Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


conspiración contra Yrigoyen




La argentina de los años 30
III-LA CONSPIRACIÓN CONTRA YRIGOYEN

—Vea, general, si yo me paro solo frente a la Casa Rosada y grito ¡muera el peludo!, se acaba el gobierno.
La frase se le atribuye al general José Félix Uriburu durante una charla con su colega Francisco Guido Lavalle, a mediados de 1930. Para ese entonces, el escenario político argentino presentaba dos espectáculos simultáneos: el derrumbe del presidente Yrigoyen y la conspiración del general Uriburu. La popularidad que había acompañado al caudillo radical al ganar por segunda vez la presidencia, se había evaporado. En las elecciones de marzo de 1930, para renovar parcialmente el Congreso Nacional, las cifras fueron elocuentes: de 839.234 votos en 1928, los radicales bajaron a 623.765; y la oposición había crecido de 536.908 a 614.336. La diferencia a favor de Yrigoyen, que había sido de 300 mil votos, se redujo a menos de 10 mil. Los resultados fueron tremendos en la Capital Federal, donde tras quince años de aplastantes triunfos radicales, la mayoría y la minoría fueron ganadas por los socialistas, quienes, a pesar de haberse dividido en dos partidos, relegaron al oficialismo al tercer puesto.
A partir de ese instante, lo único que se esperaba era la caída del gobierno. Desde octubre de 1929 las reuniones conspirativas se efectuaban sin interrupción; los dirigentes conservadores habían alimentado las ansias de sublevación de los jefes militares, con quienes se reunían semanalmente en el Jockey Club y en el Círculo de Armas, y los cabecillas principales dentro del Ejército eran los generales Uriburu y Agustín P. Justo, quienes lideraban una poderosa logia militar.

LA VOZ DE YRIGOYEN. Despreocupado de esas maquinaciones, en abril de 1930 Yrigoyen debió atender un importante llamado telefónico: era el del presidente norteamericano Herbert Hoover, quien le hablaba desde Washington con el solo propósito de dejar inauguradas oficialmente las comunicaciones directas entre ambos países. “A menudo se ha dicho —expresó Hoover— que a medida que los pueblos se conocen directamente, van resolviéndose las intangibles barreras que los separan." Con tono más solemne aún, Yrigoyen le contestó: "En esta grata conversación refirmo mis evangélicos credos de que los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos. Adiós, señor presidente". Y colgó.
Esta seca respuesta tenía su explicación. Yrigoyen había dado instrucciones al acorazado 9 de Julio, de la flota argentina, para que se negara a saludar a la bandera norteamericana izada por los infantes de marina en la fortaleza de Santo Domingo. Además, demoró una semana en atender el llamado: las líneas telefónicas entre Estados Unidos y los países de América latina habían quedado inauguradas oficialmente el 3 de abril, menos con la Argentina porque su presidente se declaró enfermo. Yrigoyen recién contestó el llamado el día 10, cuando los diarios norteamericanos ya habían empezado a mofarse de su personalidad y a compararlo —como lo hizo el World’s Work— con “un lama tibetano”.
Que la intención era desairar al gobierno de los Estados Unidos por su intromisión en la República Dominicana (acababa de ser derrocado el presidente Horacio Vázquez y se tramaba la entrega del poder a Rafael Leónidas Trujillo), no invalidaba un hecho cierto: su enfermedad. Al borde de los 80 años, Yrigoyen se sentía débil y era fácil presa de los oportunistas que lo rodeaban. La usina de rumores (que la oposición se encargaba de mantener encendida) le atribuía toda clase de anécdotas, a veces inventadas por sus propios colaboradores. En el afán de mostrarlo como un hombre todavía viril, se le incluían en la agenda solamente los pedidos femeninos y luego se fantaseaba sobre las audiencias concedidas.

LA LOGIA. La idea de derrocar a Yrigoyen se fue acunando en el seno del Ejército en 1927, al saberse que sería, otra vez presidente. Es que el desgaste que habían sufrido los militares durante el primer gobierno radical (1916-22), cuando la política comenzó a envolver a los jefes de mayor graduación, sólo pudo ser reparado bajo el gobierno de Marcelo T. de Alvear (1922-28). La Logia San Martín, creada por los oficiales más jóvenes en enero de 1921 "para mantener y velar por el prestigio del Ejército", se uniría luego a otra secta parecida, el Centro General San Martín, fundado en julio de ese mismo año “para impedir que la institución se precipite en la desorganización y la anarquía". Con esa fusión nació una sociedad más sólida que se apoderó del Círculo Militar en la primera renovación de autoridades. Desde allí, la flamante logia controlaría las promociones dentro del Ejército y armaría sus cuadros. Apenas Alvear asumió el poder, el Círculo le ofreció una comida y le entregó un memorial reservado, en el cual los cabecillas de la logia le reclamaban la designación del general Justo como ministro de Guerra, en lugar del general Luis Dellepiane.
Como el presidente Alvear aceptó esas exigencias (para asegurarse el apoyo militar a su gobierno), la logia se disolvió momentáneamente. Pero se reconstituyó nuevamente al volver Yrigoyen a la presidencia y colocar a Dellepiane en el Ministerio de Guerra. Ese descontento fue el que aprovecharon los políticos conservadores para estimular desde sus cenáculos el golpe militar.
A mediados de junio de 1930, el teniente coronel José María Sarobe visitó al general Justo en su casa particular y le reprochó que le hubiese ocultado la marcha del complot. Justo se disculpó y después pasó a explicarle sus diferencias.
Según aquellas explicaciones, Uriburu no quería civiles en el movimiento subversivo “para evitar que se repita lo que ocurrió en 1890, durante la Revolución del Parque" y sólo aceptaría el ingreso de algunos civiles sin antecedentes políticos para integrar el nuevo gobierno. Justo, en cambio, quería incorporar algunos dirigentes de los partidos opositores “para que el nuevo gobierno tenga adhesión popular”. Paradójicamente, la mayoría de los militares se inclinaban por la proposición de Justo, mientras que los civiles complotados adhirieron al plan de Uriburu. Finalmente triunfó esta última idea.

