Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
|
LATINOAMERICA Y SU IGLESIA Camilo Torres faltó a la cita La semana pasada concluyeron en Medellin, Colombia, las deliberaciones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, donde se condenó la violencia subversiva y establecida. Una tesis que había enarbolado el sacerdote colombiano Camilo Torres, muerto en la guerrilla de su país. Confesiones de su señora madre hechas en exclusividad para SIETE DIAS “Acaba de concluir la Asamblea General del Episcopado Latinoamericano”, comentó SIETE DIAS al sonriente lustrabotas instalado a pocos pasos del hotel Veracruz, en Medellin, el pasado viernes 6. El lustrabotas asintió cortésmente, pero se advertía su completa ignorancia acerca de lo que se le decía. “Durante dos semanas, estuvieron reunidos en el Seminario Mayor casi doscientos obispos de toda América latina. Han decidido que la Iglesia debe luchar por el desarrollo del continente y a favor del pueblo, para que tenga acceso masivo a los beneficios de la salud, la vivienda, la educación. Ahora la Iglesia se ha comprometido en defensa de los pobres”, se le explicó. El lustrabotas dejó escapar confusas exclamaciones admirativas, y sin más comentarios lanzó la pregunta que urgía: “¿Seguro que estuvieron en Bogotá? ¿Lo vieron al Papa?”. Cuando se le respondió que sí, resplandeció de entusiasmo: “Aquí todos somos muy católicos y lo queremos mucho al Papa”. Sin duda, en Medellin todos son muy católicos: hasta en la hondonada del río que da su nombre a la ciudad, los cientos de ranchos hechos con desperdicios de latas y trapos se adornaban infaltablemente con los banderines amarillos y blancos, recién comprados en honor de Pablo VI. El lustrabotas también había adornado su choza con los colores pontificios . . . La conversación con el lustrabotas precedió la partida hacia Bogotá. Entonces se le formuló una última pregunta: “¿En Medellin la gente se acuerda del padre Camilo Torres, que fue muerto en la guerrilla hace dos años? ¿Qué se dice de él?’’ El muchacho se puso serio, casi desconfiado: “Acordarse, sí, la gente se acuerda’’. . . Después volvió a la típica extroversión de los nativos de Medellin: “Yo lo escuché hablar a fines de 1965, una de las veces que vino por aquí. Hablaba cosas importantes, pero en forma sencilla. Era así, muy sencillo y muy cariñoso en su modo de aconsejarnos. Parecía preocupadísimo por nosotros los pobres. ¡Lástima que murió en la guerrilla! Dicen que la culpa fue de los comunistas que lo envolvieron. Los comunistas son muy pícaros . . Al día siguiente, en Bogotá, en medio del comentario sobre las “intensas y delicadas deliberaciones’’ de la Asamblea General del Episcopado Latinoamericano, un cable de ¡a agencia Reuter advertía: “La figura trágica del padre Camilo Torres estaba indudablemente en la mente de muchos de los asambleístas cuando discutieron el problema de la violencia’’. El cable certificaba dos hechos: lo insoslayable del tema de la violencia cuando se aborda a fondo la realidad del continente, y lo inevitable de la referencia al cura guerrillero cuando se está en territorio colombiano. Los blancos muros del Seminario Mayor de Medellin no habían preservado a los representantes de la Iglesia del hondo interrogante que el padre Torres plantea a los responsables del catolicismo en América latina. No porque la disyuntiva sea —como algunos la imaginan— “ponerse en contra o a favor de Camilo Torres”, sino porque es imposible para un católico moderno y alerta, pensar sobre el papel de la Iglesia en el continente prescindiendo de Camilo Torres, omitiendo su breve, explosiva vida pública, y su dramático final. Por eso SIETE DIAS visitó en dos oportunidades a la madre del sacerdote guerrillero, Isabel Restrepo de Torres, y dialogó con monseñor Germán Guzmán (autor de una biografía de Camilo Torres y sucesor de éste en la dirección del periódico Frente Unido), y con el profesor Diego Montaña Cuellar, un "converso" del padre Torres, pues abandonó el Comité Central del partido Comunista colombiano “para seguir, como soldado raso, la tarea que Camilo dejó inconclusa”. LA