Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
|
LA ARGENTINA DE LOS AÑOS 30 XIX-EL CINE SONORO Sucedió en todas las ciudades del mundo: en las carteleras de sus cinematógrafos las películas mudas comenzaron a alternar con las sonoras, y el Buenos Aíres de 1933 no sería una excepción. Desde 1927, después de escucharse la “voz sinagogal" de Al Jolson en El cantor de jazz, la epopeya del cine silencioso agonizó apremiada por el fervor de las multitudes que se inclinaron por las imágenes “sonoras y parlantes”. Por ellas, las actrices calladas de otras décadas cobraron una nueva vida con la voz; y los actores, héroes en el arrojo y la acrobacia, renacieron con el diálogo y con el canto. Al principio el sonido fue sincronizado con discos, un sistema conocido con el nombre de Vitaphone, que implicaba insalvables inconvenientes. “Si el celuloide de la película se rompe, al diablo con la sincronización: el disco sigue andando”, explicaron entonces los operadores de los cinematógrafos. Pero la grabación del sonido sobre la misma película, a través del sistema Movietone, eliminó esas dificultades y aceleró la evolución hacia un nuevo y más complejo proceso industrial. Para las cinematografías pobres, como la argentina, fue un cambio brusco, sobre todo por la imposibilidad de competir con Hollywood y otros centros productores equipados con la última palabra de la técnica. El cine argentino, que existía a tropezones desde principios de siglo, vivió de 1915 a 1920 la ilusión de una industria en potencia. Nobleza gaucha (1915), fue un símbolo de esa prosperidad y su productor Humberto Cairo, todavía se ufana: “No sólo fue una de las primeras películas nacionales sino que fue de las primeras de gran metraje. Para hacerla se emplearon todos los adelantos técnicos y así se constituyó en una cinta irreprochable en todas sus fases”. En esos cinco años nacieron, entre otras, películas como Hasta después de muerta (1916), Flor de durazno (1917), con el debut de Carlos Gardel, El tango de la muerte (1917), Palomas rubias (1920), que certificaron aquella esperanza. Sin embargo, la deflación de posguerra y la penetración del cine norteamericano, asociadas a los empresarios exhibidores, resquebrajaron la confianza y filmar se convirtió en constante aventura. Protagonista de esa crisis fue José Agustín El Negro Ferreyra, quien batalló con películas populares de suma autenticidad, dando al cine vernáculo un contenido distinto, todavía en el film mudo. EL CINE HABLADO. Mario Soffici, integrante de la compañía de Enrique de Rosas que deambulaba por España al final de la década del veinte, se encontró en Madrid con Ferreyra. Este, desencantado de ubicar al cine argentino en la Península, fue convencido por Soffici, después de largos diálogos, de que el cine hablado terminaría por imponerse al mudo. Cuando Ferreyra regresó a Buenos Aires, y después de algunos intentos como El cantar de mi ciudad (1930) y La canción del gaucho (1930), destruyó al fin el silencio con Muñequitas porteñas, el primer film enteramente hablado del cine argentino por el sistema Vitaphone. Filmada en los estudios de Ariel, Boedo 51, con la financiación de Adolfo Wilson para Patagonia Films, fue presentada con 73 minutos de duración en el cine Renacimiento el 7 de agosto de 1931. Gumer Barreiro y Tadeo Lempard tuvieron a su cargo la fotografía, mientras que Hans Bredt compuso la música. El sonido, la savia que fortaleció la experiencia de Ferreyra, fue dirigido por Alfredo Murúa y Genaro Sciabarra, mientras María Turgenova (alias de María López, una ex bailarina), Florentino Delbene, Arturo Forte, Mario Soffici, Laura Montiel, Antonio Ber Ciani, Serafín Paoli, Edel Randon, Rivela Toñetti, Julio Bunge y Dionisio Giácomo, fueron los intérpretes. La crítica no le dispensó mucha atención; casi con desgano La Nación consignó: “La película es típicamente porteña por los barrios que presenta, por los personajes internacionales que por ella desfilan, por el ritmo mismo que le imprimen los tangos que constituyen su fondo musical y por el ambiente de tristeza que la envuelve. Es una película de Buenos Aires y ese carácter preferentemente nacional es su mayor mérito”. Muñequitas porteñas debió luchar con desventajas publicitarias ante el anuncio de “la más genial creación del notable actor Ronald