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Viaje de un largo día hada la noche Ni el crucial tema que debatió la Cámara de Diputados (páginas 8-10), ni el esperado encuentro entre el secretario de Guerra y los estudiantes universitarios (11-12), ni las normas sobre carnes y medicamentos (50-51), ni el encumbramiento de Boca Juniors al tope del campeonato de fútbol, hubieran podido superar en trascendencia al viaje de Juan Domingo Perón. Que la sección "El País" esté dedicada a esa noticia, la noticia de la semana, es el resultado de aquella convicción. ![]() A las nueve de la noche, el lunes pasado, el ingeniero Iturbe subió al piso 25 de la Torre de Madrid, donde habita Jorge Antonio. En el amplio departamento, que domina la capital, le aguardaban Framini, Vandor y Lascano, escuchando tangos de Julio Sosa. Iturbe traía “la orden”: la salida sería aquella noche, y el punto de reunión era el domicilio del magnate. En el mismo instante, en la quinta 17 de Octubre, Juan Perón se disponía a cenar. Cuando se despidió de su secretario, José Manuel Algarbe, le dijo: “Hasta mañana, viejo.” Tres horas más tarde, nerviosos periodistas y fotógrafos irrumpían en el aeropuerto de Barajas; también se vieron misteriosos individuos vestidos con ropa argentina, y, más discretos, algunos miembros de la policía española. Un empleado de Iberia repetía, sin convicción: “Nada extraordinario sucede esta noche.” Pero desde las primeras horas de la tarde, periodistas y diplomáticos sabían que las 16 plazas de primera clase del DC 8 habían sido reservadas hasta Montevideo. Nadie pudo ver la lista de pasajeros: ni siquiera la conocían los altos funcionarios de la empresa. Otros hechos contribuyeron a crear una extraña atmósfera en el aeropuerto. El general Luis Navarro Garnica, segundo jefe de estado mayor, estaba allí sin motivo aparente, a pesar de la fría noche invernal. El doctor Julio Germade, uno de los abogados de Jorge Antonio, pagó una elevada suma por exceso de equipaje (siete valijas), facturado a su nombre. El ex cónsul paraguayo en Madrid, Julio César Riego, que la semana pasada había llegado de Asunción y visitado a su viejo amigo Juan Perón, conversaba con Enrique Güerci, alto dirigente de Unión Popular (más tarde, en el vuelo, los dos viajarían en el compartimiento de primera clase). También el embajador brasileño, Antonio Camara Canto, y cuatro de sus funcionarios se encontraban allí: “casualmente”, como explicaron al día siguiente. A la 1.30 de la madrugada, medio centenar de personas que desafiaban el viento helado del Guadarrama vieren llegar una camioneta de la compañía con las ventanas cubiertas por cortinas. Varias personas descendieron de ella. Nadie supo cuántas ascendieron al avión ni pudieron reconocerlas. Los motores del “Velázquez” se pusieron en marcha con tres cuartos de hora de atraso sobre el horario normal. Una hora después se apagaban las luces de ciertas oficinas del ministerio de Asuntos Exteriores y de la Dirección General de Seguridad; pero seguían encendidas las de dos embajadas: la argentina y la norteamericana. Repiqueteaban los teléfonos: “¿Se fue o no se fue?" Nadie se atrevía a dar una respuesta firme. En la residencia Gaos, el bueno de Algarbe fue despertado por un periodista, que igualmente le consultó sus dudas. El cordobés, que al día siguiente esperaba ver al “hombre”, maldijo entre dientes: “Es un canalla: se fue sin despedirse siquiera.” Entretanto, en Buenos Aires, los ministros Palmero y Suárez estaban mejor informados. El del Interior se comunicó inmediatamente con el Primer Magistrado, que descansaba en su departamento, y el de Defensa convocaba a los secretarios militares. Hay cuatro horas de diferencia entre ambas capitales: un sencillo cálculo permite establecer que cuando Perón subió al avión, la noticia ya había llegado a la Casa Rosada. No era difícil reconstruir lo ocurrido: los embajadores argentino y español sirvieron de vehículo a la información de que Perón viajaría a principios de la semana. Todo se sabía, porque él se cuidó de que se supiera, enviando a la policía española una carta de despedida y agradecimiento: si hubo delación, el delator se llamaría Juan Perón. Conocida la fecha, sólo faltaba establecer cuál era la única compañía que accedió a vender un pasaje al ex presidente. Cuando, volando ya sobre el Atlántico, el comandante del “Velázquez”, coronel Luca de Tena, abrió un sobre con instrucciones secretas, sólo pudo reconocer dos nombres: Juan Domingo Perón Sosa y Jorge Antonio Chibene. Otros resultan