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BECADOS De las Malvinas con nostalgia El lunes de la semana pasada, la niña Kim Robertson, de 13 años, tuvo una crisis nerviosa. Por primera vez en su vida conocía una ciudad de la magnitud de Buenos Aires y también, por primera vez, la prensa oral y escrita se ocupaba de ella. Kim y su hermano James —un año menor— llegaron de las islas Malvinas el 16 de marzo en un contingente de seis niños becados por el gobierno argentino. El operativo, destinado a que jóvenes malvinenses cursen los ciclos primarios y secundarios en colegios británicos de Buenos Aires, reviste un franco carácter de asimilación nacional, ejercido sobre una población escasa (no más de 2 mil habitantes), cuyos recursos económicos declinan día a día. Por ahora, tanto Kim como James ignoran las verdaderas razones de su privilegio y apenas si comprenden la necesidad de que su arribo a la Argentina sea difundido. "No es fácil que los chicos entiendan de litigios internacionales provocados por su tierra natal —previno el martes pasado el rector del colegio Santa Hilda, reverendo Norman Bisset, en Hurlingham—; por otra parte, ayer vinieron aquí dos reporteros radiales y acosaron a Kim con preguntas un poco absurdas. Le preguntaron qué haría con su futuro, qué pensaba de Buenos Aires y cómo encararía sus nuevas relaciones colegiales. Para colmo —agregó Bisset— los periodistas parecían dos hippies y esto impresionó bastante a la niña. Kim jamás vio melenudos en las Malvinas, a excepción hecha de los que pudo haber visto en las pocas revistas que llegan a las islas." DISCIPLINA Y NOSTALGIA. Apenas salida de su infancia, Kim Robertson tiene el aspecto de una adolescente melancólica y taciturna. En lugar de ideas sobre su futuro, ofrece su pasado: días de viento en la estancia paterna, unas cuantas hectáreas en la Malvina Occidental dedicadas a la cría de ovejas y a los productos de granja; escasos juegos con muñecas y rápido aprendizaje de cocina. En las Malvinas, las niñas pasan a ser mujeres con demasiada rapidez, al menos en lo que concierne a las obligaciones. Sin el menor conocimiento del castellano ("Nadie lo habla en las Falkland”'), Kim sueña ahora con aprender muy pronto el idioma extraño que todo el mundo usa más allá de los muros del colegio. A lo largo del año lectivo, ella y su hermano residirán los fines de semana en el hogar de los Young, una familia de Hurlingham a cargo de la tutoría de los jovencitos, según acuerdo con los padres de¡ éstos. Pero de lunes a viernes el colegio será la verdadera casa y allí asistirán a las clases bilingües que conforman los regímenes educacionales tanto del San Jorge, en Quilmes —donde reside James—, como del Santa Hilda. Hasta la semana pasada, por lo menos, Kim y James eran dos extraños en sus respectivos y bullangueros mundos escolares; entre camaradas de colegio, la deferencia o la cortesía invalidan la espontánea confianza que sólo se nutre de empujones y tironeos en juegos comunes. James Robertson tiene toda la traza de un muchachito dubitativo, cauto y disciplinado. Habituado a los espacios solitarios, a la pesca dominguera del mullet (un pez que describe como muy sabroso, de lomo blanco y bastante requerido por los malvinenses), podrían contar a sus nuevos amigos montones de historias que ellos desconocen, pero es parco y prefiere observar todo en silencio. El martes último, en el salón de lectura del colegio San Jorge, destrabó apenas su hermetismo ante Panorama para referir que desea ser lo que es hoy su padre: "Un farmer: criar ovejas y cuidar a los perros. Me gusta ir de caza en busca de cercetas y patos de vapor, unos pájaros que vuelan rápido y derecho". Más cerca de Adiós Mr. Chips que de If, los rubios estudiantes del San Jorge acatan sin aparentes cuestionamientos las reglas estrictas del colegio. La mayor parte de ellos pertenecen a las clases adineradas de Argentina, Chile, Bolivia o Venezuela, y un 90 por ciento responde a apellidos británicos. Sus padres pagan, por los dos períodos en que se divide el año lectivo, un millón 300 mil pesos viejos. Con aproximadamente 190 alumnos, cien de ellos pupilos, las autoridades del establecimiento siguen importando equipos de profesores extranjeros para cubrir materias específicamente inglesas —gramática, literatura, historia—, o bien rubros destinados al ejercicio físico. La apertura al staff nacional de docentes se encuentra limitada por exigencias a veces insalvables: uno de los puntos del estatuto interno del San Jorge, por ejemplo, establece que algunos profesores deben residir en el colegio. Aparte de un tipo de enseñanza secundaria al nivel de los institutos argentinos pero con marcada insistencia en la cultura británica, el famoso colegio de Quilmes ofrece dos piletas de natación y extensos campos de deporte cuidados al detalle. ACERCAMIENTO. Junto con los hermanos Robertson vinieron a estudiar en Buenos Aires los niños Dorkas Reidde (8), Sandra Booth (12), Nancy Stevenson (10) y Alice Cheeswell (7), malvinenses como ellos y distribuidos desde hace dos semanas entre distintos establecimientos ingleses de la capital. En el caso de los cuatro niños en edad escolar primaria, las becas otorgadas a través del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, son puras, es decir que la totalidad de sus erogaciones corren por cuenta exclusiva del Estado. Para los hermanos Robertson, sin embargo, la situación admite algunas diferencias, ya que el padre de los niños extendió una solicitud al gobierno argentino pidiendo les fueran acordadas dos becas para seguir estudios en los colegios señalados. La semana pasada, el reverendo Bisset, principal de Santa Hilda, estaba tratando de completar los términos de la concesión con la Cancillería: “No sabemos todavía —comentó— si los gastos correrán por partes iguales entre el señor Robertson y el gobierno, pero de todos modos, la beca ha empezado a funcionar desde el 5 de marzo, fecha en que comenzaron nuestras clases”. Los Robertson de las Malvinas gozan, indiscutiblemente, de una situación económica holgada; en medio de una vida aldeana, los gastos son escasos y las ganancias sobran: "Papá —contó James— tiene en su campo esquiladoras eléctricas para extraer la lana a las ovejas; esas tijeras no lastiman la piel como las otras”. James omitió agregar que no todos los farmers malvinenses poseen implementos de trabajo modernos. Es probable que ahora, inmerso en su nueva vida continental, también olvide aquellas delicias: "Le costará trabajo —dicen sus compañeros—, tiene nostalgias”. James los miraba en silencio. R. R. Revista Panorama 28.03.1972 |
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