MADRE DE CAMILO Alta, delgada, muy blancos la piel y los cabellos, con grandes ojos ardientes y una sonrisa franca que a veces se vuelve dolorosa, Isabel Restrepo de Torres recibió a SIETE DIAS en la casa donde vivió con su hijo y que ella ha convertido, con licencia gubernamental, en sede de la Fundación Latinoamericana Padre Camilo Torres Restrepo. Se advierte que sufre una tensión extrema pero contenida. SIETE DIAS se sumó a una caravana de periodistas y fotógrafos extranjeros que la asedió durante la semana del Congreso Eucarístico. “A menudo me hacían preguntas impertinentes o capciosas —comentó—. Yo contestaba a todo, explicaba, posaba como querían. Es parte de la tarea que me dejó mi hijo. Por cumplirla, con mis setenta años y con esta pena tan grande, sigo viviendo. Cuando ya se había desatado la persecución feroz contra Camilo, él me preguntó si yo lo acompañaría siempre. Le contesté que sí. «¿Hasta la muerte?», insistió. «Hasta mucho más allá de la muerte —le dije.—. Porque a ti te van a matar, pero yo voy a continuar lo que dejes inconcluso». Así es. Para mí, Camilo no nació el 3 de febrero de 1929, sino el 15 de febrero de 1966, cuando lo mataron. Me trasplantó su corazón, que sigue viviendo en mí.” Isabel Restrepo se casó muy joven con un alemán, en Colombia, y tuvo un varón y una niña. Tempranamente viuda, conoció en Alemania a un colombiano, el médico Calixto Torres Umaña, y de ese segundo matrimonio nacieron Fernando —hoy profesor universitario en Minneapolis, Estados Unidos— y Camilo, quien desde muy niño demostró ser "distinto" a los otros chicos de la clase alta, su clase. Repartía entre los pobres los remedios del botiquín de su padre, y el dinero que le daban para el cine. Un día se escapó de paseo con un gamín (uno de esos numerosísimos pequeños vagabundos sin hogar, rateros y mendigos que pululan en Bogotá, alejados o encerrados antes de la semana eucarística para no desmerecer los festejos de la visita del Papa); cuando se le reprochó la escapada en compañía de ese niño sucio, tal vez enfermo y vicioso, Camilo protestó vigorosamente, en defensa del que consideraba su amigo. En el colegio descubrió los goces del periodismo: publicó El Puma, "diario semanal, sale una vez por mes”, donde ejercitaba un temprano y agudo sentido crítico. Durante cierto tiempo, su madre tuvo una finca no lejos de Bogotá donde criaba vacas lecheras y Camilo cavaba zanjas como un peón, para saborear el trabajo que pondría en juego su fortaleza física. Siempre fue deportista, audaz, rebelde, vital, abierto a los afectos y a los seres humanos; la suya era una familia de librepensadores, y él mismo estaba de novio cuando descubrió su vocación sacerdotal, que sorprendió a todos. La madre relató: “Lo saqué por la fuerza del tren que lo llevaba al convento dominicano de Chiquinquirá, pero estaba tan férreamente decidido que hizo su voluntad y entró al Seminario. Yo nunca quedé conforme. Bastante tiempo después le pregunté porqué se le había ocurrido meterse a cura. El me contestó, sonriendo como siempre que decía cosas importantes: «Es que soy muy ambicioso, mamita. Suponte que me quedara en el mundo y que llegara a lo más alto, a presidente de la nación. ¿Qué es eso? Nada, si se lo compara con el encuentro de Dios, la entrega del hombre a través de Dios». Camilo siempre amó a Dios. Siempre. Hasta cuando tuvo que dejar la sotana; hasta cuando se fue al monte con la guerrilla. Tal vez nunca amó tanto a Dios como en ese momento”. En el Seminario, Camilo cumplió brillantemente, y el cardenal Crisanto Luque, entonces primado de Colombia, bondadoso y comprensivo anciano que sentía gran afecto por el inquieto joven, apresuró la ordenación sacerdotal para enviarlo a seguir un curso completo de sociología a Lovaina, Bélgica, con la intención de adscribirlo luego a las obras sociales de la arquidiócesis. Camilo Torres estudió durante cuatro años, pero a mitad de ese período hizo un viaje a Bogotá para reunir materiales destinados a un estudio sociológico de la capital colombiana. A principios de 1959 estaba de vuelta en su país, licenciado pero todavía