Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

¡A la luna!
El sábado 21, tres astronautas norteamericanos lograron evadirse de la gravedad terrestre en la proa del gigantesco Saturno 5. La aventura había tenido un promotor oculto: el general Samuel Phillips -director del programa Apolo-, quien elaboró una estrategia para superar a los soviéticos en la carrera espacial. ¿Qué hará en las próximas semanas la URSS?
viaje a la lunaDesde el sábado 21, cada residente de la Tierra se ha convertido en un personaje del escritor norteamericano Ray Bradbury: mientras los tres mil millones de terráqueos continuaban jugando sus oscuros destinos personales sobre la superficie del planeta, tres seres —Frank Borman, William Anders y James Lovell, a bordo de la nave Apolo 8— se sumergieron en el espacio en pos de la Luna, corriendo, a cada segundo, el riesgo de ser pulverizados por el Sol o de perderse para siempre en la negrura del vacío interplanetario.
A casi 1969 años de la llegada de otro trío de magos a Belén y a 4.100 días, exactamente, del primer envío de un satélite artificial al espacio —el Sputnik I, lanzado el 4 de octubre de 1957—, las estrellas volvieron a marcar el rumbo de una Navidad espacial. La Apolo 8, a poco menos de dos milenios del surgimiento de la Era cristiana, resulta el más atrevido de los ensayos previos a la inauguración de una nueva Edad histórica que puede comenzar en 1969, cuando por fin el hombre pise la superficie lunar.

LOS HABITANTES DEL ESPACIO
Entre el primer Sputnik y los héroes de la Odisea —digna de un Homero moderno— del Apolo 8, trascurrieron apenas 11 años. En ese lapso se quemaron etapas con una velocidad no menos intensa que la que desarrolló la cápsula comandada por Borman: 39.600 kilómetros por hora en su vuelta a la Tierra. Hace 11 años, la Luna era, todavía, el mismo enigma solitario que registran los cronistas de la antigüedad; sin embargo, ahora está custodiada por un abalorio de satélites artificiales que, según algunos cálculos, suman unos 800 mil kilos de objetos diversos que fueron expedidos de la Tierra después del primer Sputnik y del primer Explorer. De tal manera, en su trayectoria, la Apolo 8 encuentra con regularidad los restos o las señales en funcionamiento de unos 2.500 satélites norteamericanos, soviéticos, franceses, ingleses e italianos, de los cuales todavía hay 300 en actividad plena; 5 de cada 6 ostentan el gallardete norteamericano de la NASA.
El más antiguo de todos ellos es el Explorer I, que los norteamericanos enviaron el 1º de enero de 1958 y que, ahora, después de 11 años, sigue cubriendo su órbita entre una altitud de 368 kilómetros en su perigeo— y 2.540 kilómetros en
su apogeo—. El Explorer I continuará impasible su camino hasta el invierno de 1970, cuando —según vaticinan las computadoras— se incinere al retomar contacto con la atmósfera. El satélite geodésico Transit 4-A, en cambio, lanzado el 29 de junio de 1961, seguirá trasmitiendo hasta el año 2561 y se convertirá en una especie de curiosidad prehistórica para la comunidad de esa época, que sin duda habrá de observarlo con compasiva suficiencia. En su reciente viaje, la Apolo 8 estuvo acompañada en el espacio por robots aún más longevos: se calcula que el Pájaro Madrugador —que trasmite programas de televisión intercontinentales—, gozará de 100 siglos de vida. Algunos pesimistas lo postulan —en caso de guerra atómica —como el último vestigio de la civilización —que testimoniará el paso del hombre por este planeta.
Esta proliferación de satélites que pueblas el mismo espacio que atravesó la nave lanzada el sábado 21, pueden causar serios —e insólitos— problemas de superpoblación interestelar durante los próximos años. Para 1970 se calcula que estarán en órbita unos 7 mil satélites, pero en 1980 esa cifra se elevará a 50 mil. Quizá, en ese entonces, habrá llegado la hora de utilizar aspiradoras cósmicas para limpiar el espacio. Por el momento, las 12 estaciones automáticas que ya se posaron sobre la grisácea superficie de la Luna y la operación Apolo 8, sólo persiguen un objetivo trascendental: colocar un hombre en el satélite terrestre. Resulta difícil pronosticar cuál de las dos potencias astronáuticas de la Tierra —los EE. UU. y la URSS— será la primera en cumplir esa misión. Los astronautas soviéticos que se preparan en los desiertos de Baikonus y Tiura Tam, y los norteamericanos, cuyo entrenamiento se realiza en los cuarteles de la NASA en Houston, Texas, tienen idénticas ambiciones. El viaje de la Apolo 8 constituyó una suerte de antesala de la Luna ya que clausuró la tercera y última etapa de cautelosos tanteos iniciados para abordar al satélite que espera a unos 380 mil kilómetros de la Tierra.