enigmáticos, aun para los argentinos más politizados: ingeniero Alberto L. Alvarez, doctor Carlos L. Silvana, Julio de la Vega, señora Dalmira Ramos Souza, Augusto Vandedencino, Julio Gerneado y Andrés Rossi. Eran supuestos. La siesta en Río A la mañana siguiente, a las 7.35, ya el ministerio de Información español había confirmado que “Juan Perón salió del país con su documentación en regla”; en ese instante, el avión rojiblanco aterrizaba en Río, después de atravesar las plomizas nubes del primer miércoles de diciembre. Un enjambre de reporteros, contenido por soldados brasileños, formó un círculo de cien metros de diámetro, mientras todas las miradas convergían hacia su centro, donde aún silbaban los reactores del jet. En los quince minutos siguientes se registró un agitado movimiento de azafatas, recepcionistas y funcionarios, que subían y bajaban la escalerilla sin la clásica sonrisa de bienvenida. A las 8.10 apareció el primer pasajero por la puerta posterior (clase turista), y observó, indiferente, cómo un hombre vestido de negro ascendía por la otra puerta. Era el jefe de ceremonial del ministerio de relaciones exteriores, Joáo Lampreia Gracie, a quien acompañaban algunos oficiales en camisa, pistola al cinto. Los demás pasajeros fueron abordados por la prensa en la sala de espera de El Galeao. “Ahora me explico —declaró uno de ellos— por qué el compartimiento de primera clase estuvo vedado para nosotros.” Lampreia invitó a los viajeros de primera clase a descender y a trasladarse a la base militar, que limita con el aeropuerto. “Perón se negó rotundamente —contaría más tarde uno de los oficiales, quien insinuó que, en caso necesario, se emplearía la fuerza— No quería someterse a la jurisdicción brasileña.” Alegó su derecho de asilado en territorio español y protestó porque se intentaba “demorarlo” durante la escala (de una hora). Por fin, 75 minutos después accedió a bajar. Vestía un saco sport color crema, y el viento sacudía su corbata roja; en la escalerilla se quitó los anteojos y saludó con los brazos en alto a 200 personas que miraban desde el almenado edificio del aeropuerto. Nadie respondió, y Perón se detuvo un momento para esperar a Delia Parodi, la única mujer del grupo. En una camioneta de la fuerza aérea fueron conducidos a la base militar. Un empleado de Iberia refirió que Perón había solicitado una entrevista con el presidente Castelo Branco, quien acababa de llegar a Río procedente de Brasilia. Todo lo que pudo obtener fue que el embajador Lampreia hablase con el general Ernesto Geisel, jefe de la Casa Militar. “Ejecute lo acordado”, respondió lacónicamente desde el palacio Laranjeiras, el principal asistente de Castelo Branco. Tiene sangre prusiana. “Lo acordado” era que Perón, considerado “persona no grata”, sería devuelto a Madrid en el mismo avión: según parece, ésa fue la petición del gobierno argentino, trasmitida a Itamaraty por el subsecretario de Relaciones Exteriores, Ramón J. Vázquez, durante una discreta visita a Río, el mes pasado. Perón y sus compañeros pasaron casi doce horas en el casino de oficiales, celosamente custodiados. El calor de la siesta carioca, apretando cada vez más los puños de las camisas, trajo una pausa, luego de la mañana febril. Después de almorzar ligeramente, Perón reposó, completamente aislado del mundo exterior: veía televisión y tomaba refrescos. Un suboficial, camarero del casino, dijo que se había reído a carcajadas cuando, transmitiendo unas vistas de su llegada a Río, el locutor recordó enfáticamente los sucesos de 1955, inclusive la quema de la bandera. Estaba de buen humor, a pesar de todo; el más contrariado era, sin duda, Vandor. Entretanto, las autoridades del aeropuerto procedían al secuestro de seis armas automáticas, embutidas en el equipaje de los argentinos. Apenas la compañía Iberia decidió que la única solución era volver a Madrid, las linternas del personal del aeropuerto condujeron al grupo hacia el “Velázquez”. Al día siguiente, en la Torre, una voz con acento porteño seguía contestando al teléfono: “Los muchachos están afuera. Volverán a mediodía”, y la secretaria de Jorge Antonio volvió a tomar citas con hombres de negocios para la tarde. Los “muchachos” volvieron 36 horas después de la partida, pero fueron a dar a Sevilla, por indicación del gobierno español. Juan D. Perón subía, el jueves a la 1.30 de la tarde, a un auto de la policía española en el aeropuerto andaluz de San Pablo. Los policías españoles no parecían ya encargados de protegerlo, sino de vigilarlo: esa actitud reflejaba el