Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Casa de Moneda
Casa de Moneda. Portentosa fábrica de best-sellers
¡Cuidado con las imitaciones
Modernas técnicas de impresión y artesanos virtuosos (en todo el sentido de la palabra) rodean de extremas seguridades al proceso de fabricación del dinero. Sin embargo, hay pruebas de que todos los recaudos son pocos para desilusionar a otros idóneos igualmente habilidosos, empecinados en hacer desleal competencia a la Casa de Moneda de la Nación. Cómo funciona la Casa proveedora oficial de status, “culpable” de tanta ambición materialista y del desarrollo inflacionario que sufre el país

Admite doce denominaciones distintas: desde las antiguas vento y patacón hasta las más modernas tela o guita, en competencia con mango, de vigencia intemporal, o morlaco, casi un náufrago de la mitología tanguera. No se olvida el cariñoso mote de chirola, la inversión sope y dos inspiradas formas xeneises: biyuya y menega. Quizás por lo efímero de su existencia se lo llama también mosca y menos elusivamente plata, una evocación de los tiempos en que el calumniado peso argentino valía lo que pesaba.
Por rara coincidencia, doce son también las máquinas que dan vida —a lo largo de catorce horas diarias— a este multinominado protagonista de la economía, de los éxitos y desvelos de 22 millones de argentinos. Son las “maquinitas”, a las que los economistas de café responsabilizan de la inflación y sus consecuencias. Las “maquinitas” son en realidad imponentes rotativas calcográficas, cuyo simultáneo funcionamiento hace trepidar los 40.913 metros cuadrados que ocupa la Casa de Moneda de la Nación, en las proximidades de Puerto Nuevo, en Buenos Aires. A esa fabulosa fábrica de riqueza llegó SIETE DIAS para seguir el proceso por el cual vastas resmas de papel adquirido a las firmas europeas Portáis y Arjomarie se trasforman en alucinantes cantidades de billetes de los seis valores que actualmente existen en la moneda argentina; para constatar los prolijos mecanismos de seguridad que hacen virtualmente imposible sucumbir a la tentación de arrearse con algunos ejemplares tan nuevos y al alcance de la mano, y para asombrarse, en fin, ante la mecanizada indiferencia con que los 1.200 empleados de la Casa deambulan, entre las pavorosas pilas de millones, crocantes y virginales.

INFORME SOBRE PESOS
“La misión de la Casa de Moneda es vender seguridad”, enunció el general (R. E.) Raúl L. Estol, director de la entidad. “Las garantías son mucho mayores haciendo el dinero en casa que comprándolo afuera”, dijo a SIETE DIAS la semana pasada.
Son escasas las empresas que, en todo el mundo, se dedican al floreciente ramo: la más conocida es la inglesa Tomás de la Rué, que produce el papel moneda de una decena de países de Europa y Latinoamérica.
Seguridad aparte, es bastante verosímil que resulte más barato comprar el dinero afuera que instalar la compleja infraestructura que su fabricación requiere. SIETE DIAS trató de averiguar cuánto les costaba a los argentinos fabricar su propio dinero, pero fue en vano. Sin embargo, no es desatinado conjeturar que el costo de fabricación de los billetes de uno y cinco pesos (que junto con los de diez dejaron de circular el 31 de enero de 1965) superaría a su valor intrínseco.
Argentina fue también cliente de Tomás de la Rué, quien boceto los billetes de 10.000 e imprimió sus primeras emisiones, aparecidas el 18 de diciembre de 1961. “Estéticamente, es el billete más feo que tenemos”, criticó Estol. Los hechos parecen darle la razón: son los menos propensos a engrosar los bolsillos de los argentinos, muy poco conmovidos por la abigarrada reproducción de "El Abrazo de Maipú”, el cuadro de Pedro Subercaseaux que ilustra su reverso. Las reproducciones pictóricas de eventos patrios ha tentado siempre a los diagramadores monetarios: “El Paso de los Andes”, de Gustavo Ballerini, se alojó en el reverso de los billetes de cincuenta pesos; la “Segunda Fundación de Buenos Aires”, de Moreno Carbonero, en los de cien; la “Fragata Presidente Sarmiento”, cuadro de Hugo Lebán, sirvió para bautizar a los de mil, antes de que la avasallante lunfardía de luca suprimiera todo otro circunloquio. Sólo tres edificios de Buenos Aires reunieron méritos suficientes para ocupar las espaldas de los billetes argentinos: el Congreso Nacional, en el de cinco mil; el Banco Central, en la vieja emisión de los de quinientos, y la Casa Grand Bourg en la nueva, emitida el 25 de noviembre de 1964. Este billete, benjamín de las ediciones de la Casa de Moneda, enorgullece a su personal: está considerado —artísticamente y técnicamente— como una de las mejores realizaciones del organismo.
Los artistas se quejan del poco margen creativo que dejan las rígidas concepciones del Banco Central en lo que a diagramación de nuevos billetes respecta: “Son muy remisos en abandonar el esquema de los dos óvalos simétricos que enmarcan a San Martín y Belgrano”, se confió uno de ellos. SIETE DIAS pudo contemplar un hermoso proyecto de billete de diez pesos, ilustrado en su centro con la bella alegoría de un sembrador. A pesar de haber obtenido un premio en una muestra internacional, fue impugnado por el Banco Central. Razones: carecía de los óvalos simétricos y, además, “se parecía a un dólar”.

