Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

rayo supersónico
En busca del rayo supersónico

Todos los informes que tienen los estudiosos y los estados mayores de los ejércitos es que ya se ha inventado el rayo de la muerte. Se trata del empleo de las ondas sonoras, o mejor dicho supersónicas, para atacar al hombre y desintegrarlo de diferentes maneras. Un criminal provisto de una caja que simula ser una máquina fotográfica o un anteojo de larga vista puede enfocar a su victima desde bastante distancia y fulminarla sin que se dé cuenta. Ni aún la gente que está alrededor se dará cuenta de lo sucedido, pues creen que se trata de un fotógrafo o de un curioso. Es posible que no haya una muerte inmediata, ni tampoco la caída del cuerpo. Tal hecho sembraría la alarma y contribuiría a descubrir al delincuente. El procedimiento es peor, pues el rayo supersónico no mataría propiamente en la forma en que consideramos que matan las armas. Desintegraría a la victima. Por ejemplo, la esterilizaría. O anularía su función cerebral. Acaso paralizaría algunos de sus músculos. Es posible que sólo lo cegara o lo ensordeciera o lo enmudeciera. O que creara un fenómeno de anemia en su sangre o de perturbación en sus arterias o destrucción en su piel o cualquier otra enfermedad rápidamente perniciosa.
Por medio del rayo supersónico un astro de la pantalla se convertiría en un esperpento, un sabio en un ignorante, una individualidad pujante en una pobre ovejita. Un inocente turista o a un entusiasta corresponsal de diario, serán en este futuro que describimos, los agentes secretos o los sicarios del gobierno imperialista que decidirá mandar matar al jefe del gobierno extranjero que no se ha doblegado. Es de imaginarse que entonces sufrirá la vida de las naciones y se necesitará una imaginación propia de Julio Verne para organizar la defensa de la sociedad contra el crimen que en esta forma estará provisto de un arma tan difícil de controlar. La policía andará a la pesca de catalejos y máquinas fotográficas, que tendrán y requerirán registros, permisos y certificados de buena conducta como los que ahora se prevén para los revólveres. El amable vendedor de los paisajes etéreos que cobra 10 centavos por mirar a la Luna, a Venus o al cometa que descubrió el Padre Bussolini, se convertirá en el ánimo del público en un verdadero artillero capaz de demoler el obelisco.
¿Pero es posible todo esto? ¿Será cierto que en alguna parte del mundo se ha inventado ya el rayo supersónico? ¿Y, entre tanto, qué hacemos los argentinos? ¿Nos estamos durmiendo? ¿Quedaremos indefensos? ¿Vamos a tener nuestra soberanía, nuestra libertad, la vida de nuestras mujeres y nuestros hijos a la merced de un siniestro fotógrafo?
Dos colaboradores de Argentina fueron encargados de hacer una investigación y se han expedido en la forma que los lectores encontrarán a continuación. H. N.
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HORACIO ESTOL escribe para Argentina la historia de los inventos bélicos desde la pólvora; desde el siglo xiv hasta nuestros días. Su tema es: OTRA GUERRA SERÍA UN CATACLISMO UNIVERSAL.

En un principio era Bertoldo Schwartz.
La crónica lo ubica en el siglo XIV, en plena Edad Media, cuando los años siniestros de la Gran Peste y bajo el adecuado símbolo de la “muerte negra”. Y es con una aventura de corte novelesco, en la solitaria celda de un monje estudioso, donde comienza la terrible historia.
Ocurre esto en la vieja ciudad de Colonia, y Bertoldo Schwartz es el monje. La reclusión es para él más propicia que nunca, ahora que la muerte vaga por las retorcidas calles, y por eso alterna sus oraciones con la lectura de gruesos libracos que siempre fueron su pasión; sobre todo uno, que se titula “Tratado de Artificios”, y tiene en sus enormes páginas amarillentas fórmulas seductoras para su afán curioso.
Aquella que prefiere le lleva a combinar en un pesado mortero, seis partes de salitre, dos de carbón y una de azufre, pero como nada aparente resulta del menjurje, olvida el mortero; tapándolo con una gruesa piedra. Y está entregado a otros menesteres cuando, sin querer, vuelca su lámpara en el mortero y entonces, dentro de esa celda, estalló el primer cañonazo europeo, o algo que se le pareció
bastante, porque la piedra que servía de tapa al mortero saltó por los aires como precursora de todos los proyectiles que habían de sucederse después...