COHETERIA PESADA
La Apolo 8 es una de las cápsulas más perfeccionadas que se hayan lanzado al espacio. La serie norteamericana Mercury y la soviética Voshkod —realizadas a partir de 1961—, permitieron desarrollar cápsulas de dos y tres plazas, entre 1964 y 1966. Pero estos son ya hechos del pasado, como el vuelo inaugural de Yuri Gagarin en 1961, o el accidente que el 24 de abril de 1967 segó la vida de la primera víctima espacial soviética: Vladimir Komarov. También las experiencias posteriores fueron expresiones del primer camino que tuvo que recorrer la cohetería pesada y cuya mayor aventura culminó el viernes 27. Su éxito respalda la próxima etapa, que se completará cuando EE. UU. o la URSS envíen al espacio un convoy tripulado por diez cosmonautas.
El motor del cohete Saturno 5, que impulsó a la Apolo 8, genera una energía equivalente a la que necesitaría un automóvil para mantenerse en marcha durante 34 años a 95 kilómetros por hora. Los tanques de querosén y oxígeno líquido que sirvieron de combustibles al Saturno 5 —un cohete en el que trabajaron 350 mil técnicos y operarios y que demandó una inversión equivalente a 117 mil millones de pesos argentinos—, son capaces de albergar a tres camiones con sus respectivos acoplados.
Los astronautas norteamericanos Borman, Lovell y Anders penetraron en el espacio cósmico hasta una distancia 250 veces mayor que la alcanzada por cualquiera de sus predecesores, trasmitiendo por televisión a millones de terráqueos el más insólito show jamás difundido: vistas del interior de la cápsula, inéditas panorámicas de la superficie lunar tomadas a unos cien kilómetros de altura, y los efectos de su propia ingravidez.
El viaje, cuya duración total fue de 150 horas —unos seis días—, demandó 66 horas de trayecto traslunar, 20 horas en órbita y 57 de retorno al planeta. En cuanto a duración, los logros de la Apolo 8 quedaron por debajo de los de su antecesora, la Apolo 7, en la que los cosmonautas Walter Schirra, Don Eisele y Walter Cunningham totalizaron 264 horas. Uno de los tripulantes de la nave lunar, Lovell, suma con su participación en dos viajes anteriores una travesía de 11 millones de kilómetros en el espacio: record absoluto.

INQUIETUD EN EL ESPACIO
El domingo 22, pocas horas antes de ser atraídos por la gravitación lunar, los tres cosmonautas padecieron situaciones de inquietud. Borman, jefe de la expedición, fue víctima de una inesperada afección estomacal.
Afiebrado y sacudido por sucesivos vómitos, el astronauta sembró el desconcierto entre sus dos compañeros de viaje, e incrementó la preocupación de los trasnochados técnicos de Cabo Kennedy que rastrearon, segundo a segundo, el derrotero de la cápsula. Una vez informado de los síntomas de Borman, el doctor Charles Berry —médico que atiende al trío de pilotos espaciales— temió que aquél contagiara a los otros dos astronautas. Afortunadamente, el malestar de Borman desapareció cuando la nave ingresó en su órbita lunar.
El otro instante en el que los nervios de los tres adelantados lunares estuvieron a punto de estallar, fue cuando iniciaron el regreso a la Tierra; precisamente, el establecido para accionar los cohetes que rescatarían la cápsula de la atracción de la Luna orientándola hacia el planeta. Nadie ignoró el terrible riesgo que afrontaban los tres astronautas: un desperfecto en los motores propulsores de la Apolo 8 habría hecho que permaneciera en órbita lunar por tiempo indefinido. La vida de Borman, Lovell y Anders, en ese caso, sólo se prolongaría por unos pocos días: las reservas de oxígeno que permitieron mantener a los tres hombres durante la trayectoria eran, naturalmente, limitadas. El temor de que este accidente pudiera producirse, impulsó al científico soviético Heinz Kaminski, director del Instituto de Observación de Satélites de Bochum, en el Rhur, a lanzar un insólito ofrecimiento. “La Unión Soviética llegó a la etapa final en sus preparativos de vuelo lunar —afirmó el domingo 22—. En caso de que los tres astronautas norteamericanos no puedan arrancarse de la órbita de la Luna y suponiendo que los EE. UU. lo pidan, los rusos podríamos lanzar inmediatamente una cabina de auxilio. Esa cabina sería colocada en una órbita paralela a la de la Apolo 8 y desde ella se intentaría rescatar a los pilotos norteamericanos”. El miércoles 25, luego de completar su décima circunvolución al satélite terrestre, la nave debía vomitar fuego sobre la atmósfera lunar y emprender su retorno a la Tierra. El viernes 27, tal como estaba previsto, la primera cápsula tripulada que se acercó a la Luna tenía que amerizar en aguas del océano Pacífico. Todo había sido previsto para que los héroes del espacio fueran izados, junto con la cápsula, a bordo del portaaviones norteamericano Yorktown: en esa simple maniobra debía clausurarse el paso más arriesgado que la Humanidad ejecutó en su acelerada empresa sideral.