sin haber obtenido el grado de doctor. Aunque le apasionaban sus estudios en Lovaina, sentía la urgencia de una acción pastoral plena y profunda. DEL AMOR EFICAZ A LA REVOLUCION “Camilo Torres estaba convencido de que el sacerdote debe ser un profesional del amor de tiempo completo”, señala su biógrafo, monseñor Germán Guzmán. “Pero también creía que ese amor debe ser eficaz, y que para revestirse de la imprescindible eficacia debe apoyarse en el conocimiento científico. De allí la importancia que daba a sus trabajos sociológicos en los más diversos medios”. La actividad del joven sacerdote, desde 1959 hasta que comienza el crucial año de 1965, es de una multiplicidad y de una fecundidad extraordinarias. Es cofundador de la Facultad de Sociología, donde dicta cátedra durante cuatro años; ocupa la capellanía de la Universidad Nacional; entra en la Escuela Superior de Administración Pública, en la cual es cofundador del Instituto de Administración Social (IAS). Representa al cardenal primado en la Junta Directiva del Instituto Colombiano de Reforma Social Agraria (INCORA), y eso le permite entrar en contacto con diversas zonas rurales y conocer las condiciones infrahumanas en que se debate gran parte del campesinado colombiano. Obtiene que el IAS colabore con INCORA para crear cursos itinerantes sobre reforma social agraria para campesinos, líderes campesinos, estudiantes, profesionales y profesionales. Otro cauce para su vastísima e incansable actividad social es el MUNIPROC (Movimiento Universitario y Profesional de Organización de la Comunidad), que él fundó. Muchos se alarman frente a este dinamismo sin precedentes, impulsado por un amor eficaz que habla cada vez más alto y claro, arrollando compromisos, tibiezas y conformismos. A mediados de 1962, la más alta jerarquía eclesiástica hace llegar una durísima advertencia al padre Torres. Monseñor Crisanto Luque ha sido sustituido como Cardenal Primado por monseñor Luis Concha: las diversas fuentes consultadas por SIETE DIAS coincidieron en describirlo como sinceramente celoso de la autoridad y la disciplina, así como honestamente apegado a las tradiciones eclesiásticas dentro de una ortodoxia de viejo cuño. En junio de ese año se había creado una situación crítica en la Universidad Nacional; el padre Torres se sintió moralmente obligado a defender a un grupo de estudiantes incriminados como comunistas, pues consideraba que ninguna ideología es de por sí motivo suficiente para justificar sanciones. De inmediato, el cardenal Concha lo aleja de la capellanía de la Universidad Nacional, así como de la cátedra que allí dictaba. Tal vez el prelado sólo pretendía salvar a un sacerdote que juzgaba talentoso pero temerario, evitándole el contacto con los sectores más radicales de la Universidad. Ya era tarde: Camilo Torres se sentía profundamente ligado a los estudiantes. Sabía que a menudo eran movidos por una rebeldía circunstancial o epidérmica, y que en su inmensa mayoría serían atrapados por el conformismo, no bien se graduaran; pero el sacerdote ansioso de amor eficaz admiraba la disponibilidad generosa y la capacidad de entrega de muchos jóvenes universitarios. Además, era capaz de comprenderlos y de hacerse entender por ellos. Una anécdota pinta la ductilidad con que Camilo Torres se movía en el medio universitario. Cierta vez, en una asamblea, explicaba a los estudiantes que las pedreas eran contraproducentes; uno de ellos, un marxista “puro” de mucho arrastre, se impacientó y le gritó: “¡Cállate, cura bastardo!”. Camilo Torres saltó al proscenio y replicó: "¡Protesto! ¡Protesto . . . por lo de cura!”