Al comienzo la historia se hizo con lentitud. El redoble de los cañonazos crecía cauteloso, mientras los proyectiles cruzaban el espacio pesadamente sin llegar muy lejos...
Después, alguien imaginó los proyectiles incendiarios...
Alguien buscó darles más alcance...
Alguien logró darles más velocidad...
Y con la velocidad de los proyectiles progresó paralelamente el horror de esta historia, hasta llegar a los bordes del siglo presente, cuando la inventiva del hombre se abrió como un abanico siniestro para darle a las armas una multiplicidad creciente y feroz que ya no había de detenerse ...
Alfredo Nobel aportó la dinamita...
Sir Hiram Maxim, la ametralladora ... Los hermanos Wright, el avión...
Y entre tanto se perfeccionaban los submarinos, los zeppelines, aparecían los tanques; y en el primer ensayo general de 1914 los gases asfixiantes abrieron las compuertas del máximo horror...
Esos veinte años de paz que precedieron a 1939 tuvieron un oscuro y alucinado subsuelo de preparativos trágicos. Los aviones volaban más veloces, más lejos y eran más poderosos; los barcos de guerra se transformaban en gigantescas moles de acero erizadas de cañones; los proyectiles se hacían más mortíferos...
Y en tanto que esto era visible, una secreta ola de temores dióse a preñar el futuro de angustias, dejando correr la leyenda que agitaba el fantasma de las armas secretas. Se hablaba entonces de la rápida y espantosa guerra química, de misteriosas fuerzas movilizadas para la destrucción, del fantástico “rayo de la muerte”, de las grandes ciudades que se hundirían bajo el bombardeo de millares de aviones...
En 1939, sobre la paz casi extenuada, el estado mayor de la Wehrmacht anunciaba en Berlín que, “gracias a los métodos racionales nacidos de los últimos descubrimientos alemanes, la Luftwaffe podía aniquilar a 2.500 personas en 24 horas”.
Seis años más tarde, los muertos eran 250.000 después que fué arrojada sobre Hiroshima la primera bomba atómica. Ese día de agosto de 1945 se inició una etapa para la humanidad donde el horror de la guerra aparecía superado más allá de los más trágicos sueños.
Ya no son espectaculares las fantasías de H. G. Wells. Su imaginación ha sido brutalmente vencida por la realidad y ésta es la hora en que el mundo vive la inquietud que él nunca se atrevió a imaginar.
Aviones supersónicos que llegarían al objetivo antes que el ruido de sus motores, bombas atómicas superadoras del horror de Hiroshima, no serían sino lo más elemental de esa terrible ola destructora que puede desencadenarse sobre el mundo en cualquier momento.
Raymond Blackburn, diputado inglés, denunció no hace mucho, en un documentado informe, la sorda guerra de las armas secretas, que hace más incierta la paz de nuestro tiempo, en el que se señalaba la existencia real de tres de esas armas como resumen de todo lo obtenido hasta ahora en tal campo por los hombres de ciencia. Que el horror de los campos de batalla ahora se genera en los laboratorios. ..
Estas tres armas se pueden definir así:
Elemento atómico: Se trataría de productos derivados de la energía atómica; elementos radioactivos que tendrían efectos tan mortíferos como silenciosos. En vez de las bombas espectaculares, un solitario avión que dejara caer una pequeña cantidad de esos elementos sobre una gran ciudad, la destruiría de un instante para el otro.
Elemento nuclear: Nuevamente se trataría de una bomba. La explosión nuclear y de agua pesada, con los actuales perfeccionamientos alcanzados desde 1945, determinaría un estrago tan fabuloso que las dos explosiones que pusieron fin a la guerra de EE. UU. y Japón, sólo supondrían un insignificante ensayo. Y esto a
tal punto, que Niels Bohr, el sabio danés que participó en la creación de la bomba atómica, no vacila en afirmar que la explosión nuclear podría exterminar hasta un millón de personas en un solo día.