VICTORIA DE LOS AUDACES
Joya de esta etapa de la cohetería espacial, la Apolo 8 es, también, la consecuencia de una poco conocida lucha de dos sectores que están enfrentados dentro de la astronáutica militar norteamericana. Por una parte, está la corriente más cautelosa, dirigida por el doctor George Müller, director de los programas espaciales, y Kunt Debus, antiguo discípulo en Alemania del padre de la cohetería, Werner von Braun. Ambos reclaman que se avance con lentitud hacia la conquista de la Luna, oponiéndose al grupo más audaz, acaudillado por el general Samuel Phillips, director del programa Apolo. Este grupo, apoyado por los astronautas y partidario de quemar etapas a toda velocidad, es el que impulsó el lanzamiento de la Apolo 8. Las huestes del general Phillips alegaron que era necesario aprovechar el hecho de que los soviéticos han reunido cinco veces menos horas y once veces menos citas orbitales, lo que los coloca en un segundo puesto en la carrera espacial. Por supuesto, siempre que (en su habitual estilo reservado) la URSS no coloque directamente un hombre en la Luna, prescindiendo de los pasos intermedios que están cumpliendo los norteamericanos.
Las veinte horas de sobrevuelo lunar permitieron estudiar cuál de los cuatro puntos utilizables en el alunizaje previsto para 1969 será más propicio para los futuros conquistadores. Ubicadas en la zona ecuatorial de la Luna (dos sobre el Mar de la Tranquilidad, la tercera en la Bahía Central, la última en la llanura selenita occidental llamada Océano de las Tempestades), las pistas de alunizaje fueron inspeccionadas por Borman, Lovell y Anders antes de accionar los 9.900 kilos de empuje del módulo de servicio y retomar la ruta de regreso a la Tierra.
Durante el viaje, los astronautas fueron despojándose gradualmente de diversas secciones de su cosmonave. Primero, los cinco motores F. 1 levantaron los 110 metros de alto
y los casi tres millones de kilos del cohete Saturno, cuya proa sostenía a la cápsula. A una altura de 61 kilómetros, los motores comenzaron a imprimir una velocidad de 9.600 kilómetros por hora durante dos minutos y medio, consumiendo 13 mil litros de oxígeno líquido y querosén por segundo. En una segunda etapa, los cinco motores se apagaron, separándose automáticamente para caer desde una altura de 64 kilómetros. En ese instante, la segunda etapa se inició con la puesta en marcha de otros cinco motores J-2, los que en seis minutos y medio de funcionamiento elevaron la astronave a 189 kilómetros, a una velocidad de 22 mil kilómetros por hora. En la tercera etapa, un solo motor J-2 apuró la marcha hasta los 28 mil kilómetros por hora. Al aproximarse a la Luna, la velocidad descendió a 3.360 kilómetros por hora, para que la cápsula ingresara en la gravitación del satélite terrestre.
Durante el viaje de regreso, la astronave se vio obligada a desarrollar una velocidad cercana a los 40 mil kilómetros horarios. En realidad, lo único que quedaba del gigantesco proyectil lanzado desde Cabo Kennedy era un reducido cono de 3,30 metros de alto y 3,90 metros de diámetro, dentro del cual se albergaban los astronautas.
Lo más escalofriante de este acontecimiento, es que todos estos datos se ofrecen al lector como si fuera muy natural que un grupo de tres hombres pueda ver crecer ante sus ojos la imagen de la Luna; como si el riesgo de perderse en el espacio durante un máximo de 10 días hasta terminar volatilizados, fuera un gaje rutinario; como si tener al Sol de enemigo en la soledad del espacio, calentando a altas temperaturas un lado de la cápsula, mientras la otra sufre el frío más extremo, fuera un hecho cotidiano.
Es por eso, tal vez, que lo más conmovedor de esta peripecia —que pronto será olvidada por hazañas aún mayores— consista en demostrar hasta qué punto los viejos sueños del hombre del Renacimiento, los atrevimientos de Galileo y las predicciones de Leonardo Da Vinci están comenzando a ser realidades.
Esta gran batalla por imitar la grandeza de Dios —es decir, derrotar a la muerte y dominar a la naturaleza— comenzó con la fisión del átomo, se apoyó en la revolución tecnológica y sólo culminará cuando el hombre, poniéndose a la altura de sus más atrevidas aventuras intelectuales, desentrañe el origen del Universo, detecte los secretos de las galaxias y pueda crear la vida en una probeta.
Todas estas victorias tienen su reverso polémico: cuando en 1969 los Ulises del espacio tal vez transiten la Luna, no sólo llevarán su grandeza; con ellos viajará el dolor de Biafra y el interminable gemido de Vietnam, el símbolo de las luchas sociales, quizá el espectro de la discriminación racial, la puja política entre capitalismo y socialismo, el lamento de los desheredados de la América latina. Quizá dentro de una década, todo el cosmos sea el teatro donde se ajustarán las cuentas de esta civilización humana, o se crearán las condiciones para iniciar una nueva Edad.
Revista Siete Días Ilustrados
30.12.1968

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