Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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EL "CAPITAN" DE BOCA NO QUERIA MORIR
En Buenos Aires, Nueva York y Roma un niño buscó eludir su condena de muerte

El cable, fechado en Roma, informaba que en la sala de operaciones del instituto Regina Elena, de la capital italiana. Roberto Ciancio, argentino, de 12 años, acababa de perder la última batalla con la muerte. Su verdugo: el cáncer. En un segundo se asestaba el golpe definitivo a un proceso iniciado en marzo de 1964, se cerraba una inútil peregrinación a la esperanza.
Hasta entonces, Roberto había sido un chico travieso, inteligente y vivaz. Hablaba castellano, inglés, portugués e italiano a la perfección. Sus calificaciones, en el sexto grado del colegio Horacio Watson, de Buenos Aires, eran irreprochables. También jugaba al fútbol. Fue precisamente en un club del barrio de La Paternal, donde Roberto tuvo su primer encuentro con la enfermedad. Durante los últimos meses de 1963, debió abandonar el juego repetidas veces porque experimentaba un cansancio extraño. “Es un malestar muy raro —le confiaba a su madre—. Una especie de temblor interno que me quita el aliento”. Pero se restablecía rápidamente, y todo no pasaba de un susto intrascendente.
Fue al regresar de un viaje a Brasil, en marzo de 1964, cuando la aparición de un lunar en el cuello, impulsó a sus padres a consultar al doctor Amilcar Challú, médico de la familia. Luego de un análisis, las conclusiones fueron alarmantes: se trataba de un tumor maligno.

UNA CALMA MUY BREVE
Además de la escuela y el club, Roberto Ciancio comenzó a frecuentar un nuevo lugar: el sanatorio Otamendi. Allí, durante un tratamiento de tres minutos diarios de radioterapia, combatió su incipiente enfermedad. Al mes, el lunar desapareció.
Con ánimo renovado, volvió a capitanear desde el arco a su equipo, y a cabalgar sobre “Gitanilla”, una yegua blanca y dócil que volvía la cabeza hacia él cuando lo sentía acercarse. Esta fue una calma muy breve: un nuevo síntoma sacudió la paz de su hogar. Eran dolores sorpresivos, aparentemente localizados en el estómago. Su padre arriesgó una solución: “Podemos visitar a mi hermana Lucía, en Nueva Jersey (USA). Allí consultaremos a especialistas norteamericanos”.
En julio de 1965 los dolores se agudizaron, y la propuesta paterna se concretó. Acompañado por su madre, Roberto fue internado en el Memorial Hospital, de Nueva York, el centro especializado en tumores más famosos del mundo. Luego de tres semanas de análisis, los médicos extrajeron de su vientre el apéndice y “algo” más.
La operación superó los 1.500 dólares (255.000 pesos, entonces). Al disponerse a pagar la última cuota de 150 dólares, la señora Ciancio comprobó que le quedaban apenas 148. Sus ruegos fueron inútiles, pero una enfermera se solidarizó con ella: retiró del banco sus ahorros de muchas años de trabajo, y se los cedió íntegramente. Fueron sus últimos días en Nueva York. Convencida por los especialistas da que ese “algo más” extraído en la operación era un tumor benigno, y de que su hijo sólo padecía de debilidad, partieron rumbo a Europa. En los Abruzzos, Italia, el niño volvió a ser el exuberante deportista de antes.
Todo anduvo bien hasta su regreso a la Argentina. En pocos meses, su salud se derrumbó nuevamente. Permanentemente cansado y abatido, se negaba a probar bocado. Sometido a análisis interminables, Roberto fue tratado intensamente con aplicaciones radiactivas. En octubre de 1966, los médicos resolvieron volver a internarlo.
Esta vez descubrieron un neuroblastoma —especie de glándula tumoral— en la garganta, y decidieron operarla. Pero eso no era todo: luego localizaron dos más en el hígado, y apelando a la bomba de cobalto, lograron rehabilitar a Roberto. El alegre capitán volvió a vestir la casaca azul y oro (era fanático de Boca), y a defender el arco de su invencible equipo. Sin embargo, su destino parecía marcado: poco después volvió al hospital. El 2 de enero último fue nuevamente operado: esta vez le extrajeron del cuello nuevos tumores. Una posterior biopsia estableció que la anormalidad había desaparecido: “Su hijo se ha salvado —comunicó el médico a la madre de Roberto—. Ya no tiene más nada”. La mujer rompió a llorar, y el niño apenas si atinó a abrazar al especialista, luego de besarle las manos agradecido.

