Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

el bajo Leandro N. Alem
Crónicas del bajo
La calle del agujero en la media


Sobre la avenida Leandro N. Alem, en Buenos Aires, a lo largo de cuatro cuadras protegidas por añosa recova, sobrevive un mundo habitado por seres que ambulan entre el alcohol, los recuerdos, la miseria: en su mayoría son ex combatientes, inmigrantes polacos, rusos, austríacos, desechos de las dos guerras mundiales. Esta es la historia de sus vidas, de la calle que les dio albergue, donde duermen, comen y monologan en una charla infinita, a la espera de capturar instantes perdidos, como para que la muerte no los atrape sin memoria.

Cuando recuerdan, en las caras se les pinta una máscara de fealdad, cínica, dolorosa. Beben hasta embrutecerse. Generalmente piden la primera copa, y en la posición en que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa. Es difícil explicar cómo se van hundiendo día tras día.
Sigue lloviendo. Sigue lloviendo. ¡Malditos sean todos! Sigue lloviendo.. .
Hay un sol radiante. Pero Nicola no habla de hoy, ni de ayer, ni de ningún día conocido. De pronto apoya ambas manos sobre la mesa del café Ukrania, se alza como puede: el minúsculo cuerpo erguido es un grito, gloria de lo inviolable.
¡Atención! ¡Aquí Nicolás Dubka! ¡Teniente coronel ¡de los ejércitos austrohúngaros!
Tiene una barba desprolija, incipiente, gestos locos. Se calma, balbucea.
Sigue lloviendo. La calefacción está descompuesta y todos beben con sobretodo puesto. Es tarde. Vinos malos, mala ginebra a esta hora, malos, en mi país.
Tiene 71 años y para él la vida se detuvo un día lluvioso de 1918, en Viena, Austria, su país. Un día que recuerda en cada palabra que pronuncia. Según su torturoso palabrerío, habían pasado pocas horas desde su último combate con la caballería cosaca. Nadie podrá sacarle más referencias: dice que en la capital austríaca, frente a la iglesia San Basilio, hay un minúsculo —siniestro— cafetín, un cabaret de tercer orden, como los había en cualquier otra ciudad menesterosa de esa Europa menesterosa de la primera posguerra. Para Nicola Dubka, depositado en Buenos Aires en 1928 por un barco atosigado de inmigrantes, no hay ya otro tiempo que esas, horas lúgubres del amanecer, horas de mal vino y mala ginebra, horas del cabaret Oriental, de Viena, donde se le podía echar un vistazo a las mujeres después de la guerra.
¿Por qué su mente se quedó allí, como si tuviera una fotografía permanente que le impidiera pensar? ¿Por qué se le acabaron allí las ganas de vivir? Nadie lo sabe. Qué vino a hacer en Buenos Aires en 1928 y por qué ahora es una piltrafa, un ser torpe, desposeído y horrible, que le da vueltas siempre a un mismo pensamiento y mendiga, o bebe hasta hartarse en cualquier bodegón del bajo, o se tira sobre la mesa de cualquier café y, pese a los gritos, duerme con ronquido feroz, también es un enigma. Como son un enigma los ex hombres que habitan el Bajo. Leandro N. Alem, la calle donde —como la retrata Ezequiel Martínez Estrada— "la marea incesante de Buenos Aires arroja sus
desechos. . . calle limítrofe de la nacionalidad donde se juntan con las botellas todos los náufragos: mujeres que inician sus pasos vacilantes por los caminos de la infamia, marineros que sueñan que han pisado tierra y se gastan los jornales de una travesía, desocupados, estafadores, artistas... Leandro N. Alem, costa de un mar de ignorados dramas y frustradas glorias, muelle donde el ser humano ambula sin pasaporte y sin ancla”.
Esa cueva de despojo y desamparo se extiende hoy por más de tres cuadras: por Leandro N. Alem, desde San Martín hasta Paraguay, quizá hasta Córdoba. Allí se apiñan los cafetines, los hoteluchos de mala muerte, las casas de inquilinato, bodegas de hombres solos, viejos, contrabandistas de poca monta, tipos —jamás mejor aplicado el porteñismo— que alguna vez fueron ladrones, jugadores, malandrines, o gente decente —estibadores, portuarios, ex combatientes, dueños de pequeños negocios de ramos generales, vendedores ambulantes—, todos envueltos ahora por un clima, incapacitados para escapar de ese engranaje perezoso que los humilla: porque la marginalidad, la impotencia, el desconsuelo, los destruye aún más que la pobreza o el fracaso que los llevó a esa vida que ellos sobrellevan; no quieren morir: cuando una persona llega a ciertos declines de la existencia humana ya no elige, acepta.
