Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Raúl Soldi
Pie de fotos

1 Con ternura y una perpetua alegría retocaba el mural y conversaba mientras movía las manos.
2 “¿Cuánto vale?”, pregunté. Respondió: “Eso no importa. Todos los cuadros deberían regalarse”.
3 Una obra de arte, pero él afirma: “frente al bastidor en blanco las cosas salen o no salen”.
4 “¿Pero es posible que no sepa cuánto vale esto?” “No lo sé, le dije que no sé”. Fue rotundo.
Raúl Soldi viaja a Israel
A tierra santa con color

UNA OBSESION LO PERSIGUE DESDE HACE TIEMPO: DECORAR EN LOS LUGARES SAGRADOS UN ALTAR DE LA GRUTA DE LA ANUNCIACION. MONSEÑOR SEGURA LE DIO LA IDEA JUSTA: SERA LA HISTORIA DE NUESTRA SEÑORA DE LUJAN.

A los 63 años sigue pintando todos los días, levantándose a las dos de la mañana si de pronto encuentra entre sueños el color que necesita, gritando cuando termina un cuadro, bailando solo cuando está satisfecho con lo que hizo. Raúl Soldi, uno de los plásticos argentinos más importantes, cotizado muy alto en el mercado de arte internacional, sigue manteniendo la fuerza vital que un día lo llevó a Italia a estudiar y lo depositó allí muchos años, y que luego lo hizo desfilar por trabajos que tenían con la pintura tanto parentesco como el que puede tener un elefante con una golondrina.
Para algunos Soldi es un artista insuperable, original, único. Para otros es apenas algo más que un pintor de temas muy alejado de nuestro tiempo, que utiliza colores demasiado tenues sin asomarse para nada a la realidad. A él todo eso parece importarle bastante poco. Sigue en lo suyo, sin cambiar. No mira hacia atrás. Después de pintar la cúpula del Colón estuvo dos años sin verla. Hace una semana volvió al teatro y levantó la cabeza hacia las figuras de la cúpula. Se sintió muy contento. Ahora Soldi se dispone a viajar. A fines de abril un avión lo llevará a Israel, lo depositará allí y lo dejará un mes. Ese viaje es, ahora, la obsesión básica de Raúl Soldi. A solas, en su taller de Núñez, pasa horas pensando en la misión que debe cumplir.
—¿Para qué va a Israel?
—Es una invitación, ¿sabe? Voy a decorar un altar.
Es difícil entender todo lo que dice. Habla muy rápido y en medio de tormentas de entusiasmo, alzando la voz a nivel de grito o bajándola hasta convertirla en un susurro.
—Sobre la gruta de la Anunciación, en Israel, se levanta la Iglesia de la Anunciación. Esa iglesia tiene seis altares, correspondientes a seis países distintos. Yo voy a decorar íntegramente el de la Argentina. ¿Se da cuenta? Voy a dejar en Tierra Santa una huella de este país, quizás para siempre. Ya tengo todo el proyecto hecho. Estuve mucho tiempo pensando en el tema hasta que finalmente monseñor Segura me dio una idea que me gustó. ¿Qué idea? Mire, joven, es algo que tiene que ver con la religión, pero también con algo muy nuestro. Voy a describir la leyenda que narra por qué se construyó la basílica de Lujan. ¿Quiere que se la cuente?
Se ha sacado los anteojos y los limpia con un paño totalmente cubierto de manchas de pintura seca. Antes de hablar mueve las manos como buscando algo en el aire o espantando algún insecto invisible.
—Fue en 1774. Unas carretas que iban para Santiago del Estero llevaban, entre otras cosas, una Virgen que le enviaban de España a un estanciero. Hicieron un alto en Luján para descansar. Cuando debieron retomar la marcha la carreta que llevaba la virgen se negó a salir. Hicieron lo imposible para que caminara, pero no hubo caso. Y claro, ellos lo interpretaron como un milagro. Entiéndame bien: yo soy un hombre religioso, pero no al punto de compartir el pensamiento de aquellos hombres de 1774. Pero como historia es fascinante, muy linda.
Contra una de las paredes del taller hay un cuadro enorme. Son adolescentes desnudas, angélicas, que bailan y juegan.
—¿Ese cuadro, por ejemplo, cuánto vale?
Se enoja. Levanta los brazos muy cortos y se saca otra vez los anteojos.
—¿Qué le importa eso? No sé cuánto vale. No tengo la menor idea.
—No puede ser.
—¿Qué es lo que no puede ser?
—Que no sepa cuánto vale un cuadro suyo.
—¡No lo sé! ¡Le dije que no lo sé! Además eso no tiene la menor importancia. Los cuadros deberían regalarse.
—¿Usted los regala?
—No. O sí. Algunos... Otros son para mí, como ése. Ni los regalo ni los vendo. ¿No quiere seguir hablando de lo que pienso hacer en Israel?
—Sí, claro.
—Escuche: además de la pintura voy a poner piedras duras, semipreciosas. Entre ellas una que existe solamente en la Argentina. Se llama Corazón del Inca. Me la dio el director de Fabricaciones Militares. Es una piedra hermosísima. Uno se puede pasar el día mirándola y acariciándola sin cansarse.
No hizo falta decir buenas tardes o cualquier otra cosa. Soldi dejó de hablar y se quedó mirando por la ventana. “Tengo ganas de pintar’’, dijo, y empezó a caminar hacia la puerta.
—¿Qué piensa pintar?
—No sé... no sé. Frente al bastidor en blanco las cosas salen o no salen. Es muy enigmático todo esto.
Cerró la puerta con llave. Afuera, la calle 3 de Febrero parecía metida en una siesta total, - definitiva. En la vereda había algunas hojas.
Mario Mactas
Fotos: Ricardo Altieri
Revista Gente y la actualidad
28.03.1968
Raúl Soldi
Raúl Soldi

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