina en el cosmos
¿QUE ALTURA TIENE NUESTRA SOBERANIA?
Los hombres que exploran el espacio son los pioneros de una colonización que ya crea problemas de propiedad sobre otros mundos

Desde que el hombre puso los pies sobre la tierra, la palabra mágica ha sido "propiedad". El 3 de febrero pasado, la nave espacial soviética Lunik IX se posó suavemente sobre el suelo lunar. Aunque esto no significa que el hombre haya puesto, por ahora, sus pies sobre el pálido satélite, la hazaña equivale, para emplear la ocurrente expresión de un técnico soviético, a haber "arrojado un zapato sobre la Luna". Y la palabra mágica no presenta trazas de haber cambiado ni de estar por cambiar.
Este "zapato" electrónico, cuya marca de fábrica es la hoz y el martillo, ha hecho que, en los medios científicos y técnicos de las grandes potencias renaciera, como verdadera obsesión, una antigua pregunta: ¿Cuáles son los presuntos derechos de propiedad que pueden surgir de una realización semejante? La URSS anunció después que no pensaba entablar reclamo alguno como consecuencia del alunizaje. Y renació la calma. Pero aún cabe un interrogante: ¿Podría haberlo hecho? ¿Fue la actitud soviética una legítima renuncia o una maniobra del que se siente seguro y aprovecha la coyuntura para aumentar su prestigio? A esta altura de los acontecimientos, ninguna legislación permite responder fehacientemente a estas conjeturas.
No bien los EEUU anunciaron, a fines de 1955, sus primeros planes espaciales, varias compañías pusieron en venta lotes en la Luna. Y los vendieron por millares. Quienes pretendieron revalidar sus títulos ante la oficina de tierras del gobierno norteamericano, recibieron, en respuesta, una circular. En ella se les comunicaba que tal cosa no era posible, porque los EEUU no habían hecho reclamación alguna de propiedad sobre territorios ubicados fuera de la tierra... "por el momento’'.
¿Llegará alguna vez ese momento ? ¿Qué sucederá cuando sean naves tripuladas las que lleguen a los cuerpos celestes? El descubrimiento, la exploración y la colonización han sido invocados, en todas las épocas, como títulos suficientes para fundamentar el derecho de propiedad sobre las tierras. ¿Se extenderá esta doctrina a lo que se realice fuera de nuestro planeta?
Las grandes potencias se muestran reticentes a aclarar formalmente el punto. Cualquier convenio sobre el particular podría limitar sus actividades o incidir sobre sus intereses futuros en lo que por ahora es el escenario exclusivo de sus avances. Para los países que, como el nuestro, se encuentran en una etapa primaria del desarrollo de la tecnología espacial, las perspectivas no son nada halagüeñas. O emplean los conceptos jurídicos para provocar un vuelco a su favor, o tendrán que conformarse con los despojos que no interesen a los grandes, una vez repartida entre estos la parte del león.

