Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

chateaux frontenac en mar del plata
COSTUMBRES
Ô saisons, ô cháteaux!

El domingo 31 de diciembre, a las 7 de la mañana, el conserje Hiriberto Serodino, de riguroso saco claro, empujó como todos los días la puerta giratoria del hotel —después de saludar con un breve gesto al portero de calle— y enfrentó luego, como todos los días, a su reemplazante nocturno; éste le trasmitió los mensajes y pedidos recibidos a lo largo de la noche y se retiró a descansar, mientras Serodino repartía las tareas más inmediatas entre los 5 cadetes del turno matutino, quienes ya se habían ocupado de repasar cada una de las piezas del refinado moblaje. Sin embargo, no habían sido los primeros en llegar: desde las 4 de la madrugada, un equipo de limpieza trabajaba silenciosamente para dejar impecables los pisos y alfombras de los grandes salones, al mismo tiempo que un cuarteto de mucamas se alistaba para disponer los escasos desayunos del alba.
Era el último día del año, pero en el aristocrático Chateau Frontenac de Mar del Plata, los movimientos del personal no alteraban en nada el programa habitual durante el resto de la temporada; un engranaje casi perfecto, armado con 85 profesionales, cumplía paso a paso con el dispositivo de rutina. Hacia las 8, la gobernanta Elida Manestar efectuó algunas indicaciones a las encargadas de la limpieza y atención de las 80 habitaciones, y los valets de cada piso hicieron pasillos y escaleras. Entretanto, se incorporaba a la compleja red organizativa un segundo grupo de mucamas.
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Sólo la brigada de cocina, comandada por el chef Alejandro Pérez y el jefe de reposteros, Federico Sommer, había multiplicado sus esfuerzos cotidianos. Después se verían los resultados: decenas de sutilísimas combinaciones gastronómicas —por ejemplo, pejerreyes preparados a la romana, salmones rellenos, paté al champagne, variedades de pescados en escabeche y una interminable colección de tortas de nueces, chocolate y manzanas— cubrieron la enorme mesa dispuesta en el Salón Petit Trianon para festejar la llegada del nuevo año. Como todos los días, los mozos compusieron la ritual mise-en-scéne, con vajilla reluciente y cubiertos simétricamente ordenados.

LA HISTORIA. Un reglamento del siglo XVI precisaba que "no era un hecho simple mantener una institución destinada al descanso, alimento y confort de los hijos de Dios", y un acta posterior, fechada en 1604, señalaba que "el verdadero propósito de las posadas era el recibimiento, descanso y hospedaje de los viajeros, y no el entretenimiento de gente ociosa que gastaba su dinero emborrachándose".
Hacia principios de siglo, la entonces poderosa clase alta argentina decidió levantar su propio coto de descanso en los comienzos de la Loma, a pocos metros de la playa Bristol (donde muchos años reinó el hotel homónimo). Como escribió un cronista social de buena memoria, "en poco tiempo un perímetro delimitado por pocas manzanas fue trasformado en una ostentosa cóterie”. En efecto, florecieron villas normandas, ferozmente copiadas de Deauville o Biarritz, chalets suizos y, por último, un palacio que combinaba varios estilos —el renacentista, el colonial español y el francés—; lo había encargado Adela Unzué de Leloir al arquitecto Alejandro Bustillo y medio siglo después la lujosa casona revivivía al convertirse, para los que veranean en Mar del Plata "en el paradigma del lujo, en el santuario de la actividad social”.
El responsable de la audaz trasformación fue su actual propietario, Antonio Manzorro: "Inauguré el hotel en 1960, luego de vender el Hermitage, y no dudé demasiado al ponerle nombre. Con mi mujer, Alicia Bruneliére, había visitado Canadá y descubierto, en Quebec, el famoso Chateau Frontenac, construido en el siglo XVIII y utilizado por Disney en algunos de sus films; quedamos deslumbrados por su dimensión —tiene alrededor de 2 mil habitaciones— y por su belleza, y de alguna manera quisimos rendirle homenaje", memora. Decidido a concretar su ambición, Manzorro encomendó al ingeniero Barrios la adaptación de la residencia a las necesidades hoteleras, y frecuentó las casas de remates hasta adquirir los elementos que consideraba a tono con el mobiliario heredado de la señora de Leloir.
El producto resultó una placentera combinación de elegancia finisecular y confort burgués, rodeado de detalles que suelen provocar envidia en los galeristas de arte. No es para menos: las paredes del comedor —afrancesadamente llamado Petit Trianon y, desde luego, revestido con roble importado de París— exhiben un tapiz de Aubus-son del siglo XVII, iluminado por una gran araña de la época de Luis XVI. Próximo al bar, el Salón Renacimiento guarda en su panel central una gran pintura flamenca apoyada sobre dos pilares traídos de Sevilla. En la planta baja —también revestida con roble— aparece un segundo tapiz, pero del XVIII, junto a un par de copas de Baccarat con base de ónix, premiadas en 1908 en una muestra parisiense.
Entre el abigarrado conjunto de antigüedades, el Frontenac protege un San Miguel del siglo XVIII, también procedente de España. Semejante catálogo da una medida de las inversiones progresivamente efectuadas por Manzorro, para quien el hotel "ha quedado como un hobby costoso, porque todo hotel temporario no significa un capital rentable y apenas puede considerarse como una vocación familiar”. Los expertos aseguran que ese capital sobrepasa largamente los mil millones de pesos viejos.