Elemento biológico: Para este caso se menciona un compuesto biológico de efectos inconmensurables. Teóricamente, pocos gramos de esta mortífera arma bastarían para quitar la vida a doscientos millones de seres humanos en pocos instantes. Agregándose que, contrariamente a lo que ocurre con los elementos antes citados, esta supermortífera preparación se obtendría en fábricas pequeñas que muy difícilmente podría localizar y destruir el enemigo.
*.*
Como si todo esto no bastara, hay todavía horrores derivados casi igual de mortíferos.
Por esa razón, Sir John Anderson, mientras pronunciaba un discurso en Cambridge, deslizó una alusión inquietante, diciendo:
—La bomba atómica, que demostró una potencia tan terrible, no es la única arma que puede destruir millares y millares de vidas en unos breves minutos.
No dijo más. Pero las informaciones son continuas y amenazadoras. Está, por ejemplo, el “veneno atómico gaseoso’’, constituido por una nube radioactiva que podría generarse a voluntad y en serie, de manera que cada una de ellas cubriese unos dos kilómetros cuadrados. Esas nubes determinarían, en tal caso, una lenta muerte a plazo fijo, provocada por corrosión, de modo que no sería imposible destruir toda una nación —especialmente en Europa— mediante el nublado atómico.
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Como complemento dramático de estas terribles amenazas, otro aspecto de la ciencia progresa con desgraciada celeridad en la conquista del espacio, más allá de la simple idea del hombre que vuela.
Los aviones robots, guiados por radio, y las propias bombas voladoras agregan al panorama de una guerra futura la más siniestra perspectiva. Las V 2 que cayeron sobre Londres en los últimos tiempos de la guerra han quedado ya muy atrás en esta desorbitada carrera de perfeccionamiento mortífero.
Los mismos alemanes habían planeado proyectiles superiores a esos. Estaba el A 9, que era un fantástico cohete volador que podía recorrer dos mil cuatrocientos kilómetros antes de caer a la tierra; el A 10, que pesaba ochenta y cinco toneladas, hubiera llegado a doscientos sesenta y cinco kilómetros de altura. Y se descubrieron además los primeros estudios sobre el A 14, cuyas características, no aclaradas, debieran ya fundirse en contornos de pesadilla.
Niels Bohr, el sabio dinamarqués, debe haber presentido, seguramente, todo este horror de la “guerra científica’’ desde hace muchos años. Exactamente desde 1922, cuando desarrolló su teoría electrónica del átomo, obteniendo así el premio Nobel de Física correspondiente a ese año.
Continuó sus estudios durante muchos años, y en 1940, cuando Dinamarca fué invadida, Niels Bohr logró huir, primero a Suecia, luego a Inglaterra y finalmente a EE. UU., donde se detuvo al fin. Más tarde, al iniciarse los trabajos para la fabricación de la bomba atómica, él fué uno de los hombres que integró ese equipo internacional de sabios que reclutó el gobierno norteamericano para llevar a cabo —a plazo fijo— la empresa más sensacional del siglo.
Justamente es Bohr, por eso, el más autorizado para avizorar en el futuro y darle proporciones sensatas a este peligro que amenaza al mundo.
Y Bohr considera que la humanidad vive días definitivos; que el progreso de la ciencia aplicada a la guerra es pavoroso y de una celeridad impresiona. Pero considera, también, que este ritmo de progreso llegará a una culminación máxima dentro de cuatro años y que entonces — 1953— el mundo podrá lanzar un hondo suspiro de alivio. El peligro está en los cuatro años que faltan para que se cumpla ese plazo, según él. Porque, llegado a ese límite de culminación en materia bélica, cuando todas las grandes potencias posean armas de poder espantoso, entonces nadie se atreverá a iniciar una guerra que pueda significar la destrucción del mundo entero.
—Una guerra dentro de cuatro años —ha declarado— registraría diariamente quince o veinte millones de muertos, como si el mundo entero fuera arrasado por un espantoso cataclismo. La perspectiva de ese horror habrá de ser entonces la mejor garantía de la paz.
Dios lo oiga. Porque si no...

