Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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El Delta que los argentinos no conocen
“Según se mire, el paraje resulta desolado y en un día gris, de mucho viento, sobrecoge a cualquiera’’. — HAROLDO CONTI

Cuatro mil setecientos kilómetros de río nutren a millares de islas planas, encrespadas de montes y bosques chatos. La nominación genérica las llama Delta, como al conglomerado del Nilo, o al del Rhin. En rigor, se trata de un abanico inmenso que se despliega sobre una superficie de aproximadamente 400 mil hectáreas a la manera de un tapiz verde que termina amontonándose a las puertas de Buenos Aires. Acarreadores de aguas pardas, plagadas de desechos vegetales y depósitos de lodo, el Paraná tanto como el Uruguay fijan y movilizan un territorio tan permanente como efímero.
El Delta rechaza toda, actualidad: las tres docenas de lanchas colectivas con una capacidad de 36 pasajeros en cada una de ellas, son las mismas desde hace cuarenta años; pintadas y repintadas, cada día hincan sus panzas en los amarraderos del Tigre y por un peso cincuenta llevan a alguien hasta algún rincón insular donde nunca falta una casilla sobre pilotes, un almacén con un par de perros o la hostería-recreo con mesas al aire libre. Para la mayor parte de los porteños, el Delta, a secas, no es más que un conjunto de connotaciones semiturísticas, con tediosos paseos en lancha y la síntesis de un almuerzo bajo los sauces donde el silencio disputa su reino a los mosquitos.
Existen, sin embargo, los entusiastas. Marcos Sastre primero y Sarmiento después encabezarían esas huestes; más tarde, la opulenta burguesía de los tiempos de Roca haría del Tigre Hotel una suerte de Marienbad subtropical, con festines a la luz de la luna, regatas pintorescas y celebraciones de salón. Melancólicamente, el Tigre se sigue llamando la capital del remo, en tanto que San Fernando se autotitula de la motonáutica; del Tigre Hotel sólo quedan rampas crujientes en su patio frontal y una fachada que enverdeció de aburrimiento. Con todo, desde principios de diciembre a fines de marzo, los meandros isleños y los brazos anchurosos que prodiga el Paraná se pueblan de una raza casi atlética, adoradora de los deportes acuáticos sobre esquíes, de las largas competiciones de remo o de los simples y sedantes beneficios de la navegación.

RIO MANSO. De todos modos, en el orden de prioridades económicas del Delta el turismo ocupa a duras penas un quinto lugar: “Cuando en la década del 30 se pavimentó la franja de 200 kilómetros que va de Dolores a Mar del Plata —comentó la semana pasada el periodista delteño Julio César Comte—, aquí se acabó el esplendor y el Tigre perdió su prestigio.”
Comte es hoy el redactor jefe del periódico más viejo del lugar, un quincenario llamado —obviamente— Delta, que fundara hace 39 años el húngaro Sandor Mikler. Cuando Mikler murió, en julio de 1971, dejó tras sí una empresa pequeña pero sólida que ahora pilotea Rosalía, su mujer, húngara como él y también antigua moradora de la zona. Mikler —don Sandor— fue una especie de pionero y alma mater de las islas. Primitivo habitante del Paranacito, en el mismo corazón insular, su idea de fundar un diario obedeció a la. necesidad de intercomunicar a los desperdigona-dos grupos de colonos extranjeros que trabajaban en parajes solitarios: “Nuestro diario —recuerda Rosalía— significó el principio de un contacto humano que todavía nos sostiene.” Es cierto, las ocho páginas de Delta en formato tabloid aparecen abarrotadas de avisos lugareños.
Pero Sandor Mikler no sólo es recordado por su empeño en el periodismo. Dueño de un especial sentido de la ironía, protagonizó más de una vez episodios que nutren el anecdotario de Tigre.
Uno de ellos tiene que ver con las inundaciones de 1959. El entonces gobierno de Arturo Frondizi desplegó un operativo de salvataje y auxilio de una magnitud sin precedentes. Pero la tecnificación y estrategia de las brigadas desbordaron las verdaderas necesidades de los damnificados, provocando inconvenientes insalvables. "Nadie se olvida —memoró la viuda de Mikler— del caso de la anciana que había llevado toda su fortuna en pesos de a mil a secar a la terraza. Cuando la mujer vio que se aproximaban los helicópteros intentó alejarlos por medio de señas que, desde arriba, eran interpretadas como desesperantes demandas de auxilio. El hecho es que el ventarrón producido por las palas de los helicópteros hizo volar sus billetes por encima de los árboles. Creo que eran treinta mil pesos de entonces.” Según Comte, nunca se comprendió la psicología del isleño en momentos de inundación: "El habitante de las islas conoce el río y sabe hasta dónde es capaz de llegar. Cuando la cosa se pone difícil, como en el 59, rehúsa dejar su casa o rancho y prefiere levantar todo el acopio de sus bienes hasta la terraza o el techo y allí velar con ellos hasta que el río baje. Las brigadas del 59 arriaron con familias enteras, cargaron muebles y enseres para trasladar todo a un depósito común en suelo firme. Imagínese la anarquía y confusión que provocó el traslado y el posterior rescate por parte de los propietarios.”
Pocos días después, Frondizi recibió a una representación del Consejo de Productores del Delta —del cual Sandor Mikler era miembro activo— pidiéndole a sus integrantes una opinión sobre el desempeño de las distintas organizaciones afectadas al operativo de salvataje. Con su castellano correcto pero impregnado de una fuerte tonalidad extranjera. Mikler habló en nombre de sus colegas: "Señor presidente —recuerda Comte que dijo Mikler—, estamos profundamente agradecidos por todo lo que hizo y viene haciendo el gobierno en nuestro favor, pero mucho más vamos a estarlo si en las próximas inundaciones se nos deja arreglarnos por nuestra cuenta.”
Contra la frecuente opinión oficial, el viejo Mikler sostenía que el Paraná es un río manso: "Los grandes ríos de llanura —escribió alguna vez— no son ríos asesinos. Y aquí, ninguna creciente ahoga a nadie.” Comte subscribe esas aseveraciones: "El isleño no se ahoga por una creciente, a menos que esté borracho perdido y duerma, la mona sin que haya Dios que pueda despertarlo, pero son casos aislados ni siquiera computables.”