LOS HUÉSPEDES. Hacia la primavera el gerente Manuel Sangiao recorre en Buenos Aires un itinerario reiterado, que une las chateaux frontenac en mar del plataresidencias de las familias porteñas tradicionales. Sangiao se ocupa personalmente de concertar las condiciones de alojamiento para la temporada —el Chateau permanece abierto entre diciembre y marzo, salvo excepciones determinadas por alguna convención o pedido especial— y mantiene con sus entrevistados una relación casi familiar. En la última década, el hotel supo atraer a buena parte de la high society; desde la legendaria Esther Nena Llavallol Atucha de Roca, quien jamás bajaba de su cuarto, hasta Alfredo y Amalia Lacroze Reyes de Fortabat (nunca reservaban menos de 10 habitaciones). La lista de apellidos ilustres incluye a Orlando Williams Alzaga, a Zelmira Paz de Anchorena, a los Ramos Mejia, a María del Rosario Noales de Mitre, a Eduardo Mallea y su mujer, Elena Muñoz barreta, al ex embajador español José María Alfaro y Polanco.
Con todo, el registro de huéspedes no pudo eludir otras irrupciones; cuando el equipo de fútbol brasileño Santos participó en un campeonato marplatense, el rey Pelé se alojó en el Frontenac. Amelia Bence, Leopoldo Torre Nilsson, Beatriz Guido, Alfredo Alcón, vivieron allí mientras filmaban en la zona marplatense. El año pasado, Mirtha Legrand paseó durante un mes por sus salones, lo mismo que Palito Ortega. La estadía de 3 días cumplida en 1967 por el actual presidente Alejandro Agustín Lanusse compensa, tal vez, este complejo mosaico social. “En general predominan los huéspedes argentinos, a quienes siguen los brasileños y paraguayos. A veces llega algún venezolano, colombiano o mejicano —menos frecuentemente los norteamericanos—, pero casi nunca europeos, remisos a veranear en la costa atlántica”, explica Manzorro.
Atentas al lujoso marco del Chateau, apto para recrear el esplendor de la belle époque, las damas de la sociedad porteña suelen elegirlo como sede de grandes beneficios. María del Rosario Noales de Mitre recuerda aún el Souper an Chateau celebrado un sábado de Carnaval de 1971 para DAFACC (institución benéfica que lucha contra el cáncer); conglomeró a 350 personas y fue planeado durante meses. La fiesta, impecable, recibió el aporte de marquesas, políticos, diplomáticos, actrices e industriales; un público frecuente en este tipo de reuniones.

SERVICIOS. No hace mucho, la dirección del Frontenac introdujo dos innovaciones que con el tiempo se han hecho ya tradicionales para la élite veraniega. Las Noches suizas deleitan a los asistentes con 200 variedades de quesos, buffet-froid, fondue y canilla libre, "un rito oral que se prolonga, por lo menos, hasta las 4 de la mañana”; los Almuerzos criollos, celebrados todos los sábados al mediodía, ofrecen un menú típico inabarcable: desde melón santiagueño y aceitunas gigantes, hasta lomito de novillo, chorizos caseros, morcillitas de batán, brochettes, carré de cerdo serrano glacé y, en los postres, empanadas de hojaldre y dulces criollos. Un repertorio de exquisiteces que alcanza para satisfacer a comensales tan exigentes como los socios del Jockey Club, habitués desde sus orígenes del Chateau.
Los servicios comunes en cualquier hotel moderno tampoco fueron descuidados. En los 7 mil metros cuadrados de superficie funcionan una lavandería y tintorería y un garaje, y en los sótanos se esconde una inesperada atracción: la máquina de impresión Minerva que sirve para confeccionar los menus, sobre campetas importadas de Francia. "El equipo de conserjería puede cumplir con otras tareas: comprar una entrada de cine, un pasaje de avión o una reserva para un concierto, y no sólo despertar a los pasajeros a la hora en que éstos lo indican”, explicó el gerente Sangiao, quien estudió su métier en Europa y asesoró a la Escuela de Hotelería creada en 1958 en Mar del Plata.
Para cumplir con eficacia con los 15 mil huéspedes que, se calcula, pasan todas las temporadas por el Chateau — pagando un promedio de 20 mil pesos diarios por habitación—, el hotel gasta aproximadamente 12 millones de pesos por mes, una suma que cubre los impuestos, las compras de comestibles y los sueldos del personal. De acuerdo a Sangiao, la relación existente entre el número de turistas alojados y los profesionales que materializan los servicios ofrecidos, sigue el sistema de proporciones recomendado por los expertos suizos. Esas reglas aconsejan mantener una persona en servicio por cada alojado, y su cumplimiento es un privilegio de la hotelería más jerarquizada, al estilo del Savoy o el Ritz londinense. Como señaló un cronista, "el Chateau Frontenac es, quizá, el último reducto de un sistema de vida: un refugio para habitantes proustianos que se manejan con rígidas reglas de juego”.
PANORAMA, ENERO 11, 1973
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