. Hubo un instante de asombro y luego un torrente de aplausos. El insultante “marxista puro” iba a convertirse, poco después, en camilista ferviente. El freno que quiso aplicar el cardenal Concha sólo sirvió para acelerar la radicalización del pensamiento del padre Torres. Su empuje lo llevaba a solicitar cambios profundos e integrales en la sociedad, y a darse cuenta de que esos cambios sociales sólo se lograrían con la acción política. Entre los papeles personales de Camilo Torres, recogidos por monseñor Guzmán, hay uno que testimonia cabalmente la trasformación sufrida por el joven eclesiástico: “Soy revolucionario como colombiano, como sociólogo, como cristiano y como sacerdote. Como colombiano, porque no puedo ser ajeno a las luchas de mi pueblo; como sociólogo, porque gracias al conocimiento científico que tengo de la realidad, he llegado al convencimiento de que las soluciones técnicas y eficaces no se logran sin una revolución; como cristiano, porque la esencia del cristianismo es el amor al prójimo y solamente por la revolución puede lograrse el bien de la mayoría; como sacerdote, porque la entrega al prójimo que exige la revolución es un requisito de caridad fraterna, indispensable para realizar el sacrificio de la misa, que no es una ofrenda individual, sino de todo el pueblo de Dios por intermedio de Cristo”. EL CURA GUERRILLERO El crucial año de 1965 ve surgir el Frente Unido del Pueblo, presidido por el padre Camilo, en torno al cual se aglutinan todas las fuerzas políticas disidentes u hostiles al Frente Nacional liberal-conservador, que se reparte alternadamente el poder en Colombia desde 1958. Figuran el incipiente partido Demócrata Cristiano, el Movimiento Revolucionario Liberal de Alberto López M¡chelsen (hoy ministro de Relaciones Exteriores del presidente Carlos Lleras), el sector más radical de la Alianza Nacional Popular (ANAPO) del general Rojas Pinilla, el partido Comunista (pro Moscú), diversos grupos de izquierda guevarista y chinoísta, representantes estudiantiles, sindicales y campesinos, numerosas personalidades independientes. El padre Camilo busca las coincidencias en torno a una base revolucionaria común, quiere unir —“Soy anti-anti”, dice a algunos amigos— y reconciliar, en un intento de eludir las divergencias. Una declaración suya revela sir típica posición abierta y constructiva: “Para qué vamos a discutir sobre la mortalidad o la inmortalidad del alma, cuando todos estamos de acuerdo en que el hambre es mortal”. No aspira a ningún liderazgo ni busca tampoco halagos personales; por eso insiste repetidamente: “No soy el jefe de la revolución; soy el servidor de la revolución”. Pero es inútil, porque el lazo de unión entre tantas tendencias dispares sólo lo da su pensamiento, su palabra “con resabios de púlpito, pero siempre sencilla y rebosante de cariño”, como revelaran a SIETE DIAS algunos amigos suyos; y sobre todo su sotana, símbolo mágico capaz de ganar voluntades por sí solo, según certera descripción de monseñor Germán Guzmán, experto conocedor de un país donde el sacerdote es factor principal de poder y prestigio. Camilo Torres recorre Colombia, pronunciando hasta una docena de discursos diarios. El movimiento que aglutina y encabeza toma rápidamente proporciones de avalancha. Ha esbozado una plataforma revolucionaria común, y el 17 de marzo de 1965, en Medellin, su natural entusiasmo lo lleva a publicitaria antes de darle forma definitiva. Algunos sectores que lo apoyaban se retiran, disgustados por esta acción prematura, mientras el pánico cunde en las esferas gubernamentales y en la jerarquía eclesiástica. La posición que el padre Torres toma frente a la violencia —y que mantendrá aun cuando se sienta obligado al recurso extremo de la guerrilla— no aplaca sino que agudiza la alarma. “La violencia se hace con armas, con granadas, con tanques, con una cantidad de medios costosos que no disponen las clases populares”, esclareció. Por eso, “los que deciden sobre la violencia son quienes pueden costearla. Un campesino no venderá una vaca que le da leche para sus hijos, con el fin de comprar una ametralladora, sino en el caso extremo de que haya personas que vayan a acabar con la vida de sus hijos con otra ametralladora ... El medio más adecuado es, naturalmente, la revolución pacífica. Sin embargo, yo creo que no está en manos de los pobres, de los desvalidos, el decidir sobre la vía revolucionaria. Creo que deberíamos preguntarles más bien a los dirigentes actuales, cómo van a entregar el poder a la mayoría, si por las vías pacíficas o por las vías violentas. Yo pienso seguir tratando de utilizar