DE BARCOS Y REFUGIOS. La inocencia que el extinto Mikler adjudicaba al Paraná parece estar avalada por la cantidad de navegantes aficionados que entre diciembre y marzo, invaden los riachos. Como con todo lo referido al Delta, la navegación conoció mejores épocas, tiempos de astilleros famosos y de cascos que constituyeron el orgullo de sus armadores. Ahora, las guarderías albergan alrededor de 10 mil lanchas automóviles construidas en plástico, equipadas con motores Mercury Johnson y con capacidad para cuatro personas. No cuestan más de dos millones de pesos viejos y sirven a una clase media moderadamente acomodada que suele perderse en las riberas umbrías, para matear en las tardes de calor o echar la línea y olvidarse de los deberes urbanos.
No es ése el ideal de César A. Fogliarino (70), industrial y socio fundador del Club Regatas de San Fernando (“una fábrica de juventud con 20 mil socios”). Un domingo reciente, mientras se vivían en las islas los últimos ramalazos del verano, Fogliarino se deleitaba en señalar las pocas grandes embarcaciones de placer que quedan en la zona: “El Manukai —dijo—- es tal vez lo mejor del momento, un verdadero crucero de líneas hermosas. El imperio de los armadores reconoce hoy día dos nombres:
Pagliettini y Hortholan, el primero fabricante de las lanchas standard medianas, y el segundo, junto con Canestari, de las grandes. Pero uno de los barcos más hermosos es el Wanderer, perteneciente al millonario William Hope. Tiene dos cubiertas y hasta salón de piano.”
Fogliarini no reduce sus habilidades de cicerone a la mera señalación de barcos y yates prestigiosos. No hay, prácticamente, un club cuyo origen desconozca: "Cada colectividad tiene el suyo —informa— Ahí está por ejemplo el Cannotieri Italiano, el Tigre Boat Club de los ingleses, el Teutonia de los alemanes, el Club Remeros Escandinavos y el Hispanoargentino.” Frecuentador del Islander, un reducto privado con chozas al estilo hawaiano, Fogliarini lo prefiere como uno de los mejores centros deportivos con "gente de ambiente y categoría”. El Islander se fundó el año pasado y cuenta ya con 30 socios asiduos oficiantes del esquí acuático. Alfredo Mathesius, Luis Paillot y Alberto Regnicoli, tres cultores de la moto-náutica, integran esa lista.