La calle del agujero en la mediaEsa historia de sometimiento es la que relataron a SIETE DIAS sus propios protagonistas. Cuando hablan—monologan, en realidad—, una niebla gris se diluye en el fondo de sus ojos. Probablemente, hasta el momento en que fueron entrevistados el silencio era el único vaso comunicante por el cual sus pesadillas de angustia y aburrimiento pasaban de uno a otro, con una sensación de sentimiento torvo. Por momentos sus ojos se humedecen y se inundan de venitas de sangre, producto del vino o la nostalgia. Por momentos sonríen ingenuamente. Parecen fieras enjauladas. Leandro N. Alem los alberga.
La que en un principio de la historia de Buenos Aires era Paseo de la Alameda, luego —desde 1848— Paseo de Julio y a partir de 1919 lleva la denominación que recuerda al líder de la Unión Cívica Radical les da abrigo con su recova, donde —ellos fueron testigos— todo alcanzaba allí, día y noche, movimiento de feria y romería: los cabarets, los fondines olorosos de pescado, morcilla y polenta frita, las casas de compraventa, los vendedores de libros y estampas, biblias y flores, las prostitutas, los buscavidas, integraban ese cambalache discepoliano que ahora está muerto y que ni siquiera puede resucitar en el recuerdo de los que lo sobreviven. Porque ellos apenas si pueden dar vida a su propio drama. Y eso sólo por instantes, cuando el duro bloque de indiferencia que los maniata —duro como el granito— se resiente levemente. Algunos de estos habitantes del Bajo son dicharacheros; otros, parcos. La que sigue es una aproximación a sus vidas, o lo que ellos piensan que fue su vida.

BAR Y BILLARES
“LA ANTIGUA MARINA”
Leandro N. Alem casi esquina San Martín, un inmenso salón gris, cinco mesas de billar, un salón comedor, un apartado para hombres solos. Francisco Abeijén, 60 años, español, ex marinero, ex obrero del frigorífico, ex estibador, ex peón de cocina: linyera. Pide el vino de a cuartos. Hace tres pedidos en media hora, mientras susurra:
Mi nombre es Francisco Abeijon. Mi padre murió, mi madre murió, mis hermanos ... bah, ahí anda una hermana... De mi juventud sólo tengo estos tatuajes en el brazo: el de. . . Nélida Nelson, eso, así se llamaba . . . una enamorada mía de la infancia, y el de este escudo que ni me acuerdo. Nací en 1911. Vine a Buenos Aires con mi finado padre y mi finado hermano a bordo de un barco griego, el Bazopolsbros, o algo así. Seis años anduve a bordo de un barco griego. Aquí trabajé en el frigorífico La Blanca. Y en 1931, exactamente, decidí hacerme croto. Trabajaba de tanto en tanto como estibador, iba al campo y hacía alguna changa. Ahora vivo en la piojera, un hotel de porquería, ahí sobre Reconquista: cuatro en una pieza; para llegar a mi cama hay que saltar por otras tres; 250 pesos la noche . . . cuando hay plata. Cuando no hay, duermo en la calle. Ya se va a acabar esta vida .. . por ahí me dan la jubilación de croto . . . quién te dice... Si yo aquí, en la Argentina, hice de todo: hasta tuve una mujer, cordobesa. Pero ésa me salió loca ... En fin, las cosas de mujeres hay que dejarlas aparte: ésta no me dejó, eh, no, ésta no me dejó hasta que se murió . . . son las cosas raras de la vida . . . hay que dejarlas aparte, como a Dios; Dios no existe, por eso: aparte.
Abeijén hace silencio. Es el momento de que hable1 más profundamente de sus cosas. Algunas preguntas lo ponen en guardia.