ANTOLOGIA APOCRIFA
El formato y la diagramación de los billetes no es obra exclusiva de los artistas de la Casa de Moneda: colabora también —indirecta pero activamente— la eximia calidad artesanal de los falsificadores argentinos. El 2 de noviembre de 1953 un grupo de técnicos del Banco Central se asombró ante la pantalla de proyección: un billete de 500, ampliado su tamaño unas dos mil veces, reveló su falsedad por un único e insólito detalle: cierto rasgo ornamental de la letra Q estaba ejecutado más correctamente que en los legítimos. Ese año, los falsificadores aumentaron el circulante con 700.000 pesos apócrifos. En adelante, nuevas remesas falsas volvieron a inundar el mercado y el Banco Central no tuvo más remedio que modificar el billete.
Un ex director de la Casa de la Moneda señaló a SIETE DIAS que la falsificación de dinero acarrea disgustos bastante serios: “Lanzar una buena emisión exige dos años de trabajo y una inversión de 80 millones de pesos”, evaluó.
Sin embargo, los hábiles zares de la falsificación no piensan lo mismo: trece años después de la apócrifa versión de los papeles de 500, el laboratorio del Banco Central renovó su estupor. Se había descubierto una réplica casi perfecta de los todavía novedosos billetes de 5.000: la pretensión de los falsificadores crecía con la inflación. Su técnica también: sólo el filamento horizontal de seguridad (visible al trasluz) denunciaba la tenue diferencia.
En la despreocupada década del 20, desde un taller disimulado bajo un destartalado gallinero, se comprometió seriamente la economía de Argentina, Brasil y Uruguay: Jorge Raimbault —el decano de los falsificadores argentinos— había lanzado una emisión impecable de las tres monedas. En el raro arte de Raimbault se nutrió Luis Petenello, un ex director de la Casa de Moneda, quien solía alquilar las planchas oficiales (durante la noche) para algunas “emisiones” fuera de serie. Experto impresor, llevaba su oficio más allá del ámbito de los billetes: falsificó, con pingües ganancias y un procedimiento relativamente sencillo, boletos turfísticos. Todo consistía en ir al hipódromo en un camión, cuya parte trasera ocultaba una “minerva”. Esperaba el resultado, volvía al vehículo, imprimía los “ganadores” y cobraba en ventanilla.
Casi trasparentes resultan los métodos de Petenello comparados con los sofisticados de Poltke y Gabrielsky, quienes en 1936 inauguraron una especie de falsificación por correspondencia. El primero, un delincuente de guante blanco, purgaba en la cárcel una larga condena. En el papel de los paquetes que salían del penal, consignó, con todo detalle, los pormenores que permitirían al neófito Gabrielsky consumar la falsificación. Cuando se descubrió, los expertos del Banco Central afirmaron al unísono que jamás habían tropezado con un trabajo tan perfecto. Desde la cárcel, libre aún de toda sospecha, Poltke se jactó por escrito ante su compinche: “Lo hiciste muy bien. Pero no te engolosines con el asombro de los del Banco, pues es comprensible: ellos saben mucho menos que nosotros”.