Colman”, Raffles, que se estrenó el mismo día en el Select Lavalle, y con las hilarantes escenas de Dos tenorios en el frente a cargo de Bert Wheeler y Robert Woolsey. También una documental acaparó las crónicas: 1914, la verdad sobre la guerra, que se proyectaba en el Gran Cine Florida. A partir de Muñequitas porteñas el cine argentino comenzó a hablar y a cantar, según la moda, pero aún bajo la tutela del sistema Vitaphone, aunque el cambio se precipitaría ese mismo año de 1931 cuando Carlos Gardel cantó para el primer ensayo realizado por el método Movietone. En diez corto metrajes El Zorzal dejó impresa su voz con Yira-Yira, Viejo smoking, El carretero, entre otras, ocasionalmente dialogadas con Enrique Santos Discépolo y Celedonio Flores. En 1933 se traspone definitivamente el umbral del sonoro con la fundación de dos productoras: Lumiton y Argentina Sono Film. César Guerrico y Enrique T. Susini, pioneros de la radiotelefonía en el país, capitanearon la primera, mientras que Ángel Mentasti, que transitó por muchos caminos comerciales antes de varar en el de la cinematografía, lideró la segunda. Con Los tres berretines (1933), Lumiton ingresó en la órbita de la euforia; prontamente bloqueada con Tango que lanzó Argentina Sono Film. En ambos casos brilló la revelación de un personaje ingenuo y tartamudo, encarnado por un cómico incipiente: Luis Sandrini. También los dos films concuerdan en el entretenimiento fácil montado sobre el recurso de la revista criolla. Otro film complementa esas realizaciones, aunque de tono menor como fue Idolos de la radio (facturada por Eduardo Morera en 1935), que testimonia las preferencias de la época con su candoroso simplismo. LAS CONSECUENCIAS. Tango y Los tres berretines obtuvieron una total adhesión del público. A partir de entonces los técnicos cinematográficos dejaron de pertenecer a un extraño clan marginado. Tangencialmente, el teatro sintió el impacto del nuevo cine, pero algunos actores avisados elevaron su cotización y los productores sus ganancias. Argentina Sono Film y Lumiton, azuzadas por el éxito, construyeron sus estudios en San Isidro y Munro, respectivamente, a la vez que surgían al estrellato Pepe Arias y Luis Sandrini. También trepó Libertad Lamarque que con su voz hizo pergeñar lágrimas a los auditorios nacionales y latinoamericanos, sin otra competencia visible que Imperio Argentina. Pero a nadie se le escapó que en el ensanche del mercado cinematográfico estaban las huellas de Carlos Gardel, desbordante en las películas que filmó en Francia y en los Estados Unidos. Por su parte El Negro Ferreyra dio entre 1934 y 1935 Calles de Buenos Aires, con Mario Soffici y Miguel Gómez Bao; Mañana es domingo (también de 1934), con Maruja Gil Quesada y José Gola y Puente Alsina, interpretada por José Gola, Pierina Dealessi y Delia Durruty. Después de esa trilogía, Ferreyra se conchabó en los flamantes estudios de Side, productora que creó Alfredo Murúa, un notable técnico de sonido. En Side, Ferreyra pulió la personalidad de Libertad Lamarque y produjo con ella Ayúdame a vivir (1936) secundada por Floren Delbene, Santiago Gómez Cou, Lalo Harbín y Perla Mary. “Mi debut en el cine fue en 1930 —historió Libertad Lamarque—, en Adiós Argentina, una película muy modesta que hizo un italiano, Mario Parpagnoli, y donde yo cantaba el tango de Mattos Rodríguez del mismo título que la obra, en disco sincronizado. Decían que me parecía a Norma Shearer, una actriz norteamericana muy de moda entonces. Pero el punto de partida, para mí —asegura— y para el cine argentino hablado, fue Tango, de Moglia Barth, con el sonido directamente grabado en el celuloide. Tuvo también un elenco formidable: Pepe Arias, Tita Merello, Alberto Gómez y Azucena Maizani. Con Mario Soffici hice después, también para Mentasti, El alma del bandoneón, película que ya tenía argumento más elaborado, algo más que un pretexto para las canciones. Cuando El Negro Ferreyra —finaliza— me dirigió en Ayúdame a vivir, Besos brujos y La ley que olvidaron, ganaba entonces 70 mil pesos por película, diez veces más que al comienzo. Esa década del 30 fue, sin duda, la afirmación del cine argentino, la conquista de los mercados internacionales.” Con esos hitos el cine argentino polarizó las adhesiones populares de la clase media hacia abajo, cuando otros sectores se volcaron sin recato, deslumbrados por los refinamientos del cine norteamericano con sus coreografías, sus gangsters, sus cowboys y sus comedias sofisticadas. El estreno de películas donde estrellas como Greta Garbo, Marlene Dietrich, Norma Shearer, Claudette Colbert, Gary Cooper o la diminuta Shirley Temple exhibían sus recursos apoyadas en una técnica perfecta, causó conmoción. La prensa les dispensó juicios laudatorios. LO INMEDIATO Y LO DIFICIL. En 1938 Leopoldo Torres Ríos filmó La vuelta al nido, uniendo en una dimensión muy íntima a José Gola y Amelia Bence. Pocos diálogos y lenguaje pausado envolvieron a las imágenes que fueron rechazadas por los espectadores. Fue la antesala de un cine difícil al que sólo tenían acceso las minorías intelectualizadas que estaban alertas al cine europeo, y sobre todo al francés. En tanto, un ex periodista, sainetero, autor y director de revistas precursoras del bataclán criollo y consumado letrista de tango, había comenzado a filmar: se llamaba Manuel Romero. Múltiple y nervioso, trató de conciliar su admiración por el cine norteamericano con sus arranques porteños. Entre sus films se cuentan: La muchachada de a bordo (1936), Los muchachos de antes no usaban gomina y Fuera de la ley (1937), Tres anclados en París (1938) y La vida es un tango (1939). A Romero le bastaban quince o veinte días para elaborar una película. Aprovechó con ganancia la experiencia de Florencio Parravicini, y descubrió a nuevas figuras como Hugo del Carril y Niní Marshall. Con su espontaneidad y su óptica popular documentó a su manera un momento clave de la vida argentina. Para críticos revisionistas fue el Manuel Gálvez de la cinematografía nacional. Con el bagaje del Negro Ferreyra y de Romero, el decenio del 30 tiene, en el ámbito del cine, características humildes, pero sin llegar al fondo de la realidad social de la época. Así, en lo económico, el cine nacional se autoprotegió en los caminos comerciales que le redituaron beneficios, sin desdeñar la apertura renovadora. En lo interpretativo José Gola alcanzó el cénit de la década. Muerto en 1939, apenas cruzada la línea de los 30 años, significó la esencia del hombre medio argentino. El otro prototipo llegó desde el teatro avalado por Enrique Muiño: Elías Alippi, con una comprensión del cine Inmediata y sensible, que lo llevó a la dirección de Callejón sin salida (1938), una película hermética y precursora. Tres años antes, en 1935, Luis Saslavsky fue elogiado y vilipendiado por Crimen a las tres, aunque en 1937 era rehabilitado por su realización de La fuga. En Puerta cerrada (1939), plasmó con exquisitez la figura de Libertad La-marque. Preservó Saslavsky la fastuosidad visual, e inició una era de despopularización que fructificaría en comedias intrascendentes de teléfonos blancos y mucamos de factura inglesa. Fue más lejos aún con la adaptación de obras extranjeras y las forzadas imitaciones de films foráneos. Pero su influencia se notaba en el refinamiento de las puestas en escena. MAS ALLA DE LO DECORATIVO. La contracara de Saslavsky fue Mario Soffici, actor y director con experiencia de teatro. De temperamento realista, buceó en lo social, en lo folklórico y en lo histórico. Sus metas y la culminación de ellas pueden ubicarlo como uno de los más importantes realizadores de la década del 30. Desde El alma del bandoneón (1935), una realización plagada de concepciones radiotelefónicas, ascendió a la valiosa reconstrucción histórica de Viento Norte (1937), extraída de Una excursión a los Indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, y a la requisitoria social de Kilómetro 111 (1938) , donde la insolencia de Pepe Arias aludía al imperialismo británico. Su alegato máximo para la historia del cine nacional fue Prisioneros de la tierra (1939), elaborada sobre cuentos de Horacio Quiroga. Sin embargo, la preferencia del público, ese año, se volcó en un film que agotó la veta del cine costumbrista: Así es la vida, realizada por Francisco Mugica con Enrique Muiño y Elías Alippi. Soffici conversó con Panorama la semana pasada para recordar: “Actor de teatro, ingresé al cine como intérprete pero con la ambición de dirigir. En Calles de Buenos Aires estuve atento a la técnica de Ferreyra, y en El linyera creí haber influido en la dirección de Enrique Larreta cuando atendió a muchos de mis consejos. Mi primer ensayo como director fue un corto con José Gola, Noche federal, que no me satisfizo y no estrené. Arranqué con El alma del bandoneón y levanté la puntería hasta Viento Norte, Kilómetro 111 y Prisioneros de la tierra. Hoy creo que entonces era más fácil para la juventud abrirse camino en el cine. En la estructura inevitablemente comercial podían filtrarse inquietudes; algunas películas que hice no fueron casualidad. Esperé o provoqué la oportunidad para hacerlas. Yo estaba entusiasmado con la obra de Lucio Mansilla y pude encontrarla cuando el viejo Mentasti me propuso dirigir un film con Muiño, Alippi y Camila Quiroga. Sigo creyendo que el camino está en los temas nacionales, sin discriminación de época o geografía, y que una premisa fundamental, tanto en la década aquella como hoy, es no olvidar al público. Es importante recordar que en aquellos años se dio un juego tenaz, pero más tentador porque no mediaba la intervención del Estado que nos trajo como presente griego la década del cuarenta”. Entre las actrices y los actores que integraron el mundo cinematográfico, el final del decenio rescató para la popularidad a Florencio Parravicini, Enrique Muiño, Luis Sandrini y Pepe Arias por un lado, mientras que Libertad Lamarque se mantuvo inamovible, acompañada por el halo de misterio que rodeó a Mecha Ortiz, y la gracia de Olinda Bozán. Potencial era el prestigio que acumularon Hugo del Carril y Tita Merello, quien en la picardía de Tango o en La fuga (1937) demostró una fibra de actriz que postergó a la cancionista. La muerte de José Gola produjo un “vacío de actor” que en apariencia no era fácil de cubrir con otros actores disponibles. Pero tampoco existían escritores estrictamente cinematográficos, aunque con la incorporación de Enrique Amorín, Ulises Petit de Murat, Carlos Olivari y Sixto Pondal Ríos, se abriera un paréntesis de esperanza. Otro tanto ocurrió con la música que ambientó las películas; no obstante, Enrique Delflno y Lucio Demare dieron indicios de nuevas posibilidades. Los directores tuvieron que adaptarse a la dinámica de la producción y aflatarse a los nuevos equipos técnicos. Ya no habría lugar para los Improvisados. Luis César Amadori (Madreselva, El canillita y la dama) surgió como el más ecléctico y el más comercial. Recién llegado de Hollywood, Carlos Borcosque, creador de Alas de mi patria y de Y mañana serán hombres, incorporó nuevos métodos de trabajo en los estudios. En cuanto a las películas, el panorama abarca obras de mención como El linyera (1933), que reveló en el escritor Enrique Larreta su predisposición por las imágenes; Riachuelo (1934) realizada por Moglia Barth con ráfagas de la vida portuaria; Monte criollo (1935), de Arturo Mom, que bosquejó con sobriedad el tema policial; Puerto Nuevo (Soffici-Amadori, 1936), que en el espejo de Villa Desocupación aludió a las hambrunas de la época; Mateo (Daniel Tinayre, 1937), sobre el grotesco de Armando Discépolo; Los caranchos de La Florida (Alberto de Za-valía, 1938), tomada de la novela de Benito Lynch, y el escolar antecedente de la epopeya sanmartiniana de Nuestra tierra de paz (Arturo Mom, 1939). EL FUTURO Y LAS DUDAS. En los umbrales de la Segunda Guerra Mundial el cine argentino vivió la euforia de un triunfo que sin embargo ofreció varios flancos de debilidad, tantos como el propio país. El aislamiento de la política de neutralidad afectó el reequipamiento industrial y México, con el apoyo de los Estados Unidos, invadió el mercado latinoamericano. Los productores nacionales, desunidos, debieron batirse en la insuficiencia de un mercado interno que no alcanzó a amortizar el material filmado en el país, a pesar de ello surgieron nuevos estudios como el de Pampa Film, San Miguel y Baires. De las 4 películas producidas en 1931, se pasó a 49 en 1939 Indicio de que hasta ese momento no se retaceaba la oportunidad del estreno. En ese idilio los capitalistas del cine continuaron haciendo sus negocios. Tuvo entonces vigencia la humorada que Sofía Bozán La Negra deslizó en un reportaje: “El cine argentino es un buen negocio... para comprar estancias". ¿Qué necesidad había de preocuparse por el futuro económico del cine argentino? Fotos de Fundación Cinemateca Argentina Revista Panorama 13.10.1970 |