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EDUARDO BENÍTEZ fué encargado de averiguar donde, en nuestro país, se hacen los estudios necesarios sobre la desintegración nuclear. Sus investigaciones se detuvieron en el observatorio de San Miguel. Creía que allí iba a descubrir el terrible secreto del arma supersónica. Estaba seguro de que el padre Bussolini podría anunciar a los argentinos que había encontrado el hermoso secreto de la manera de defendernos. Su tema es LA ARGENTINA FRENTE AL PROBLEMA DEL PODER ATÓMICO.

La renacida esperanza de que todos los actuales conflictos que conmueven al mundo de la política internacional puedan ir siendo solucionados, poco a poco, con medidas pacíficas y una mayor comprensión mutua, hace que podamos mirar ahora con otros ojos ciertas creaciones bélicas de la pasada conflagración, y hasta especular con su posible aplicación a las nobles tareas de la paz y de la reconstrucción.
Una de esas creaciones, la bomba atómica, fué la que inauguró con su feroz y despiadada aplicación en Hiroshima y Nagasaky una era totalmente nueva y revolucionaria en la ciencia de la producción de energía. Su siniestra aparición y ese clima de terror de que fuera rodeada por una intensísima campaña de propaganda sensacionalista y de inspiración política, hizo apartar de la mente de casi todo el mundo la idea de su aprovechamiento pacífico y constructivo. Pero estamos ya en circunstancias en que podemos mirar las cosas desde otro punto de vista y con una intención muy distinta de la que informó a sus creadores originales. Los argentinos pertenecemos a un mundo espiritual en el cual subsisten todavía los sentimientos fundamentales de humanidad y de esperanza. Creemos firmemente en el triunfo final de la razón y nos negamos rotundamente a dejarnos arrastrar por esa psicosis de terror y de locura que parecería ser el “leit motiv” de las relaciones de ciertas potencias con los demás pueblos de la tierra.
Desde un principio, y aún con la impresión espantosa que aquellas hecatombes nos produjeran, pensamos en las insospechadas posibilidades de aplicación de la desintegración atómica a las tareas de la producción y del trabajo pacífico. Este concepto fué tomando cuerpo en nosotros, y ahora, que la esperanza de una paz definitiva es mayor, encaramos decididamente y con optimismo la posibilidad de que todos nos aboquemos, sin privilegios pala nadie, al estudio intenso y sistemático de la producción de energía nuclear.
Estos razonamientos nos llevaron a la búsqueda de quienes, por su capacidad científica, pudiesen darnos alguna idea sobre las posibilidades locales, más o menos inmediatas, de tales proyectos. Por algunas referencias que teníamos y por el indiscutible prestigio científico que, ha sabido conquistar, recordamos, en primer término, al Observatorio y Centro de Estudios Cósmicos que la Compañía de Jesús tiene anexo a su Seminario Mayor en la cercana localidad de San Miguel; y allá nos dirigimos.
Ubicado en pleno paisaje, con un marco de campiña elaborada y de árboles añosos, un amplio y sólido edificio cobija la labor paciente e inspirada de ese instituto, dedicado, no sólo a las especulaciones puramente filosóficas, sino también a las mediciones más sutiles de todo ese mundo de conmociones y fenómenos que nos rodean y que han sido y seguirán siendo motivo constante de interrogaciones para la mente del hombre.
Anunciamos nuestra visita y somos recibidos personalmente por el Director del establecimiento, el Dr. Juan A. Bussolini, quien con gran amabilidad y enorme paciencia ante nuestra ignorancia de legos, nos va explicando el porqué de la institución, su historia y sus planes. Sus palabras y hasta su propia personalidad nos hacen recordar, no sin emoción, a aquellos de sus hermanos de orden que siglos atrás trajeron a nuestras tierras, junto con el mensaje de Cristo, los fundamentos de la civilización y la cultura.
Le planteamos francamente el motivo de nuestra visita y la índole de la consulta que venimos a hacerle. La contestación no se hace esperar y es clara y concreta.
“En nuestro país, nos dice el Padre Bussolini, existe un positivo y vivo interés científico por todo lo que se relaciona con la técnica nuclear. Ni a nuestros dirigentes ni a nuestros hombres de estudio se les ha escapado su importancia para el desarrollo ulterior de cualquier actividad. Desgraciadamente, el concepto dominante en muchas partes del mundo es el de su aprovechamiento puramente bélico y por eso toda labor de investigación se ve dificultada y entorpecida.