Cosas personales no. . ., uno es uno solo, para uno. ¿La muerte? Cuando viene, ¡pum! A los caños . . . ¿Mis sueños? ¡Uh! Tengo muchos sueños: cuando tengo hambre . . . ¡sueño con toda la Biblia! El estómago me hace brrrrr . . . brrrrr. . . pero después de tres o cuatro días de hambre ya no se siente nada . . . El hombre no llora, jamás. Un día, en el puerto, se me cayeron encima cinco toneladas de bolsas. Ni una lágrima largué, ni una. Ni lloré ni pensé en la muerte. El que piensa en la muerte está loco. Al fin, yo también tuve momentos felices: un día se dio vuelta un barco en el que trabajaba, anduve tres días en el agua, agarrado a una tabla . . . éramos tres... los otros dos se ahogaron ... yo me salvé. ¿No fue un momento feliz ése? Ahora, la alegría de vivir, en serio, nunca como en el Bajo. Aquí, en la esquina de Charcas, había un boliche divino, asqueroso, ¿no?, pero divino. Se juntaban siempre Beethoven y Paganini, el negro, les decíamos así porque uno tocaba el piano y el otro el violín. Beethoven pin, pin, pin pin . .. dale que va al piano, y el otro, mientras serruchaba el instrumento le robaba las copas . . . era una risa el boliche.
Abeijón se refiere, sin duda, a uno de los personajes más célebres de Leandro N. Alem: Brindis de Sala, el Paganini negro, un virtuoso del violín, musicante andariego que murió en un fondín al día siguiente de haber empeñado su Stradivarius.)
Era una risa el boliche ... yo andaba día y noche con mujeres. .. salía del boliche y a dormir. ¡Ah, aquellos tiempos! Antes se podía bailar, reír, cantar en la calle . . . ahora ni podes caminar: cosas del progreso. Pero a mí no me importa. Si desde que salí de España, bah, desde que nací ando solo como un perro. Pero es mejor así: los que hacemos la calle todo el día no tenemos posibilidades. O andamos solos y mal, o nos hacemos alcahuetes.

HOTEL “PEDRITO”, CAMAS DISPONIBLES
Leandro N. Alem 972, tres pisos dos departamentos por piso, cuatro habitaciones por departamento, cuatro camas por habitación. Desde hace tres meses nadie le cambia las sábanas a la cama de Antonio Woszczyna, 61 años, polaco, ex tanquista de los ejércitos polaco e inglés durante la Segunda Guerra Mundial, mozo de bar hasta el año pasado, fecha en que fue desalojado el restaurante El Cañón (Leandro N. Alem y Charcas), donde completaba su pensión de 17 mil pesos con un sueldo mensual de 30 mil pesos.
Tres meses que vivo en hotel "Pedrito”; 4 mil pesos por mes alquilo la cama. Pensión no da para mejor.
Antonio no es precisamente hablador, pero su corpachón esconde una infinita ternura. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Su mal castellano hace aún más conmovedora la escena: está sentado en la única silla de la pieza; tras él cuelgan —como en una terraza— las ropas que acaba de lavar; enfrente y atrás hay dos camas con los colchones dados vuelta, doblados de tal manera que dejan al descubierto los elásticos . vencidos, elásticos de camas de una plaza, trenzados como telarañas. Hay también un ropero antiguo con el espejo roto, una añeja batería de cocina (dos ollas, dos cacharros, una sartén), tres calentadores Primus, una lamparilla que cuelga desnuda del techo, cinco o seis valijas de cartón debajo de las camas, dos mesitas de noche para los cuatro inquilinos, varias botellas de vino.
Ahora ya viejo nadie quiere, no puede trabajar. Entonces yo, ¿con quién tiene que estar, con quién? Con el vino. Nada le queda a Antonio. La guerra arruinó: si no iba a la guerra podía estar casado. Yo vino acá en 1929, muy joven para tener mujer. En el 40 volvió voluntario a Europa. La guerra arruinó. Un año y medio de ocupación en Alemania: muy cerca la muerte, una granada explotó y marcó con cicatriz la cabeza. ¿Cómo se va a casar uno en la guerra? Ahora viejo nadie quiere.