TRES SEMANAS DE FELICIDAD
A pesar de que el tratamiento había esfumado sumas millonarias, los padres decidieron festejar el milagro con unas vacaciones improvisadas. Valle Hermoso, en las sierras de Córdoba, fue el lugar elegido para que Roberto se restableciera totalmente. La felicidad, esta vez, alcanzó a durar tres semanas. Agudos dolores en la espalda y la imposibilidad absoluta de alimentarse, apuraron el regreso a Buenos Aires.
Su madre lo llevó en pullman hasta Córdoba y, desde allí, en avión a Buenos Aires. En el taxi que lo conducía a su casa Roberto respiraba fatigosamente. Su estado se agravaba. El médico de la familia, Amilcar Challú, ordenó un medicamento empleado en caso de tumores difusos. Sometido nuevamente a un riguroso tratamiento de radioterapia, Roberto pareció mejorar. Fue entonces cuando llegó a Buenos Aires la noticia de que el médico italiano Aldo Vieri había sido autorizado por su gobierno para realizar una serie de experimentos contra el cáncer, en el instituto Regina Elena, de Roma. La señora de Ciancio decidió recurrir a él.

LA ULTIMA ESPERANZA
El 28 de abril despachaba un telegrama para el doctor Vieri, su última esperanza. Solicitaba instrucciones para aplicar en Buenos Aires el tratamiento a Roberto. La respuesta fue tajante: era imposible realizarlo, pues el sistema era incompatible con !a cobaltoterapia que durante mucho tiempo recibió el niño. Desesperados, sus padres jugaron la última carta: llevarlo directamente a Italia: Un jet, en vuelo sin escalas, condujo a la señora de Ciancio, su hijo y el doctor Challú hasta París. Era el sábado 10 de junio. A las siete y media de la tarde, un taxi los dejaba en las puertas del instituto Regina Elena. Pero sucedió lo imprevisto: no había sitio para un enfermo más.
Media hora después, un taxi con los viajeros se detenía frente al domicilio particular del doctor Vieri. “Me recibió enseguida, pero se negó a atender al niño. Me dijo que él no curaba el cáncer. Le pedí que le hiciera un tratamiento clásico, que ¡o internara, que bajara a verlo... Se negó. Yo quedé entonces solo, con un chico moribundo en un taxi”, confesó luego Amilcar Challú. Durante seis días, Roberto debió internarse en el sanatorio Umberto I, mientras esperaba ser atendido en el Regina Elena. Cuando finalmente lo llevaron, su estado era calificado de preagónico. Su pulso casi no latía. Desesperada, su madre oraba por un milagro. Seguramente, desconocía los entretelones burocráticos del “experimento”, que con distintos matices es aplicado en Roma, Moscú, Londres y Nueva York.
También ignoraba que el viernes 23 de junio, dos días antes de la muerte de su hijo, moría el primer paciente tratado según el método Vieri. Ahora, sólo atina a llorar desconsoladamente mientras recuerda las palabras de su hijo cuando comprendió que le restaban pocas horas de vida: “Mamá, siento que me muero. Un beso para ti, un beso para todos”. Apenas pudo ocultar su congoja: “No debes decir esas cosas —le respondió—. Sabes que me apenas mucho’ . La contestación llegó a sus oídos en un hilo de voz: “Perdóname, mamá”. Fueron sus últimas palabras. ■
Revista Siete Días Ilustrados
11.07.1967

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