todas las vías pacíficas. Pero siempre adelante, para la conquista del poder para la clase popular.” Poco después publica el primer número de su periódico Frente Unido, que en sus comienzos ya alcanza la tirada de cincuenta mil ejemplares. Cuando se lo moteja de títere manejado por el comunismo, replica: “Prefiero ser un idiota útil al servicio de la revolución, que un idiota inútil al servicio de la contrarrevolución”. Pero toma solemnemente distancias en su Mensaje a los comunistas, en una profesión de fe de extraordinaria claridad y firmeza: “Los comunistas deben saber muy bien que yo no ingresaré a sus filas, que no soy ni seré comunista, ni como colombiano, ni como sociólogo, ni como cristiano, ni como sacerdote”. El profesor Diego Montaña Cuellar, que fue miembro del Comité Central del partido Comunista colombiano, atestigua que Camilo Torres nunca fue comunista, y ni siquiera marxista: simplemente un revolucionario que abría sus brazos a todos los sectores revolucionarios, aunque éstos se encontrasen entre las filas de la Juventud Conservadora o de la ANAPO del ex dictador Rojas Pinilla. Entre tanto, ya se había consumado la amarga ruptura entre el padre Torres y la jerarquía eclesiástica. Camilo siente que pese a ser “sacerdote para la eternidad”, debe reducirse al estado laical. El cardenal Concha Córdoba declara que en la plataforma del joven eclesiástico hay puntos inconciliables con la doctrina de la Iglesia. Camilo escribe al primado de Colombia, suplicándole que le explique dónde residen esas incompatibilidades; en entrevista personal reitera su súplica. El cardenal rehúye la polémica, se niega a ofrecerle argumentos y reduce al estado laical a quien ya era el Che Guevara del cristianismo; Camilo le ruega que le permita seguir oficiando misa, pero el cardenal replica con un no sin discusión posible. Según numerosos testigos, Camilo Torres decía misa con un fervor y una entrega totales. Su madre recordó: “El cardenal Concha, con su intransigencia, llevada al punto de negarle para siempre el retorno al ejercicio del sacerdocio, inició la agonía de mi hijo”. Lo cierto es que, a mediados de 1965, comienza el desbande de las fuerzas aglutinadas por Camilo, mientras se desata la represión policial apoyada en una gran campaña de prensa. ¿El sacerdote sin sotana quería galvanizar otra vez los sectores políticos presuntamente revolucionarios, yéndose con los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional, de inspiración guevarista? No se sabe. Sólo se conoce el corolario espectacular de un encuentro entre soldados gubernamentales y el ELN: el 15 de febrero de 1966 muere Camilo Torres, con el fusil en la mano y sin haber disparado nunca un tiro. ¿SUICIDIO O MARTIRIO? Muchas personas que recuerdan con sincero respeto y cariño al padre Torres, creen que su gesto fue un error suicida. Es cierto que Camilo subestimó la capacidad de la fuerza antiguerrillera gubernamental, entrenada por expertos estadounidenses, mientras supervaloró su capacidad de ser motor y ejemplo para masas no politizadas y hartas de décadas de inútil violencia. No percibió la feroz intransigencia de los grupos de izquierda, enemigos entre sí por creerse cada uno de ellos dueño de la verdad; no captó el oportunismo y la retórica banal de otros grupos políticos que se decían dispuestos a la revolución. "Pereció absurdamente, abandonado, sin eco. Era apto para morir por amor al prójimo, no para matar por él”, se dice a menudo. La madre de Camilo tiene otra teoría: "Cuando comenzó la tremenda represión policial, mi hijo volvía de los actos del Frente Unido, todo lastimado y cubierto de sangre. Pero insistía en decirme que era mucho mejor para la causa si lo herían, si lo mataban. Siempre supe que él iba a morir”. ¿Acaso quiso ser un mártir, es decir, un testigo que rubrica voluntariamente su fe con su sangre? Era difícil plantear esta pregunta a la anciana que lleva en su pecho el corazón de Camilo, y que se desvela por recuperar el cadáver oculto de su hijo. Hacia el final de la entrevista se le preguntó: ¿Sigue siendo usted cristiana? Contestó con firmeza: “Profundamente cristiana”. ¿Y católica? Miró de frente y repuso: "No. Ya no”. En la calle, SIETE DIAS planteó el “caso Camilo Torres” a vendedoras, sirvientas, empleados, peones, mozos de café, comerciantes. La conclusión es que Camilo Torres nunca se quitó la sotana para la gente sencilla; sigue siendo el “padrecito revolucionario”. Por otra parte, nadie encuentra relación entre su muerte y la violencia; en todo caso, el sacerdote sería la víctima de un complot, de un error o de la fatalidad. Fue inútil explicar el punto establecido por la Asamblea General del Episcopado Latinoamericano que sienta la existencia de una doble violencia igualmente perniciosa, la subversiva y la establecida. En Colombia sólo se conoce una violencia, la que se desató entre el campesinado, ligado emocionalmente y desde el nacimiento al partido liberal o al conservador, y masacrado durante muchos años, con crueldad escalofriante, por una política que manejaban los privilegiados. El canónigo belga François Houtart, que conoció a Camilo Torres y da fe de su amor sacerdotal por los pobres (aunque rechace la “ida al monte” y esté en desacuerdo con muchas ideas del cura guerrillero), afirmó a SIETE DIAS: "Si Camilo fue demasiado lejos, ello se explica por la situación estructural del país y por el hecho de que la mayoría de los jefes de la Iglesia son profundamente conservadores y aun en muchos casos reaccionarios. En este sentido, el gesto de Camilo tiene un significado profético: recordar a las gentes sus pecados”. Por ello, el padre Torres no podía estar ausente de las sesiones de la Asamblea Episcopal en Medellin, donde se hizo la crítica y la autocrítica del papel de la Iglesia en América latina. Las resoluciones finales y el mensaje de los obispos y peritos reunidos en Medellin, sobrevolaron el continente la noche del sábado 7. Quizás sea cierto lo que afirmó Carlos Villar-Borda, de la agencia United Press, en el sentido de que en un comienzo prevalecieron los clérigos progresistas, hasta que en los últimos días de sesiones los conservadores hicieron sentir su peso. De allí que, si se compara el documento de trabajo elaborado por la CELAM con el resultado final de las deliberaciones de la Asamblea Episcopal, este último parezca más pálido, más débil, más cauto. No podía ser de otra manera, si se quería preservar la unidad, básica para la acción eficaz de la Iglesia en el continente. Tal como ha llegado a conocerse, el documento es un instrumento utilísimo, sobre el cual todas las polémicas son ociosas. Da amplio campo para una práctica renovadora y fecunda, que es lo esencial. Condena las concepciones socioeconómicas que ponen el lucro en el centro del mundo, para recordar que desde el momento de la Encarnación divina, el hombre debe ser el eje de todos los desvelos y preocupaciones; pero el hombre integral, considerado en las exigencias de su alma y de su cuerpo. Recuerda que la Iglesia, aunque pacífica, no es pacifista a ultranza; mantiene la condena de la doble violencia subversiva y establecida; abre distancia para con los poderes seculares, mientras pone a la pobreza como don sublime que debe señalar la misión de la Iglesia en el mundo; condena al imperialismo del dinero con un vigor restallante y señala los lazos que unen a América latina con los otros países del Tercer Mundo; denuncia la presión injusta de las potencias superdesarrolladas, sean capitalistas o comunistas, sobre las naciones en crecimiento, que se traduce en intervenciones indirectas y hasta directas. Los obispos no quieren para su grey el horror de “uno, dos, muchos Vietnam”; pero, como decía Camilo Torres, "son los poderosos los que deciden si el progreso de las masas se hará con violencia o sin ella”. La Iglesia, en América latina tiene una formidable fuerza moral capaz de realizar pacíficamente los urgentes cambios estructurales que se reclaman. ¿Un milagro? Tal vez, pero al alcance del pueblo de Dios y de sus pastores, para que no se levante nunca más un cura guerrillero, desesperado por las barreras que impiden la eficacia de su amor al prójimo. Revista Siete Días Ilustrados 16.09.1968 |
|