Antonio Woszczyna tiene una marca profunda en la mitad de la frente, la boca levemente torcida, un hombro más bajo que otro. Lleva puesto un pantalón piyama y una camiseta agujereada. Muestra con orgullo treinta o cuarenta fotografías de la guerra, las cinco medallas al mérito que ganó en acción y una cruz al valor, que pocos combatientes pueden exhibir. Sentado en una cama a su lado, indiferente, hay un viejo que come vorazmente un guiso, directamente desde una olla: el olor a comida es penetrante, inunda la habitación.
Yo quiero volver a Polonia donde están los parientes.
Dice esta última frase y se atraganta. Jamás va a volver a Polonia, nunca conocerá a sus hermanos. Lo sabe, pero no puede aceptarlo así no más.
La calle del agujero en la mediaYo quiere mucho su patria. Por eso volví a Europa cuando la guerra. Y la guerra arruinó.
Repite la frase hasta el cansancio. Se deja invadir por la tristeza cuando revuelve un valijón lleno de papeles y libros escritos en polaco, de donde saca un papel ajado. Es un diploma. Dice textualmente: “Antonio Woszczyna ha cumplido sus deberes con Polonia prestando valientemente servicios en los ejércitos polacos durante la Segunda Guerra Mundial". La frase está escrita en cinco idiomas (español, inglés, polaco, ruso y francés). El habla perfectamente esos cinco idiomas. O los hablaba.

BAR “UKRANIA”, CAFE DE COLOMBIA
El cartel está pintado con letras rojas y verdes. En alguna época fue luminoso. Ahora por las noches, en la esquina de Reconquista casi Leandro N. Alem, apenas si recibe las luces mortecinas del interior del bar, el mismo donde duerme pesadamente Nicola Dubka. Las siete mesas del local están permanentemente ocupadas por inmigrantes rusos, austríacos y polacos que se entienden en su idioma natal. Un hombre, a quien todos dicen “capitán”, apoya los codos contra el mostrador del café, toma vino rosado: tiene un saco gris gastado y descosido, pantalones negros, remera azul, zapatos marrones agujereados. El pelo blanco, con raya al medio, le cae a ambos costados: la limpieza de sus ropas y su piel es notable, sobre todo porque el hombre vive a la intemperie, donde lo atrapa la noche. Como sus amigos, habla un pésimo castellano.
Yo habla sin darle nombre. Es siempre peligroso dar nombre y apellido. ¿Para qué?.
Su historia, claro, no necesita nombre y apellido. Es similar a todas las historias de todos esos hombres que se juntan en el “Ukrania” como si ése fuera el último pedazo de patria que les queda, como si allí, en el Bajo, en Buenos Aires, pudieran recuperar algo del afecto perdido, del amor que pusieron en la guerra y que no recuperaron nunca. La mayoría, como el “capitán”, son ex combatientes. Todos respetan, mientras no esté borracho, al hombre de saco gris.
Yo he estudiado, cómo no; en Varsovia terminó, estudios secundarios e ingreso a Universidad de Medicina. no gustó. Fui a Cracovia e ingreso a Universidad de Ingeniería: tampoco gustó. Padre dijo entonces: “Yo soy polaco y mi hijo no va a universidad de Polonia”. Padre se enojó: “Andate Inglaterra”, dijo. Yo dijo: “Mire padre, del colegio conozco inglés... de madre conozco alemán, de padre conozco ruso, sé italiano, padre: voy Inglaterra”. Fui Inglaterra, hice carrera diplomática y escuela de oficiales. Empezó la guerra. En 1938 fui oficial de ejército polaco. En Italia, pasé a ejército inglés ... Herido en batalla de Montecassino, pierna izquierda quedó cuatro centímetros más corta que pierna derecha ... yo dice: Bel ricordo d’ltalia. Cuando la guerra terminó estuvo en hospital del sur italiano. Después volví Inglaterra con grado de capitán. Fui periodista de diario polaco Aguila Blanca, y trabajando en varias cosas llegué a Argentina: trabajé en el City Hotel como conserje y en época de Perón me echaron. Salí de allá y no trabajé más. Como dijo William Shakestpeare: si usted no puede vivir como le gusta, tiene que aceptar la vida más apropiada. Vivo de pensión mensual que pasa embajada polaca, seis mil pesos por mes, vivo pobre, pobre... pero esta vida me arrima más a la humanidad, me permite criticar mi propia persona.
La conversación del “capitán” es asombrosa. Ya no le¡ interesa hablar de sí. Tiene la suficiente lucidez como para hablar de los demás.