ORIGENES. "Marcos Sastre —dice Fogliarini— describe el Delta romántico de la época de Rosas; en esos tiempos los indios sembraban trigo en el interior de las islas y la mayor parte de los isleños blancos eran nutrieros y pescadores de boga, patí, bagre y pejerrey. Cuando mi abuelo vino de Italia compró una isla en el río Sarmiento por un solo peso fuerte; después se trajo compatriotas piamonteses, como los Solá y los Tricerri, que ahora constituyen viejas y arraigadas familias.”
Fogliarini alcanzó a ver el tranvía a caballo que iba desde la estación ferroviaria al Tigre Hotel, atestado de "muchachas en flor”. Recuerda también las barcas impulsadas a botador, unos palos de 5 ó 6 metros una de cuyas puntas se hundía. en el lecho del río. "En aquellos tiempos, los Ortega Belgrano, los Madero, los Vélez y Udaondo habían hecho construir soberbias casonas de las que ya no queda nada. Sólo está en pie la mansión de Madero, pero, naturalmente, sin el brillo de entonces.” También recuerda el furor de las casas al estilo de New Orleans, alrededor de 1910: "Eran una mezcla de pórtico francés. con techos Mansard y quedaban en verdad muy bien; se alineaban a lo largo de la calle Liniers.”
Los brillantes momentos del Delta duraron hasta 1925: "Había ruleta —narra Fogliarini— y un tranvía acuático que llevaba a los jugadores hasta el Tigre Club. Mi abuelo siempre contaba que hacia 1870 Sarmiento viajó en tren hasta San Fernando y de ahí siguió a pie, por la calle Lavalle, hasta lo del alguacil Zenón Hernández, que le trasmitía las novedades del pueblo. Por entonces era ministro de Mitre; más tarde, ya presidente, en las reuniones ministeriales, solía usar el barco El Talita, un yate del gobierno.”
Un curioso pudor, del que participan los más. prominentes vecinos del Delta, impide a los isleños revelar la urdimbre tejida alrededor de las islas sobre su fama como recalaje de homosexuales en tren de francachela. Nadie ignora, sin embargo, la notoriedad que el recreo Atelier, sobre el río Capitán, supo ganarse hace dos décadas, cuando lo visitaban damas de costumbres lésbicas. En el Carapachay, oculta por una espesa mata de sauces y álamos, una. casona de la que apenas se divisa su fachada, se hospeda un sinuoso personaje de comedia: vestido sólo con el largo saron floreado que popularizara la actriz Dorothy Lamour treinta años atrás, Jean Cocteau —así lo llaman sus vecinos— recibe efebos en fiestas bulliciosas. A lo largo del Arroyo Rama Negra, de los ríos La Cruz y Abra Vieja y últimamente en Arroyo Caracoles, se alinean los clubes privados para hombres solos, en rigor, residencias particulares a las que se accede sólo por amistad. Subsiste además una secreta sede nudista, tan añeja como sus propios cultores.

FUTURO. Pero si la crónica mundana rescatara para el Delta una notoriedad meramente frívola, se soslayaría injustamente uno de los atractivos económicos que, potencialmente, dibujan el futuro de la región. Desde el pescador vagabundo al próspero colono, nadie dudaba la semana, pasada que el porvenir de las islas está en las salicáceas, es decir plantaciones de álamos y sauces hasta ahora, sólo usados en la utilización de embalajes y maderas de tornería. El aprovechamiento de la celulosa para la producción de papel en gran escala trasforma radicalmente las expectativas delteñas, y si en la actualidad la superficie boscosa cubre una extensión de 100 mil hectáreas, antes de una década deberá duplicarse. Naturalmente, este cálculo no incluye la necesidad de introducir en el Delta las variedades coníferas cada vez más disputadas en el mercado internacional por la inminente extinción de los bosques naturales.
Si en 1975 la explotación forestal ya planificada alcanzara los topes del autoabastecimiento (unas 330 mil toneladas anuales de papel), la región recibiría él seguro estímulo de una circulación no menor a los 10 mil millones de pesos nuevos. Una buena parte iría a parar a manos de las cinco mil familias que pueblan, el Delta, revitalizando las fuentes de trabajo ya existentes y generando a su vez otras nuevas.
Este resurgimiento económico se traducirá seguramente en la inversión del fenómeno migratorio: hoy día, las familias vernáculas ven alejarse a. sus hijos apenas dejan la adolescencia. La trasformación no sólo detendrá a quienes todavía no se hayan ido, sino que, además, traerá a los que se fueron. De este modo, la parábola inconclusa del Delta cumplirá su destino: conocido el viejo esplendor finisecular y la decadencia posterior a los años 40, retomará la. curva ascendente insertándose en el futuro. No es raro entonces que los delteños hayan abandonado en parte sus nostalgias navieras o frutícolas: un horizonte de bosques ocupa sus sueños. Desde ya, nadie los desmiente.
PANORAMA, MARZO 21, 1972
 





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