Lo que cuesta, ¿vale?
El pasaje del primer norteamericano que llegue a la Luna costará 40.000 millones de dólares; es decir, unos 8 billones de pesos. Los minerales y otras riquezas que pudieran encontrarse en otros mundos, por muy valiosos que fueran, tendrán que esperar muchos años antes de que su extracción y transporte a la tierra tenga algún significado económico. Y ningún Objetivo científico, aún más inmediato que la conquista del espacio —la lucha contra el cáncer, por ejemplo— hubiera despertado una inquietud capaz de provocar inversiones siquiera remotamente semejantes. Esta reflexión hizo que, en los pasillos de la ONU, un diplomático africano dijera, con humor no desprovisto de sarcasmo: “Naturalmente, es más importante para ellos llegar a la Luna que fundar hospitales; después de todo, no harán más que llevar a la práctica, algo tardíamente, lo que nuestros hechiceros imaginaron hace miles de años”.
Empeñados en imponer al mundo sus respectivos sistemas de vida, los colosos han hecho del progreso tecnológico un objetivo político. Con sólo un cambio de carga, el cohete, se transforma de pacífico portador de instrumentos en armas poco menos que infalibles e imposibles de interceptar. La guerra fría lo convirtió en símbolo del poderío de las naciones. Esta situación es un hecho consumado y el desarrollo de la tecnología espacial propia constituye un atributo indiscutible de prestigio internacional y, por lo tanto, un fin deseable para cualquier país.
La URSS y EEUU encabezan, pues, una carrera en la que intervienen muchos otros participantes. En noviembre de 1965, Francia fue el tercer país que logró poner en órbita un satélite con un cohete propio; También Inglaterra, Canadá e Italia poseen satélites, pero éstos fueron llevados al espacio por cohetes norteamericanos. Todos estos países, además de Suiza, Suecia, Israel, Australia, la República Árabe Unida y el Japón han desarrollado cohetes meteorológicos y militares de reconocida eficiencia. China, que desde algún tiempo atrás posee armas atómicas, constituye, como siempre, una incógnita, pero nadie duda que debe estar adelantada en la construcción y puesta a punto de vehículos capaces de transportar tales armas. En América latina, sólo el Brasil y la Argentina poseen cohetes de diseño y construcción propios. Nuestro país aventaja en la materia a su gran vecino.

La Argentina exporta cohetes
Así como muchos artistas argentinos obtuvieron el éxito en el extranjero antes que entre nosotros, también nuestras realizaciones en el campo científico y técnico corren una suerte parecida. Tras haber merecido viva atención por parte de los centros experimentales de Francia, Inglaterra, Alemania y los EEUU, recién comienza a ser conocida entre nosotros, en toda su extraordinaria significación, una palabra: Chamical. En Chamical, provincia de La Rioja, opera el CELPA, Centro Experimental de Proyectiles Autopropulsados de la Secretaría de Aeronáutica. Desde la base riojana, y en los intervalos entre disparos de cohetes extranjeros —que se llevan las palmas de la información— el CELPA ha lanzado al espacio más de un centenar de cohetes argentinos, proyectados y construidos casi todos ellos por el IIAE, Instituto de Investigación Aeronáutica y Espacial, dependiente de la Dirección Nacional de Fabricaciones e Investigaciones Aeronáuticas (DINFIA), con sede en Córdoba.
El Orion, la más reciente realización del Instituto, será probado próximamente en bases extranjeras, lo que lo proveerá de certificados internacionales de eficiencia. El objeto de este trámite es inusitado: interesar en él a otros países latinoamericanos y fabricarlo para la exportación. La sorprendente posibilidad, que va a ser, sin duda, concretada por el Orion —cohete meteorológico capaz de elevar su carga de instrumentos a 80 km. de altura—, da la medida del espectacular progreso alcanzado, sin alharacas, por un equipo de especialistas en una materia cotizadísima que, cuando salieron del país, solo lo hicieron para aprender más y, a la vuelta, aplicar los conocimientos adquiridos en bien de la Nación.
La Argentina lleva 19 años en la carrera espacial. El primer equipo de técnicos de la especialidad fue formado en 1947 y trabajó en el desarrollo de motores de combustible líquido, que nunca serían aplicados a un vehículo. En 1952, el IAME, antecesor de DINFIA, volcó todos sus esfuerzos sobre la producción automotriz y abandonó los proyectos coheteriles.
Recién en 1960 se volvería a la tarea concreta, esta vez, sobre el diseño integral de cohetes de combustible sólido. Y, tan solo un año después, el 2 de febrero de 1961, Pampa de Achala fue escenario del lanzamiento de Alfa Centauro, el
primer cohete enteramente argentino. De él se llegó al Orion, a través de una serie de modelos —el Beta Centauro y los Gamma Centauro I y II— que, en escala siempre ascendente, hicieron la historia de nuestra cohetería.
Paralelamente, otro organismo militar, el CITEFA —Centro de Investigaciones Técnicas y Científicas de las Fuerzas Armadas— y varias organizaciones civiles, entre ellas las universidades, desarrollan sus propios planes de realización.
Urgidos por el tiempo, arrostrando con amplia visión no solo los problemas técnicos, sino también los financieros y sobreponiéndose al escepticismo que induce en muchos de nosotros la agobiante diferencia que nos separa de quienes encabezan la carrera espacial, nuestros especialistas acumulan silenciosamente la experiencia y forman los medios humanos que han de ahorrarnos muchos años de pruebas cuando el país disponga de los medios económicos que implicaría un trabajo en gran escala. Su próximo paso, el Canopus, ya casi listo para el lanzamiento, sondará el espacio hasta los 100 km. de altura.
“Ayúdate y te ayudaré” como guiados por la sentencia bíblica, exportan para ampliar sus medios y esperan que el desarrollo de una conciencia astronáutica nacional les brinde la oportunidad de colocar a nuestro país en un plano acorde con su verdadera capacidad.