Yo pregunto: ¿cómo, después de dos grandes guerras, a pesar de sacrificio de muchas generaciones, hombres no se entienden con hombres y siguen peleando hasta trasformarse en materia muerta, gas, podredumbre? Yo siempre he pensado: si hay hombres que desesperan por cosas que le pasan, esos hombres son cobardes, pero si hay hombres que todavía tienen esperanzas de su condición humana, esos hombres son locos.

CASA DE RAMOS GENERALES
Leandro N. Alem 948, se venden desde cigarrillos hasta calzoncillos largos, medias de1 mujer, cajitas de música, ropa nueva y ropa usada, cuadritos al óleo con paisajes argentinos, botas de goma, tabaco suelto. La propietaria: Carmen Sésil de Sarquis, 99 años, 50 en la Argentina, siriolibanesa, 4 hijos, 5 sobrinos, 3 nietos, 6 bisnietos, probablemente es la más antigua habitante del Bajo y una de las mujeres más ancianas de Buenos Aires. En ella la sordidez de “la calle del agujero en la media” —como podría haberla llamado el poeta Raúl González Tuñón— se trasforma, se dulcifica. Doña Carmen es una viejita alegre para quien el Bajo no existe: Ni aun ahora —protesta— las mujeres fuman delante mío. De esa época de fama y de señoritas nocturnas no me acuerdo, no quiero acordarme.
No hila sus pensamientos con coherencia. Pero ella es una figura inevitable del Bajo. La envuelve un halo de religiosidad, una mansedumbre en la que se refugia y de la que escapan pocas palabras.
No tengo miedo a morir. Nuestros pasos están escritos arriba. Yo creo en Dios... ¿en quién voy a ¡creer? ¿En el Diablo? ¿Y a mí qué me da él diablo ¡para creer en él? No, señor: cuando llega la hora uno se va al lado de Dios. ¿Y qué sé yo cuándo llega la hora? Seguro que no te van a ¡preguntar si querés ¡morir... ni a vos ni a mí... llega y basta: te atan las ¡patas y abajo tierra y arriba tierra y ya no sos nada; a mí Dios me dijo que voy a vivir muchísimos años. Yo te cumplo... y ahí ando sola sin muchos amigos... porque amigo es el bolsillo cuando da para comer... La vejez la siento poco, no leo ni escribo, pero tengo cerebro todavía ... aunque eso no sirve, lo que sirve, es seguir viviendo mucho tiempo, qué se yo para qué, para ver pasar la vida... Hay tantas cosas lindas y sucias que ver, aunque ya no es como antes . .. Antes aquí en la esquina había una casa de mujeres.. . ¡puaj! Yo desde el negocio oía el ruido de las palanganas... En la esquina de Córdoba ... me avergüenza decírtelo. .. había un orinal... yo vi toda esa porquería y cómo se juntaban los atorrantes para dormir ahí atrás ... y no quiero ver más eso, por suerte ya no está más . .. Entonces quiero seguir viviendo...
Doña Carmen comienza a divagar. No quiere ver que a su alrededor agonizan los restos; de ese mundillo sórdido y alegre que ella critica tan acerbamente. No quiere saber nada de Nicola, de Antonio, de Francisco, del “capitán” ni de sus vidas, ni de cómo van muriendo. En algo tiene razón: el Bajo, como ella lo conoció, ya no existe. Sólo quedan pequeñas historias, destrozos. Algunos relatos fueron rescatados por SIETE DIAS, otros (el de César Ferreiro, zapatero de Alem y Paraguay; el de Ladislao Kopic, ex combatiente polaco, compañero de habitación de Antonio en el hotel Pedrito; el de Jorge Redkoka, peluquero; el del griego Papas, vendedor de chucherías) sólo forman parte de un itinerario, un monólogo interior de este viejo Paseo de Julio, cuya recova ya no alberga el griterío de prostitutas y marineros; apenas algunos fantasmas, el clamor loco de Dubka (¡Atención! ¡Aquí Nicolás Dubka! ¡Teniente coronel de los ejércitos austro-húngaros!): escepticismo, amargura, insobornable dignidad, pobreza.
PABLO ANANIA
Fotos: CARLOS BOSCH
Revista Siete Días Ilustrados
15.03.1971
 

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