“No despreciamos la importancia de los elementos materiales, mucho menos tratándose de una labor científica, pero tenemos una firme esperanza en la capacidad de los hombres de ciencia argentinos, que al igual de sus colegas de muchas otras naciones, quisieran ver convertida esa realidad que es la desintegración atómica en un elemento de trabajo pacífico y constructivo, arrancado de las manos de quienes sólo ven en ella un instrumento de terror y de muerte. La concepción cristiana, que es por lo tanto también la argentina, de este hecho consumado de la obtención de la energía nuclear es concreta y definitiva: sólo podrá ser aprobado en la medida que sirva a la felicidad humana y beneficie a todos sin distingos. Su utilización como arma de destrucción y de muerte debe ser condenada como crimen contra la humanidad. Tenemos demasiado presente aún el cuadro de horror y de espanto que nos trasmitiera el Padre Lasalle hace más de un año, luego de ser testigo presencial de la destrucción y masacre de Nagasaky”.
Esta es, en breve síntesis, la respuesta de un hombre en el cual se reúnen la misión científica con la sacerdotal. La consideramos como una definición típicamente nuestra del gran problema atómico, la que, pese al escepticismo de muchos, estamos seguros será la adoptada finalmente por todos los hombres dirigentes del mundo, como única y definitiva solución.
Aprovechamos, de paso, la magnífica oportunidad de visitar este centro de estudios y de investigación. Lo hacemos en compañía del propio Director y de algunos de sus ayudantes.
Dos secciones podríamos establecer: una, dedicada a la recolección de datos de investigación científica y al estudio fenomenológico de la Naturaleza, y la otra, la sección técnica, dedicada a la proyección y construcción de los aparatos que precisa la sección anterior.
Poco a poco nos vamos enterando de los distintos renglones científicos que son estudiados y conociendo las características y el funcionamiento del abundante y rico instrumental de que dispone San Miguel. Luego de visitar la parte meteorológica
propiamente dicha, pasamos a la sección que investiga las corrientes telúricas, cuyo estudio entraña tantos misterios y no pocas dificultades.
Subimos luego a la torre meteorológica, donde nos bañamos de luz y de paisaje. Es asombroso cómo se ha logrado en este severo centro de estudio y de investigación aunar lo útil y científico con lo bello.
Visitamos también la imprenta, dedica da a la impresión del boletín que comunica a los establecimientos científicos de todo el mundo los datos de las observaciones realizadas y los resultados de las experiencias de laboratorio.
En la biblioteca se clasifican y se fichan las publicaciones recibidas de más de dos mil instituciones científicas de todas partes del mundo y redactadas en todas las lenguas imaginables. Finalmente pasamos a la sección electrónica, donde nos hallamos transportados a ese mundo maravilloso de la electrónica moderna y de sus múltiples derivaciones; se trabaja intensamente con oscilógrafos de rayos catódicos que visualizan las funciones matemáticas de los circuitos y facilitan el análisis de ellos. Hallamos también, ya terminado, un equipo completo de televisión, y en proceso de armado otro equipo, éste para irradiar impulsos radiofrecuentes para estudio de la capa de Heaviside, cuyo conocimiento es tan importante para la meteorología y para las comunicaciones en onda corta.
En fin, todo un mundo de elementos científicos puestos al servicio de una idea rectora: brindar a la nación el aporte de la ciencia en sus más importantes aspectos.
El Padre Bussolini se ha escurrido. Salimos del laboratorio científico sin saber si allí se ha descubierto lo que nos interesa. Llevamos la sensación de un secreto absoluto. Quedamos convencidos de que será inútil recurrir a otro centros científicos. Mucho menos podríamos llegarnos hasta el Estado Mayor del ejército. ¿Será que los sabios también están expuestos a la maneza del enemigo? Los lectores de Argentina tienen el derecho de hacer cualquier clase de conjeturas. ¿Es verdad que se ha inventado el arma supersónica? ¿Es verdad que ya tenemos la defensa?

Revista Argentina
01.04.1949
rayo supersónico
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