Legisladores para el espacio
Por una de esas paradojas que habría que anotar en la cuenta de un probable “humorismo de la historia”, los países que ocupan la segunda línea de la tecnología llevan la delantera en... jurisprudencia espacial.
En este campo, la Argentina se encuentra en lugar de privilegio. La tesis doctoral del doctor Armando Cocea sobre el derecho interplanetario, presentada ante la Universidad de Buenos Aires en 1953, es una de las primeras que encaró el tema. En 1957, Radio Nacional difundió el primer ciclo orgánico de conferencias sobre la materia y los especialistas argentinos iniciaron la enseñanza de esta variedad del derecho en los países de América latina y en España. Por todo ello, le han sido conferidos, internacionalmente, los títulos de Pionera, Decana y Misionera del derecho espacial.
El país dispone de doctrinas propias para cada uno de los problemas fundamentales surgidos de los sucesivos logros de la tecnología. Apoya con ello su tesis global —opuesta a la de las grandes potencias— que sostiene que no se debe esperar el avance de la conquista del cosmos para legislar sobre él, sino buscar leyes adecuadas para reglamentar cada etapa del desarrollo, a medida que éste tiene lugar. La teoría argentina inaugura el concepto de Humanidad como persona jurídica; de él se desprende que los cosmonautas son “enviados de la humanidad” y que las riquezas obtenidas de la explotación del espacio deben ser compartidas por todas las naciones, una vez compensado el esfuerzo de quien hubiera logrado su extracción.