EL INCENDIO Y LAS VISPERAS
Este activísimo submundo de las artes gráficas, integrado por artesanos de rara habilidad, hace comprensible que los mecanismos efe seguridad de la Casa de Moneda apunten más hacia afuera que hacia adentro: “Es mucho más viable falsificar el dinero que robarlo de aquí”, sentenció un funcionario de Seguridad. “De ahí que casi todas las etapas del proceso de producción —desde la elección del papel y la tinta hasta el complicado diseño de los bocetos, desde el arte paciente de los grabadores hasta la moderna impresión calcográfica que estampa cinco colores simultáneamente— signifiquen recaudos contra la pasión imitativa de los falsificadores”, explica Atilio Héctor Grecco, jefe del Departamento de Taller.
Quizás lo más sorprendente de este proceso es la coexistencia de antiquísimos y lentos métodos de trabajo con la virtuosa tecnología de modernas y veloces maquinarias de precisión. Así, por ejemplo, junto al artista grabador que —buril en mano— tarda seis meses en plasmar sobre el metal la cabeza de San Martín, trabaja la compleja máquina de "guilloche”, capaz de urdir en pocos minutos la más complicada y laberíntica filigrana o las artísticas orlas que enmarcan los billetes de banco. Y rotativas que imprimen más de 2000 hojas por hora pueden llegar a enloquecer a empleados que efectúan el recuento en forma manual, repetidas veces.
Sin embargo, en la fábrica nacional del dinero nadie parece enloquecerse. Todo es apacible y bien sincronizado: desde que son concebidos en la mesa de dibujo, los diseños de moneda nacional siguen un itinerario invariable. Sobre dos planchas metálicas, una para el anverso y otra para el reverso, trabajan dos expertos: el grabador y el “guillocher”. El primero burila los ornatos, viñetas y retratos. El segundo —con su compleja máquina— realiza todos los grabados simétricos: orlas., guardas, rosetas y fondos. Concluida la realización de estas dos planchas únicas y originales se procede a templarlas; por presión (alrededor de 30 toneladas) se obtiene una contramatriz en una plancha de acero. Esta, una vez templada —y también por presión— es reproducida sobre una plancha de cobre. A partir de estas planchas se obtienen matrices en plomo o material plástico, que son sometidas a un baño galvánico. Por último, tras un baño de cromo, se las adosa a las rotativas para iniciar el tiraje.
Se inicia también aquí un casi obsesivo mecanismo de contralor, que durará hasta la llegada del camión blindado: un robusto vehículo, rebosante de ametralladoras, que al filo del mediodía parte con su multimillonaria carga rumbo al Banco Central. Desde la recepción del papel en blanco, provisto por la delegación del Banco Central que funciona en la Casa de Moneda, toda diferencia es de responsabilidad del organismo impresor: estrictos balances diarios deben compensar la cantidad de papel recibido con los billetes impresos entregados. Si faltara, por ejemplo, una hoja destinada a imprimir billetes de 10.000, la Casa de Moneda debería restituir al Banco Central la suma de 90.000 pesos.
Pero esta eventualidad es poco menos que imposible: desde que las pilas de papel (perfectamente contadas) esperan al pie de las rotativas su millonaria metamorfosis, montones de manos se entregan a la febril tarea de contar. Al término de cada etapa de impresión, entrenadísimos dedos pellizcan las hojas a velocidad pasmosa: una vez cotejan el anverso, otra el reverso, una más la impresión en relieve (grabado y guilloche), otras dos (que no son las últimas) la impresión de los fondos de seguridad de cada faz.
Cuando el más exigente ojo humano ya no podría encontrar imperfección alguna, los contadores y revisores del Banco Central separan billetes defectuosos. SIETE DIAS tuvo en sus manos —demasiado fugazmente— algunos miles de pesos “fallados”: el entrenado ojo de una empleada había detectado unas leves manchitas de grasa procedentes de la rotativa. Y esos billetes, que bien podrían haber costeado unas hermosas vacaciones en Bariloche, ya no harán la felicidad de nadie: torpemente agujereados se reunirán con sus maltrechos colegas, esos que frecuentaron bolsillos y billeteras, supieron de la vida y del remiendo conservador y que, engrasados y hasta malolientes, protagonizarán el solemne rito crematorio que tiene lugar en el horno del Banco Central, dos veces a la semana.
Allí, unas 40 personas, entre las 12.15 y las 13.30, queman, con absoluta impavidez, unos 700 millones semanales. El recuento es aquí menos frecuente: sólo tres veces una dotación de 24 mujeres verifica el importe de los fajos antes de que caigan —a través de largos tubos— al fuego purificador: en sólo veinte minuto serán humo. Un incendio que, como ninguno, justifica el calificativo de pavoroso.