cambio del criterio de Madrid ante el. vuelco de la Operación Retorno. Todo el grupo estaba incomunicado. Al día siguiente, Perón abandonaba el suntuoso hotel Andalucía Palace —saliendo por la puerta de la lavandería— hacia las arenas doradas de Torremoli-nos, mientras Jorge Antonio volvía a Madrid con un ceño impenetrable: la aventura le había costado 32.000 dólares. Lo que el viento se llevó El vuelo 991 de Iberia tomó desprevenidos a los dirigentes peronistas, que no habían recibido ningún aviso previo; los más trasnochadores sorprendieron la buena nueva en sus receptores de radio; entonces, presurosos, reservaron asientos en los aviones que partían hacia Montevideo. Otros, más cautos, esperaron las primeras reacciones; cuando se produjo el episodio de El Galeáo volaron al Paraguay desde donde Paulino Niembro y Antonio Cafiero comenzaron a aprestar un avión que llevara a Perón, en vuelo directo, desde Río de Janeiro hasta Asunción. En Buenos Aires, a mediodía del miércoles, el movimiento peronista parecía poseído por los demonios. Algunas detenciones —la de Juan Vinti en Ezeiza, por detectives que buscaban a Carlos Bramuglia— aceleraron las desapariciones: en muchos domicilios se informaba que “el señor partió de viaje”; quienes trabajan en oficinas habían dado “parte de enfermo” o “gozaban de unos días de vacaciones”. En la tarde, los cuadros medios suponían que Perón, declarado persona no grata en Brasil, podría sin embargo salir cuando quisiera hacia Asunción; no sabían que, en verdad, su jefe era un prisionero: cuando la noche descendió sobre Buenos Aires, la tristeza fue total. “¡Usted está equivocado — advirtió un alto dirigente a PRIMERA PLANA, mientras esbozaba una forzada sonrisa—; este viaje no es el retorno; el verdadero retorno vendrá, de contragolpe, en los próximos días.” Era la ilusión del eterno retorno. Realmente, ningún dispositivo de masas estaba preparado para recibir a Perón; una reunión nocturna de las 62 Organizaciones dio remate a la jornada: los representantes de la línea dura peronista pidieron la huelga general. “No hacerlo —dijo Roberto García, obrero del Caucho— es traicionar a Perón y al movimiento.” “Si ustedes quieren una huelga general, vayan al Comité Central de la CGT y propónganla”, le contestaron los líderes vandoristas, quienes se empeñan en retomar la acción por la vía del siempre vigente Plan de Lucha. No obstante, la fuerza sindical peronista parecía agrietarse, por lo menos en su nivel dirigente, y esa situación fue aprovechada por el plenario de gremios independientes que emitió al día siguiente un documento inusitado declarando la guerra al gobierno en busca de reivindicaciones. Antes se atribuía al sector independiente una estrecha subordinación con la vicepresidencia de la República. Las Fuerzas Armadas actuaron con una nerviosa mesura, propia del oficio; las redes ferroviarias, usinas, embajadas y servicios públicos se convirtieron en objeto de estrecha vigilancia, Más tarde, los dirigentes civiles del bando colorado admitieron evasivamente que la victoria sobre Perón les correspondía; sostenían que su alianza con Alejandro Lanusse había influido en el comandante en Jefe para que, independientemente de la subordinación que debe al presidente Illía, concertara la detención de Perón con los comandos de Brasil, Uruguay y Paraguay. "Aquí se ha producido un traspaso de poder, porque la pasividad del radicalismo ha dado margen para que los militares empiecen a tomar la iniciativa", dijeron. Otras enrarecidas explicaciones circularon: el sector de oficialidad aeronáutica que escucha los consejos del derechista Jordán B. Genta se habría posesionado por su cuenta del aeroparque militar de Reconquista (norte de Santa Fe), y desde allí tres aviones a retropropulsión Sabre y dos aeronaves convencionales habrían iniciado un carroussel aéreo sobre el Brasil y Uruguay para detectar el avión de Perón y derribarlo. Una de estas naves, comandada por Jorge Lazzari, fue obligada —se explicó— a descender en Carrasco. Observadores destacados en la secretaría de Guerra creyeron ver caras largas, al día siguiente, en los pasillos. Aludían a los rumores, según los cuales, ciertos militares esperaban que Perón se aproximase; aprovechando entonces la teórica efervescencia popular hubiesen dado un golpe de Estado preventivo y acabado también con el gobierno actual. Si hubo militares que actuaban así, evidentemente no contaron con la connivencia del sector gremial. La paz no fue perturbada. Mínimos incidentes marcaron la tibia repercusión popular. Que