Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

disco es cultura
Enigma para empresarios: ¿El disco es cultura?
“El disco es cultura”, una frase que desde hace un tiempo aparece estampada en la contratapa de los registros locales de música clásica, bordea muchas veces el terreno del sarcasmo. Pensar, como los ejecutivos de algunas empresas, que a Bach, Beethoven o Chopin se los puede hacer competir con Movete chiquita movete o Andá y tírate al río, lleva a desvariar en cuanto a repertorios, recursos y métodos de comercialización.
Con semejante óptica no es de extrañar que en un momento crítico como éste, con recargos aduaneros del 146 por ciento para los discos importados (su precio orilla así los 8 mil pesos viejos) y una incoherente política para formar los catálogos locales, los responsables de dos sellos prestigiosos —CBS y Phonogram— le sacan punta al lápiz para calcular los beneficios de un disco que para el primero se llama Festival de Éxitos y para el segundo, Festival of Hits. Estos engendros agrupan movimientos de sinfonías o piezas cortas como un mosaico representativo de cada compositor, olvidando que la obra de arte es un todo orgánico e indivisible.
Para Jorge D’Urbano tales pot-pourris “son una suerte de lacra irremediable y demuestran que el apetito comercial está por encima de toda consideración”. Los empresarios se defienden: “Estos discos acercan a la juventud la música mayor” (Andrés Astorga, de CBS). Aunque es peligroso argumentar que el fin justifica los medios, los “momentos culminantes” de tal o cual compositor podrían ser tolerables siempre y cuando —paralelamente— se editaran placas con las correspondientes partituras completas, con selecciones básicas que aquí faltan y con una condición expresa: que tras saquear a Mozart, Tchaikovsky y otros “populares”, los capitostes no crean haber cumplido con su cuota de cultura.
disco es culturaA la sobretasa para material importado se la juzga —unánimemente— exagerada. “Además —opina Carlos Alberto Singer (erudito programador de Music-Hall)— no constituyen competencia porque hay discos, por ejemplo las sinfonías de Nielsen, que acá jamás se van a editar.”
“Las ediciones ralean cada vez más porque al lado del pingüe negocio de los éxitos populares del peor nivel, los clásicos constituyen para los ejecutivos de las grabadoras un mal necesario —acusa el crítico Salvador Sammaritano—. ¿Para qué sacar muchos si luego no se venden?, razonan detrás de sus escritorios. Pero parten de un planteo erróneo.” A juicio de Sammaritano, esa “pesadez” del mercado obedece a otras causas: falta de publicidad (“si nadie se entera de lo que sale, no se consigue aumentar el círculo de los melómanos”), reiteración de ediciones (“una grabadora sacó hace poco dos versiones distintas de la Quinta Sinfonía de Beethoven, de la que ya existían, además, otras varias en catálogo”), falta de planes orgánicos en la mayoría de los sellos (“una inteligente y agresiva política de la DGG en México logró el año pasado incrementar los porcentajes de venta”) y el creciente descuido de las ediciones ("algunas vienen sin texto ni comentarios”).

LOS CATALOGOS NO MUERDEN. Desde hace un año al frente de las ediciones mayores de Phonogram, Raúl Enrique Ferrazuolo es uno de los más fervorosos partidarios de aligerar la presentación de discos. “Si los comentarios no son ágiles ni están dirigidos al hombre común —filosofa— es mejor evitarlos. Demasiada erudición distrae la atención de la música, que es el objetivo principal del oyente. 'Prefiero promocionar en el dorso al intérprete o bien otras ediciones. Hay que evitar tantos opus, sostenidos y bemoles: quien busca lo clásico no es necesariamente músico.” Otra de las aspiraciones del joven ejecutivo es ilustrar las tapas con elementos cotidianos, “un modo de ganar el mercado por asociación de ideas”. Así, en la serie Festival of Hits un tenedor aparece bajo el ilustre nombre de Bach o una percha acompaña a Mozart. A otras celebridades les ha tocado como compañía una llave, una trampera para ratones y hasta un aséptico cepillo de dientes.
Muchos coleccionistas se lamentan de que Phonogram no aproveche con más ventajas los nutridos, selectos catálogos de la Deutsche Grammophon y la Philips, sus dos representadas. Las diez sinfonías de Mahler —grabadas por Rafael Kubelik—, si llegan a aparecer en 1972, como anuncia Ferrazuelo, quizás compensen algunos gazapos anteriores: por ejemplo, presentar La batalla de Vitoria o El triunfo de Wellington en Vitoria —una partitura menor de Beethoven—, como La batalla de Wellington (que es algo así como llamar el combate de San Martín a las escaramuzas de San Lorenzo).
“Creo recordar que en diecisiete años de ejercer la crítica discográfica —apunta Carlos Osvaldo Garde—, solamente he encontrado dos expertos al frente de los repertorios clásicos: Oscar Ledesma, con quien Phonogram atravesó su mejor momento, y Julio Palacio, quien no tuvo tiempo en Odeón de demostrar cómo debía encanarse la tarea.” Con cierto conocimiento de causa, este último revela: “El papel de estos asesores en las grandes empresas es el del opa de la familia: lo tienen en el altillo y tratan de no verlo”.
Para Julio Epstein (alma mater del Club Internacional del Disco, una cofradía que agrupa a 22 mil socios), “la música culta asusta porque los responsables de llevarla al público son —sin excepción— esclavos de los índices de venta. Hace un cuarto de siglo que estoy en esto y jamás se ha tocado fondo como ahora. Si hasta hay empresas que a los tres meses retiran del catálogo los discos sin vender, y muelen el sobrante”.

