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EL ASESINATO DEL JEFE DE POLICIA EN la primera mañana de este mes de noviembre otra noticia tremenda sacudió el ámbito nacional. Fue, por supuesto, un nuevo asesinato político. Pero esta vez se trataba nada menos que del propio jefe de policía federal, el más alto funcionario de Gobierno que pierde la vida envuelto en la creciente ola de terrorismo que azota al país. El comisario general Alberto Villar había elegido esa templada mañana para aprovechar con su esposa el asueto del Día de todos los Santos y dar un paseo por los riachos del Tigre, a bordo de un pequeño crucero. También ese día fue elegido por quienes decidieron asesinarlo, contando con la información precisa que alguien tiene que haberles suministrado con suficiente anticipación —tal vez la noche anterior— para que tuviesen tiempo de instalar una poderosa bomba dentro de su barcaza. El mecanismo —según se determinó después— accionó mediante el encendido automático de una mecha que dio tiempo a que la embarcación se alejara del muelle. Al producirse la detonación, el crucero fue destrozado íntegramente, y sólo murieron Villar y su esposa porque los custodios habían decidido quedarse en tierra. También salvó milagrosamente su vida el secretario de Prensa de la Presidencia, quien no pudo aceptar la invitación de Villar por razones de trabajo. Este atentado causó tal vez la impresión más fuerte de los últimos tiempos —a pesar del dramático acostumbramiento producido por el terrorismo— porque hace reflexionar a la población una vez más sobre el estado de inseguridad que hoy afecta a todos por igual, sin distinción de jerarquías. Es que el caso de Villar, comparable a los asesinatos del general Juan Carlos Sánchez (comandante del segundo cuerpo de Ejército) y del dirigente obrero José Ignacio Rucci (secretario general de la CGT), demuestran hasta qué punto pueden ser eficaces los sistemas de seguridad. El problema en realidad es tan viejo como el mundo, pero suele aflorar cada vez que un hecho de esta naturaleza hace recordar los grandes crímenes políticos de la Historia (el del Presidente Kennedy, principalmente) y cuando se advierte el grado de crecimiento terrorista en la Argentina. Hace 65 años, el 14 de noviembre de 1909, otro jefe de policía también fue muerto por una bomba. El escenario era distinto, y la bomba también, pero el episodio reviste exactamente la misma trascendencia, y también el mismo significado. Aquella vez las víctimas fueron el coronel Ramón L. Falcón (viudo, sin hijos) y su joven secretario privado Alberto Lartigau. La bomba fue arrojada con la mano por un anarquista que se hizo famoso, Simón Radowitzky, cuando acertó a embocarla, a la carrera, en el piso del coche abierto en que viajaban las víctimas. Falcón venía de la Recoleta y al doblar en la esquina de Callao y Quintana encontró la muerte en las manos de un anarquista que se la había jurado siete meses antes, cuando la policía disolviera a balazos una concentración libertaria en Plaza Lorea y en la que perdieron la vida cinco manifestantes. La sentencia que pesaba sobre Villar proviene de sectores muy parecidos filosóficamente a los de aquella época, pues en la práctica utilizan sistemas terroristas similares, y en la teoría coinciden en lo mismo: saben lo que no quieren, pero les resulta difícil definir con claridad qué es lo que quieren. Tampoco son muy distintas las circunstancias políticas, pues en aquellos años el anarquismo estaba en su apogeo en todo el mundo del mismo modo en que hoy se multiplican los brotes guerrilleros en todas las latitudes, engendrando, igual que entonces. una represión cada vez más pronunciada. Y el caso de Villar, como el de Falcón, obedecen a un objetivo idéntico, simbólico. Suponer que con la eliminación del jefe de policía se va a detener la represión es tan ilusorio como creer que para construir un país mejor primero hay que destruirlo totalmente. También conviene detenerse a examinar en qué momento ocurre el asesinato de Villar, pues si el episodio es una forma de respuesta a la acción antiguerrillera, habrá que considerarlo como una acción defensiva del bando subversivo; pero si en cambio se trata de un plan estratégico cuidadosamente delineado, deberá computárselo como una acción ofensiva más complicada aun. Lo cierto es que el problema vuelve a afectar otra vez a todos los niveles del país, cuando más se hace necesario apuntalar el régimen constitucional. Revista Redacción 11/1974 |
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