los cuadros superiores del Ejército hayan obrado independientemente del Ejecutivo y junto a sus colegas del exterior, es algo difícil de probar; pero, de ser verdad, indicaría un grave deterioro del poder civil. Los eglógicos radicales del Pueblo prefirieron opinar que se adoptaba una actitud prudente; con todo, hasta horas antes del suceso, los altos dignatarios aseguraban que Perón podría volver, si lo deseara. Privadamente, sugerían que el ex presidente no tendría coraje para hacerlo. “¡Sabíamos que haría esta payasada!”, aseguró el miércoles, contrariamente, un conspicuo cacique de la UCRP balbinista. El gobierno, evidentemente, conocía los designios de Perón, la fecha y la hora de su viaje. A él hay que atribuir la decisión de pedir a sus colegas vecinos que detuvieran el vuelo de Iberia: el frío comunicado de la Cancillería brasileña tanto como los calurosos plácemes de Miguel Angel Zavala Ortiz, obligan a pensar que si el gobierno no concibió la maniobra, por lo menos se apresuró a asumir su responsabilidad en ella. Objetivamente, cualquier análisis de los hechos debiera limitarse a señalar que un ciudadano argentino ha sido detenido en viaje y devuelto a su destino por un gobierno extranjero en uso de atribuciones ajenas al derecho de gentes y a pedido del PE argentino. “Siento el aroma de las banderas brasileñas paseando por la calle Florida, luego de Caseros —declaró a PRIMERA PLANA Rodolfo Tecera del Franco—; los militares brasileños han apresado por catorce horas a un general argentino, lo que es inconcebible.” Para los radicales del Pueblo, la calificación varía: “Perón es un delincuente internacional”, se espetó en el ministerio del Interior. “En la guerra, la forma defensiva no es un mero escudo, sino un escudo que va acompañado por golpes asestados hábilmente”, escribió, hace 140 años, el ideólogo militar Karl von Clausewitz, y los encargados de la política oficial argentina parecen pensar así; cerrados los caminos de la negociación, los radicales del Pueblo ya consideran a Perón como un enemigo en lucha contra el sistema liberal, para combatirlo utilizan todas las armas a su alcance; resta saber si una o varias de estas armas, esgrimidas para defender una política de partido, no vulnerarán a la vez la soberanía de la Nación. Los observadores diplomáticos recuerdan que en el último año la Cancillería argentina abandonó graciosamente los derechos sobre el Plata, cimentados en el inteligente protocolo Sáenz Peña-Ramírez, de 1910; que cedió a los reclamos chilenos retirando el alambrado del Cerro de la Virgen, en río Encuentro, y se sometió al arbitraje de un gobierno extranjero que Chile propone (gobierno aquel, el de Gran Bretaña, con el cual se discute, hace más de un siglo, la pertenencia de las islas Malvinas). Más tarde, con igual sentido, abdicó de su derecho a llevar prácticos nacionales en los vapores que remontan el Paraná hasta el Paraguay. Muchos —peronistas y antiperonistas— se preguntan cuántas de estas debilidades han de explicarse mirando los favores actuales. Es que “la naturaleza de los hombres —como explicó Maquiavelo en el siglo XVI— es de obligarse unos a otros, lo mismo por los beneficios que conceden que por los que reciben”. En lo que hace a Juan D. Perón, parece evidente que su largamente anunciado retorno fue una hábil maniobra de suspenso que duró todo un año; un suspenso destinado a presionar sobre los sectores políticos y factores de poder. “A esta altura de mi vida tengo muy poco que perder, y antes que los políticos crean que me engatusaron, tomo un avión y aparezco en Pistarini”, le dijo en 1959, en Santo Domingo, a un atemorizado Emilio Perina, de cuyo jefe, Arturo Frondizi, pretendía obtener ventajas. Eran los preludios del retorno. ¿Qué buscaba? ¿Cohesionar a sus fieles? ¿Obligar al gobierno, a las Fuerzas Armadas, a los factores internacionales, a una definición o, quizás, a una negociación, por temor, con él? ¿Sacar de sus carriles al sistema liberal para que el gobierno sea controlado por los militares, al fin, colegas suyos? Los propósitos de Perón no han sido explicados; si intentaba lo primero — cohesionar—, un indicio de su triunfo o de su derrota puede estar dado polla derrota o el triunfo de la asamblea que les peronistas rebeldes llevarán a cabo el sábado 12 en San Nicolás, Buenos Aires. Si el objetivo perseguido era el segundo, parece obvio que Perón fracasó. ¿Quién puede afirmar que el tercero no está teniendo éxito? PRIMERA PLANA 8 de diciembre de 1964 |
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