EL VIL METAL
La Casa de Moneda fabrica valores metálicos mucho más longevos que los billetes. Todavía hoy, algún colectivero inescrupuloso desliza en su vuelto alguna pieza de veinte centavos, acuñada en 1896, que haría la delicia de cualquier numismático. El 21 de abril de 1959 se erradicaron los cobres (uno y dos centavos) y entre enero de 1965 y enero de 1967 las ya inútiles monedas de 5, 10 y 20. Fue precisamente la acuñación de monedas la circunstancia que reveló a los argentinos —como ninguna otra— la creciente inflación: “¡Qué me decís...! ¡Monedas de un peso...!”, fue el comentario general en 1957. Igual sorpresa se repitió en 1961 y 1962, al aparecer las de 5 y 10 pesos. En 1964, cuando para conmemorar el siglo y medio de los 8 reales (la primera moneda patria) se acuñó la de 25 pesos, ya nadie se sorprendió. Los argentinos se habían acostumbrado a la inflación. Algún desconsolado postuló que se hacían para alimentar teléfonos públicos.
Con excepción de la moneda de 0,50, emitida en 1941 (de canto acanalado) que es de níquel puro, el resto de las circulantes están constituidas por acero especial enchapado con 5 por ciento de níquel en cada lado. A partir de 1961 se optó por la forma dodecagonal en reemplazo de la circular, sólo relegada a las monedas de 0,50 y un peso.
El proceso de fabricación es mucho menos fascinante que el de los billetes y considerablemente más mecanizado: una vez que se efectúa el diseño en tamaño gigante, se reduce al normal mediante un pantógrafo. Los cospeles (o discos de
metal sin acuñar, nombre que por extensión se aplica a los usados para el acceso al subterráneo) entran por un lado y salen por otro, a razón de 125 por minuto. Mecánicamente, sin ninguna magia, son contadas y embolsadas.
Durante el año 1967 los talleres de la Casa de Moneda fabricaron 76.590.000 piezas monetarias. En 1966, la producción fue mayor: 84.418.815 monedas. Quizá la única circunstancia curiosa vinculada con el metálico es la persistente escasez que reina en el ámbito de la capital federal. Los técnicos conjeturan que el éxodo de la moneda se produce a través del trasporte automotor, cuyas cabeceras están, por lo general, fuera del perímetro capitalino. En esos cafetines de las cabeceras, los colectiveros cambian el metálico por billetes y la moneda no retorna. “Por otra parte, si la moneda no tiene empleo específico (colectivos o teléfonos) comienza a ser desechada. O coleccionada, como acontece con la de 25 pesos, atesorada en alcancías y botellas”, sugiere el experto Atilio Grecco.

LA PRODUCCION DE RABANITOS
Las rotativas calcográficas que producen el dinero del país reúnen en su marca a tres apellidos universalmente ilustres en la fabricación del dinero: Koebau-Giori-De la Rué, quienes, propensos a la filosofía pitagórica, estamparon en cada máquina un escudo con la siguiente leyenda: "Omne trinum perfectum est", algo así como "Todo lo triple es perfecto”. Quizás por eso, durante 1967 alumbraron la tercera parte del circulante: alrededor de 283.000 millones de pesos, repartidos en 193.000 millones de billetes. El más fabricado: el de 100, 79 millones de unidades.
Las 212 toneladas de tinta que el año pasado embebieron los rodillos de la Casa no fueron consumidas únicamente por los huidizos pesos argentinos. El Banco Central es el mejor cliente, pero no el único. La Casa de Moneda fabrica también las estampillas postales, las fiscales y los azarosos billetes de la Lotería de Beneficencia Nacional.
Impávido ante la frenética danza de millones, el personal del establecimiento niega que su proximidad sea inquietante. Una empleada que gana 40.000 mensuales y que cuenta por día alrededor de 50 millones de pesos, comparó: “Vea, uno termina por acostumbrarse. Para mí, es como si contara rabanitos”. Curiosamente, abundan los símiles reclutados entre las hortalizas y legumbres: para algunos es “como contar porotos". Para otros, papas. Casi todos se resisten en ver al dinero como dinero. Mejor así.
Mientras tanto, el gran protagonista, ajeno a estos psicológicos mecanismos de defensa, fluye majestuoso de las rotativas: doce artefactos responsables del más persistente “best-seller" producido por las artes gráficas.

Revista Siete Días Ilustrados
19.08.1968
 
 

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