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Investigación: ¿Rusia va al muere?

Más espectacular que la propia operación Soyuz, la reincorporación de los soviéticos a la meneada carrera espacial parecía demostrar que la coherencia científica, que endilgaban a la URSS observadores extranjeros como Sir Bernard Lovell, era un hecho indiscutible. No hay duda de que el nivel de los rusos en matemáticas e investigación nuclear es óptimo: serían las otras disciplinas científicas, en cambio, las que exhiben un considerable atraso. Más aún: el sistema de enseñanza, la misma actividad de los laboratorios correrían un inminente peligro de asfixia, a menos que la burocracia y la falta de sentido práctico alivien su abrazo. El siguiente informe, preparado por Gerard Bonnot, de L’Express, detalla el estado actual de la ciencia rusa, y lo que puede esperarse de ella.

El primer satélite artificial, el primer hombre en el espacio, la primera mujer. Los anticipos soviéticos ya no sorprenden a nadie. Parten del mismo Estado que construye —en Serpoukhov— el más poderoso acelerador de partículas del mundo pero que es capaz, también, de azorar a los observadores occidentales que visitan sus laboratorios: el país que está montando un telescopio descomunal en Leningrado, exhibe una inexplicable vetustez e insuficiencia en materiales de investigación.
Un documento confidencial (700 páginas repletas de estadísticas y notas al pie) detalla tantas contradicciones. Es obra de un grupo de expertos —de OCDE, Organización de Cooperación y Desarrollo Económico; un ente multinacional de gran predicamento hace una década— que dedicó tres años a una labor casi clandestina, ya que la URSS no forma parte del organismo. Primer balance completo y objetivo de la ciencia soviética, el dossier estará terminado en marzo de este año, pero sus principales conclusiones trascendieron ya.
La función controlada del átomo y las matemáticas serían predios tomados; para compensar ese avance, el retraso que exhiben los rusos en el terreno de la biología es notable. Hay otra peculiaridad: en un alarde de socialismo práctico, los soviéticos se obstinan en no producir genios; se conforman con derivar a millones de ciudadanos hacia la investigación científica, que de esa forma —y evaluada en jornadas de trabajo— aplasta a todos los laboratorios del mundo.
Lo que más resalta es el progreso, un cambio que colocó a la ciencia y al científico en una situación privilegiada. En 1955, la URSS no dedicaba más que el 1,5 por ciento de su producto nacional bruto a la investigación. Hoy la cifra se duplicó y es similar a la que dedica USA a fines similares. El avance es vertiginoso en cantidad.
En los últimos años, el número de científicos creció cuatro veces más rápido que el de cualquier otro sector de la población activa; también, el prestigio: ningún país paga tanto a sus hombres de ciencia. Más aún, además de los sueldos altos reciben casa, automóvil, viajes; integran una sociedad poderosa (la Academia de Ciencias) y cuentan con líderes capaces de influir directamente en las decisiones políticas que produce el Comité Central del Partido.
A partir de esa comprobación nace una paradoja: la plenitud de medios, la organización maravillosa están frenando el progreso en lugar de acelerarlo. Los expertos de OCDE se apoyaron en cifras incontestables, las mismas que publica el Gobierno soviético.
Al cabo de un período de crecimiento raudo e incontenible, la producción industrial de la URSS aumenta, ahora, menos rápido que la norteamericana. En un país moderno, como todo el mundo sabe, el crecimiento en la productividad está estrechamente ligado al éxito de los investigadores. Los críticos afirman que, “después de haber copiado sin vergüenza las invenciones de Occidente, los rusos, reducidos a sus propias fuerzas, enseguida se desinflan”.

Pero, el divorcio
Una de las razones de esa inercia logra que las ciencias rusa y francesa emparienten sus procedimientos; ambas hicieron un culto de la práctica misma, olvidando las eventuales aplicaciones de lo que se descubre. La prueba más notable está en el divorcio que existe entre investigación e industria, el deterioro progresivo de los laboratorios especializados y la falta de interés demostrada por los técnicos, que prefieren trabajar en lujosos institutos, dependientes de la Academia de Ciencias.
Los directores de fábrica, por su parte, rechazan todas aquellas innovaciones que puedan alterar sus planes de producción. El record lo detenta la fábrica Vulkan, de Leningrado, que luego de encargar máquinas revolucionarias para su planta textil, se negó a usarlas: sigue apelando a engendros obsoletos por no cambiar un vetusto 'pert'.
Uno de los más grandes físicos de la URSS, Abraham Joffé está considerado por los expertos como pionero en el rubro de los semiconductores. Desgraciadamente no se preocupa más que por la física pura. Resultado: fueron los norteamericanos quienes inventaron el transistor; para Joffé hubiera sido un juego de niños pergeñarlo —a partir de sus conocimientos— si hubiera impuesto a sus trabajos un cierto destino funcional.
El ejemplo es caro a los franceses: uno de sus científicos, Alfred Kastler, “se negó” a inventar el rayo Laser al mismo tiempo que, con sus especulaciones, alfombraba el camino de colegas menos abstraídos.
Las 700 páginas del informe sirven para detonar otro contrasentido. Acosados por la falta de equipamiento, la mayoría de los laboratorios soviéticos termina perdiendo gran parte de su tiempo en arribar a instrumentos que, en Occidente, se venden en cualquier comercio. Ese detalle, sumado a la inflación de investigadores sin genio, atraídos a la profesión por el status que brinda y no por una inquietud de búsqueda, termina de socavar el edificio científico: finalmente, la multitud de estudiantes de ciencias que obtiene un título acaba engrosando una inmensa planilla donde vegetan funcionarios sin talento.
Claro que los trastornos empiezan en la cátedra. Desde hace doce años no se concibe que la teoría científica pueda estar desvinculada de la práctica; en la URSS, sin embargo, el laboratorio no se encuentra con el aula. Además, los profesores están sobrecargados de cursos. En Uzbekistán, por ejemplo, un titular de cátedra dicta 723 horas anuales; su ayudante, 763. Los laboratorios están pésimamente equipados, enfermos de burocracia.
Pero el peligro más grave reside en el progresivo bajo nivel de los profesores; su número crece continuamente, pero el hecho retrata, apenas, un triunfo de la cantidad sobre la calidad. El problema es común a todos los países, pero hay maneras de enfrentarlo: en USA lo combaten importando cerebros calificados.
A fines del año pasado, el Gobierno comprendiendo el problema, impulsó una reforma drástica que involucra mayor control de la actividad de los laboratorios (hasta ahora nadie podía meterse con ellos sin peligro de enemistarse —al mismo tiempo— con la Academia de Ciencias) y un interés mayor en el despistaje de productos de aplicación industrial. La excusa para tantos cambios: “La producción científica es insuficiente”.
Los observadores dudan de que esas medidas, inspiradas en el sistema yanqui, den resultado a menos que combinen con un cambio de mentalidad en los científicos prominentes, apoltronados en la Academia, demasiado extrañados de la realidad.
La gran esperanza de cambio tiene una meta en pleno, funcionamiento: Akademgorod, la ciudad de los sabios, instalada en Siberia. Allí, enseñanza e investigación marchan juntas; los descubrimientos se suceden; cada desarrollo de productos toma en cuenta su industrialización posterior. La explicación de una marginalidad tan benéfica salta del mismo informe de OCDE: los paralizantes controles de la burocracia no llegan a Siberia. Así, la misma región que estuvo asociada siempre con el cautiverio alcanza, gracias a un grupo de científicos, un estimulante nivel de inteligencia práctica. La libertad, se extasiaría un humanista burgués.
Revista Primera Plana
04.02.1969
 

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