La altura de la soberanía
Satélites y cohetes sobrevuelan constantemente todos los países del mundo. Surcan, también, el espacio argentino. ¿Constituye eso una violación de las soberanías nacionales ?
“Este código regirá la aeronáutica civil en el territorio de la República Argentina y el espacio que lo cubre, circunscripto por líneas verticales en su perímetro”, reza el artículo primero de nuestro Código Aeronáutico. Pero no existe ley o convenio internacional que fije los límites entre la atmósfera y el espacio exterior. Las conclusiones técnicas sobre el particular son dispares: se asigna a la atmósfera alturas que van desde los 40 hasta los 30.000 km. Para sorpresa del resto de los participantes y del mundo en general, los EE UU y la URSS se pusieron de acuerdo alguna vez en que los vuelos deben alcanzar una altura mínima de 62 millas para ser considerados espaciales. No estamos desacuerdo: en nuestro país se sostiene que el límite debe ser fijado por un convenio internacional y que su altura no debe ser inferior a los 112 km. El problema sigue sin solución.
De nada serviría crear una legislación espacial sin la constitución paralela de un organismo capaz de hacer cumplir tales
leyes. La Asamblea General de las Naciones Unidas creó, a fines de 1958, el Comité para el uso pacífico del Espacio Exterior, del cual forma parte la Argentina. Desde su formación, la guerra fría proyectó su sombra sobre el Comité, obstaculizando sus actividades hasta límites increíbles. El régimen de aprobación por unanimidad hace que sea imposible, para los 26 miembros restantes, recomendar a la Asamblea General nada que no sea del agrado de las grandes potencias. Se avanza, sin embargo, por el camino de conciliar los intereses mínimos de todos. Así se llegó a la Declaración 1962, del 13 de diciembre de 1963, que establece principios fundamentales, entre los que merecen destacarse la obligatoriedad de utilizar el espacio en beneficio de la humanidad, el acceso en plano de igualdad a la exploración por todas las naciones interesadas y la no sujeción de los cuerpos celestes a la apropiación por las naciones.
Aunque no se trata de un acuerdo formal, los dos grandes centros del poder mundial se ajustan estrictamente al cumplimiento de las recomendaciones contenidas en la Declaración. De hecho, si no de derecho, el espacio es, como la Antártida, una zona desnuclearizada, y los cuerpos celestes participan de un régimen similar al de las aguas internacionales, abiertas a la explotación por cualquier interesado, libres de toda reclamación de soberanía.
La ONU complementa su acción a través de sus organizaciones colaterales. Por medio de ellas, además de estimular y proteger mediante convenios las actividades de entidades científicas no gubernamentales, interviene directamente en tareas tan importantes como la coordinación de los lanzamientos espaciales con los vuelos de aeronaves comerciales, el control de la salud y la contaminación en el espacio y el desarrollo de sistemas de navegación por medio de satélites.

La fuerza no hace la ley
La declaración soviética de que “un espía es un espía, se halle a la altura a que se hallare” —aludiendo a los satélites de observación— da la pauta de las dificultades conque se tropieza en la resolución de problemas como el de la determinación de los límites del “espacio libre” y el control y la inspección por organismos internacionales. Este último ítem, ligado íntimamente al del desarme (no debe emplearse el espacio exterior con fines militares), se mantiene, pese a ello, en estudio por parte de un comité especial; y hay fundadas esperanzas de, tarde o temprano, llegar a un entendimiento.
En su disertación por radio y TV del 2 de febrero de 1965, el canciller Zavala Ortiz expresó claramente sus temores de que las grandes potencias, apoyadas en la superioridad tecnológica y económica, arrastren “a los otros países hacia un reconocimiento jurídico que puede ser peligroso para el futuro de los derechos que hacen a la efectividad de la soberanía”. Señaló, además, la necesidad de “unirnos a los demás países, en especial a los de Latinoamérica”, para que en los organismos internacionales “se concrete y fije el alcance del principio de igualdad de los estados...”
En síntesis: para Zavala Ortiz, la buena voluntad puede ser un punto de partida, pero sólo una legislación apropiada sería capaz de garantizar la proscripción definitiva del concepto de que “la fuerza hace la ley”, esta vez en el espacio.
El inmenso cúmulo de dificultades en el plano militar y político parece tener su centro de bonanza en los éxitos obtenidos por las entidades no gubernamentales. El IGY (Organización del Año Geofísico Internacional), que operó entre 1950 y 1956, y su sucesor, el COSPAR (Comité de Investigaciones del Espacio), han organizado y llevado a cabo vastísimos planes de investigación en los que tomaron parte, sin interferencias extrañas a la ciencia, 66 países de todas las tendencias, entre ellos, el nuestro.
¿Será la reunificación de la ciencia el primer paso para la reunificación del mundo? Enfrentado con la inmensidad, el hombre puede llegar a asumir la verdadera dimensión de su presencia en el espacio y la mezquindad de sus “rencillas de entrecasa”.
En tal caso, la inquietud científica habría hecho de la conquista del cosmos, a la par que un triunfo de la inteligencia, una victoria moral de la humanidad.
Oscar Muslera
Revista Panorama
04/1966
 



Argentina en el cosmos




ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba