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El crepúsculo de los indios

—Hola, Frondizi. ¿Cómo te va?
—No, padrecito, ahora me llamo Carlos Gardel.
El friso de una tribu chiriguana es capaz de desbordar el absurdo. Media docena de Juan Perón, un par de Angel Labruna y otros tantos Aníbal Troilo, llegan a integrar una cuadrilla. Ocurre cada vez que un indio masculla Om-pá (no-sé) ante algún contratista del Chaco y Formosa que quiere anotar su nombre en la libreta de conchabos. Se improvisa entonces una pila bautismal, donde ofician los capataces de obra, quienes apelan sin ninguna mesura a los nombres de sus favoritos para determinar la identidad de la peonada. Tobas, matacos, chañas, chorotes, chulupís, multiplican los fantasmas dilectos sin apropiarse de ninguno: cada año, al renovar las tareas, asumen nuevas personalidades, originando diálogos inconcebibles.
Ese tipismo folklórico no alcanza sin embargo a disimular una tragedia más honda: 150 mil aborígenes puros hormiguean, anónimos, por extremos geográficos del país; carecen de documentos. ¿Mera formalidad? Los “gardeles" del cuento pierden así sus derechos básicos, ajenos a las leyes sociales, desconocidos por sus compatriotas. El último tramo de una lucha desesperada que ayer apeló al viejo remington y hoy a la indiferencia para diezmar las comunidades primitivas.
Diez días atrás —el 11 de marzo— el matutino yanqui The New York Times gastaba 87 centímetros de columna para describir el rosario de calamidades que erosionan a las tribus chaqueñas: "Indios argentinos se extinguen por enfermedades y desnutrición”, pontificó Malcolm Browne, un corresponsal viajero. No es la única denuncia: "Los salvajes apenas tienen chance de sobrevivir una o dos generaciones más”, sostenía Browne. Ofrecía detalles: "Los chañas, una tribu de interés para antropólogos porque su lenguaje recuerda las lenguas de los indios del Caribe, está casi extinta". Sus escasos vástagos suelen verse, por temporadas, en las plazas norteñas ofreciendo máscaras en venta, idénticas a las que fabrican los nativos de la isla de Pascua.

PESTES. Los chañas forman parte de las 35.000 almas que transitan por Jujuy, Salta y parte de Catamarca. Otras dos zonas geográficas albergan las comunidades indígenas: la silvícola (Chaco, Formosa, Misiones y oriente de Salta) y la patagónica (Río Negro, Neuquén y Chubut).
"Una combinación de Indiferencia y hostilidad los separa del mundo", decía el Times; hay distingos que no son exactamente territoriales: mientras los puneños mantienen sus costumbres de labriegos entre los rescoldos de la civilización incaica, los silvícolas (70.000 personas) vagan trashumantes con arcos y flechas al hombro en busca de caza y pesca para el sustento tribal. Araucanos, mapuches y grupos menores (25.000 individuos) en el Sur lastiman sus cuerpos tratando de salvar pequeños rebaños de ovejas de las nevadas cordilleranas. Todos ellos con un promedio de vida que se corta a los 19 anos de edad. La esperanza de vida argentina es de 65 años, pero “los indios no tienen acceso a los hospitales de blancos”, sostenía el Times. Sucede que el país no está acostumbrado a pensar en estos temas; tal vez los roza en la lectura distraída de algún comentario periodístico. Sin embargo, en el pulmón de Buenos Aires se cultiva una de las atávicas pestes indias: la tuberculosis.
Cada sábado, el tren norteño vomita en los andenes de Retiro un puñado de coyas con sus guaguas: azorados, corridos por la miseria, acuden al gigante en busca de oportunidades de supervivencia. La mayoría apenas consigue reemplazar en sus bronquios el oxigenado ambiente de la Puna por el pesado smog de la civilización; bastarán pocos años para que los bacilos de Koch hagan estragos. "En una década Buenos Aires estará infestada de fuentes virósicas humanas; calculamos que para entonces serán 60 mil los puneños radicados”, dictamina el presbítero Emilio Martínez (57).
Tiene razones para saberlo. Desde septiembre de 1958, Martínez ocupa el modesto despacho del Servicio Nacional del Indígena, retoño burocrático de la administración Frondizi. "De los indios examinados —destacaba el Times—, el 60 por ciento acusa las lacras del mal de Chagas”. Por diez años, Martínez y un par de voluntarios, a horcajadas de un sello de goma, realizaron agotadoras giras a lomo de muía por las zonas indias. Sin olvidar las fatigantes tournées por los despachos oficiales (el cura vio circular 28 ministros en su área, hoy en los dominios de la Secretaría de Promoción y Asistencia de la Comunidad, SEPAC), en busca de auxilio económico para atacar la tuberculosis, la sífilis, el mal de Chagas y otras endemias que reducen las expectativas vitales de las tribus. Gastaron durante ese tiempo las energías sin conseguir mayores resultados. “Muchos argentinos —se burla el diario de Nueva York— comen bifes una vez al día; pero de 72 chicos examinados en las tolderías, el 49 por ciento exhibía pruebas de desnutrición”.