NO TAN SUBDESARROLLADOS. Uno de los interrogantes de Epstein es retomado por D’Urbano: ¿pueden imaginarse lectores o asesores de una editorial que sean analfabetos?. “Es un poco lo que pasa con la industria discográfica —se indigna—. La única que yo conozco donde la especialización no cuenta.” Y enumera sus falencias: no aporta nada nuevo (“reedita Toscanini desde hace treinta años”), no promociona su mercadería (“apenas algún avisito en los programas del Colón o en Buenos Aires Musical, y eso siempre y cuando el artista en cuestión esté de visita”), no se mantiene un catálogo normal y permanente sino el de los discos de más venta (“de las 32 sonatas de Beethoven, apenas hay 11 disponibles”).
Curiosamente, la única guía más o menos completa de las grabaciones locales es confeccionada anualmente por el meritorio Enrique Langlois, sin vinculación alguna con los distintos sellos. Claro, la escasez de medios y la falta de colaboradores trasformará al Judas Macabeo, de Haéndel, en “Judas Macabro”, o atribuirá la Sinfonía del Nuevo Mundo al mismísimo Chopin. Sorprenderá también la Sondea para violín y piano, de Debussy, ejecutada por la orquesta del Marqués de Cuevas, o las 10 (sic) Sinfonías de Beethoven vertidas por Arrau-Szigety.
Una tendencia mundial hace trepar al 11 por ciento el promedio de venta de los discos clásicos sobre el total de piadas editadas. En la Argentina, el índice es más modesto: oscila entre un 6 y un 10 por ciento. Sin embargo, algunas cifras correspondientes a 1971 sorprenden: CBS, por ejemplo, vendió en ese lapso 5.360 ejemplares del Triple Concierto de Beethoven. Ana María Tancovich (asesora de EMI) aporta el hit del sello Melodiya: 1.800 cajas (con 3 discos cada una) de la versión completa de El lago de los cisnes.
La alternativa es ineludible: o de una buena vez se suprimen los abusivos derechos de importación sobre el disco clásico extranjero (que sí contribuye efectivamente! a 'la cultura del país), o se obliga a los beneficiarios locales de tal proteccionismo a incluir un apreciable porcentaje de música mal llamada “culta” en sus catálogos, y según planes orgánicos. No ha de ser tan difícil: la Municipalidad de Buenos Aires obtiene considerable éxito con sus ediciones populares (700 pesos viejos la placa) de música nacional, en las que han aparecido hasta ahora 12 títulos. En un país subcapitalista como la Argentina, el disco, como la televisión y otras actividades, debe ser instrumento de formación de un público y no mero usufructuario de, precisamente, sus carencias culturales; y contribuir, al mismo tiempo, a que aquellos que desean cultivarse dispongan ampliamente de los medios necesarios.
Carlos Bégue

Recuadro en la crónica
Perspectivas del 72
Magra ha de ser en 1972 la cosecha de los discómanos. EMI es el único sello con planes relativamente ambiciosos (siempre que las ya habituales trabas aduaneras no se ensañen con las cintas que les envían del exterior). Bajo el sello ruso Melodiya, espera lanzar al mercado una caja primorosa con las seis sinfonías de Tchaikovsky, grabadas por la Sinfónica de la URSS, conducida por Yevgeny Svetlanov. Otra edición monumental es la de la obra completa para violín y piano de Mozart, que ya empezó a entregarse, por Julián Olevsky y Estela Kersenbaum. Los siete discos incluirán, además de las sonatas, las variaciones y diversas piezas de juventud.
El centenario del inglés Ralph Vaughan-Williams florecerá en su Cuarta Sinfonía, hasta ahora inédita en la Argentina. Los amantes del barroco se gratificarán con un Vivaldi poco conocido: los tres Motetes para soprano y orquesta de cámara, con el acople de otros tres que il prete rosso compuso para mezzosoprano. Pertenecen al catálogo del sello francés Pathé-Marconi, contratado por EMI, y acercan a dos cantantes de esa nacionalidad: Mady Mesplé, ya conocida en el Colón, y Jane Barbié. Otra cumbre del bel canto, la norteamericana Beverly Sills, lanzará los gorgoritos de Lucia di Lammermoor simultáneamente desde el Colón y desde el disco. La ópera tendrá otros embajadores: Madame Butterfly, de Puccini, con Renata Scotto y Cario Bergonzi, tiene la particularidad de ser la primera expresión del género grabada por el extinto sir John Barbirolli (1968); II pirata, de Bellini, y la segunda versión de Tosca, por la Callas; La dama de pique, de Tchaicovsky. Y, de este último, y ya en otro terreno, la versión completa del ballet La bella durmiente.
Por el lado de Mozart, von Karajan y la Filarmónica de Berlín brindarán las últimas sinfonías; Grieg volverá con su reiterado Concierto en la menor (Peter Katin y la Filarmónica de Londres dirigida por John Pritchard), con el acople de las suites de Peer Gynt.
RCA Victor impondrá a sus luminarias de siempre: Arturo Rubinstein (con el cuarteto Guarnieri, en el Quinteto opus 34 de Brahms), Toscanini, Stokowski. El concierto El Emperador, de Beethoven, rescatará para las nuevas generaciones a un pianista ilustre, Arturo Schnabel. Y en. la lírica, las voces inolvidables: Caruso, Galli-Curci, Kirtsen Flagstadt, Gérard Souzay y el mexicano Plácido Domingo, muy promovido ahora. Music-Hall lanzará las sinfonías 22 y 26 de Haydn (Antonio Janigro y la orquesta de los Festivales de Viena), y las 35, 43 y 80 (Leslie Jones y la Pequeña Orquesta de Londres). También las 3 y 4 de Albert Roussel.
PANORAMA, FEBRERO 22, 1972
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