LAS REUNIONES. A fines de junio, cuando la sublevación comenzó a ganar terreno entre los oficiales más jóvenes, el mayor Ángel Solari invitó a uno de sus mejores amigos, el capitán Juan Domingo Perón, a plegarse al movimiento. "No se puede seguir así —le dijo una tarde—, tenemos que apoyar a Uriburu. Esta noche hay una reunión en la casa particular de su hijo, ¿querés venir?”. Perón aceptó y fue con Solari a la casa del abogado Alberto Uriburu, situada en la avenida Quintana. Allí se encontraron con el jefe revolucionarlo. Estaban también el mayor José Humberto Sosa Molina y el capitán Franklin Lucero.
En sus apuntes, escritos en 1931 y titulados Lo que yo vi de la preparación y realización de la revolución del 6 de setiembre de 1930, Perón contaría que en esa reunión se enteró de los propósitos del jefe del movimiento y de un intento producido en la víspera: el Cuerpo de Bomberos había querido alzarse por su cuenta contra el gobierno, pero la tentativa fue reemplazada a tiempo por una decisión más viable como era la de sumarse a Uriburu.
El 3 de julio se trazó el primer esquema de organización subversiva, y los conspiradores se dividieron en tres grupos: la sección Operaciones, a cargo del teniente coronel Álvaro Alzogaray, los mayores Mascaré, Allende y Emilio Ramírez y los capitanes Perón y Gay; la sección Informaciones, en la que trabajarían el coronel Pedro Pablo Ramírez y los capitanes Urbano de la Vega, José Pipet y Gregorio Tauber; la sección Reclutamiento, que quedó en manos del coronel Molina y de los mayores Solari, Sosa Molina y Faccioni. Cuenta Perón que al coronel Alzogaray se le ocurrió secuestrar al presidente Yrigoyen en su propia casa. Se trataba de llevar a 20 hombres decididos dentro de un camión de reparto del diario La Prensa y entrar sorpresivamente en la madrugada para raptarlo. Después se alzarían las tropas para apoderarse del gobierno. "Me imagino —escribió Perón— la suerte que habrían corrido esos pobres hombres del camión, cuando al detenerse frente a la casa de Yrigoyen les hubiesen abierto un fuego terrible las ametralladoras instaladas en las azoteas de la casa de Vicente Scarlatto, situada enfrente”.
En otro pasaje de su relato, Perón explicaría también la forma intempestiva en que culminó una de las reuniones más importantes del Estado Mayor revolucionario. Fue la que se realizó en el restaurante Sibarita, de Corrientes y Pueyrredón. “La reunión seguía su curso normal —dice— y se hablaba de la perspectiva que presentaba el Regimiento 3 de Infantería, cuyo jefe estaba comprometido, cuando un accidente fortuito vino a malograrla e interrumpirla bruscamente. Eran las 23 y 45. Como la temperatura era muy baja, en el salón se había puesto un tarro con una gran cantidad de brasas que hacía las veces de estufa. El anhídrido carbónico se fue almacenando paulatinamente, porque, como es natural suponer, estábamos con las puertas cerradas. Con la animación de la charla nadie reparó en ello y así pasaron tres horas, cuando de improviso notamos que el mayor Allende se había desvanecido y estaba intensamente pálido. Pusimos manos a la obra para reanimarlo. Lo sacamos al patio, pero como no volvía en sí, la reunión quedó disuelta. El general debió huir por una puerta lateral, para salir por el negocio, ante una insinuación nuestra para evitarle compromisos. Después de masajes, agua, etcétera, Allende volvió en sí y nos retiramos”.
Al cabo de dos meses de reuniones conspirativas, el mayor Solari informó que sólo se habían reclutado 150 nombres dentro del Ejército “para hacer la revolución”. Además, se cometían frecuentes errores de organización y se deslizaban tantas infidencias que la policía sabía prácticamente todo lo que preparaban los complotados. Esas versiones alarmaron a algunos de los más fieles colaboradores de Yrigoyen, quienes se desesperaban por convencer al presidente de la necesidad de arrestar a los conspiradores. En ese intento fracasaron tanto el Intendente, José Luis Cantilo, como el propio sobrino del presidente, Luis Rodríguez Yrigoyen.
El único que alcanzó a obtener una respuesta menos negativa fue el Ministro de Guerra. Cuando el general Dellepiane ordenó por su cuenta apostar centinelas armados en la casa particular de Yrigoyen y en la azotea de Scarlatto, el presidente le preguntó quiénes eran los cabecillas del movimiento:
—Uriburu es el primero. Después están también Mayora, Alzogaray, Molina, Rocco...
—Ya ve, general, que no hay que preocuparse. Son todos unos palanganas.
—Bueno, si es como dice usted, tanto mejor. Aprovechemos para sacarlos del camino y encarrilar al Ejército por donde se debe.
—¿Pero qué es lo que quiere usted? —Que me autorice a meterlos presos.
—¿Y al general Uriburu también?
—¡Claro, si es el cabecilla!
—Le pido por favor que no lo haga. Vigílelo, si quiere, pero nada más. Y con los otros haga lo que le parezca, pero no sea violento, por favor...
PANORAMA, JUNIO 9, 1970

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