PROGRAMAS. “Recién con el doctor Santiago de Estrada (titular de SEPAC) se justificaron nuestras esperanzas”, exulta Martínez. En términos concretos, recibió un presupuesto de tres millones de la nueva moneda para los programas de asistencia. En realidad, dinamizaron la actividad a partir de 1968; desde entonces, incluido este año, pusieron en marcha 66 planes en los que fueron involucrados 30 mil aborígenes. “Si rio fuera por la algarroba —recoge el Times de un vocero indígena—, probablemente moriríamos".
Algunas experiencias sustentan el optimismo del presbítero. En Santa María, pequeño reducto silvícola de tobas, después de dos años de labor la mortalidad infantil recuperó niveles normales, habiendo transido antes picos porcentuales que lindan con la hecatombe: 435 de cada mil recién nacidos no traspasaban el primer año de vida. "Pero, en Argentina hay un médico por cada 670 personas, casi como en USA”, reía el Times.
Los esfuerzos del Servicio se orientan a dotarlos de trabajo, agua potable, vivienda y postas sanitarias. “Con mayor apoyo estatal —medita Martínez— tenemos que lograr grupos dinámicos en las zonas naturales del indio; la migración Interna de tuberculosis que pende sobre Buenos Aires no se combate con más camas en los hospitales porteños sino con mejores condiciones de vida para las tribus. “No hay misiones sanitarias viajeras en el Chaco”, anotó el Times.
“No es fácil ganar la confianza de los nativos —responde Martínez—; la propia experiencia del “Che” Guevara, que veía cómo sus palabras resbalaban Igual que agua sobre las rocas, por el rostro de los coyas, es ejemplificadora”. “Hay en Embarcación (Salta) un hospital de 50 camas —rezonga el Times—, pero existe también una fuerte resistencia a admitir en él a los indios”. Es cierto que para llegar a ellos se necesita sortear los recelos de las tres autoridades tribales: cacique, brujo y lenguaraz (jefe militar, religioso y político, respectivamente) “que como sucede a veces entre los blancos, no trabajan”, ironiza Martínez.
Con todo, esos son los escollos menores: el mayor conjunto humano, los 70 mil silvícolas, viven todavía en la era de las cavernas. Para ellos, por ejemplo, el concepto de mañana no existe. ¿Guardar —se preguntan— para el enemigo? Como en la época de los enfrentamientos facciosos, donde el botín era propiedad exclusiva del vencedor. Los puneños, en cambio, son capaces de enternecerse ante un arado de mancera.
A cambio de estas dificultades, compensan virtudes que hoy parecen sumergidas en la sociedad de consumo: el sentido de amistad, de lealtad matrimonial, de amor paternal, son valores celosamente custodiados por los salvajes. Pese a todo, Informa el Times, la mujer india pierde, en promedio, el 44 por ciento de sus hijos. Ello levanta justificadas desconfianzas hacia el blanco: aquel que exterminó sus antepasados, saqueó sus tierras, expolió sus fuerzas, esquilmó sus capacidades de trabajo. Si bien el comentario del Times, que recoge datos ciertos de esta amarga realidad, no ¡lustra ningún esfuerzo local para mejorar esa situación, quizás alcance a mitigar las cruentas heridas de la sociedad norteamericana, hija de la propia discriminación racial con sus nativos de color, cuando sus lectores comprueben que en otras zonas americanas también existen segmentos excluidos. Pero “mal de muchos ...”
“Sí, es cierto, toman cantidades increíbles de alcohol —reconoce Martínez— y no tienen especiales iniciativas productivas, pero viven atrasados en siglos”. Acaso no baste una década, como imagina, para integrarlos en el tiempo moderno; pero mucho antes habrán obtenido el derecho a una personalidad individual: ya está en marcha el padrón que los dotará del documento nacional de identidad. Los absurdos míticos que hoy sirven para identificarlos pasarán a la categoría de recuerdos. Eso esperan, como mínimo, quienes todos los años, el 19 de abril, visten oropeles para conmemorar el Día del Indio Americano.
PANORAMA, MARZO 24, 1970
 
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